Adagio: Adagietto de Mahler
Gustav Klimt - El beso |
Bonita manera de comenzar esta
estación si ya, desde el primer momento, cambio su denominación a Adagietto. Pero ya advertí que no nos
ceñiríamos a la denominación del tiempo de la obra, sino, sobre todo, al
carácter de la misma. Y ésta, en concreto, se puede permitir el lujo de
cambiarse el nombre por este apelativo cariñoso y gracioso, pues rezuma belleza
y elegancia, pasión y ternura.
No obstante, no ha sido redescubierta,
junto al resto de la música de su autor, Gustav
Mahler (1860-1911), hasta tiempos recientes. Fue él, Mahler, un músico famoso en su época, sobre todo por su trabajo como director de orquesta. Y aunque conocida
su obra durante su vida, ésta fue escasa y principalmente concentrada en su
última década. No fueron exitosas y celebradas sus composiciones en su momento,
quejándose amargamente de que harían falta, a lo menos, 50 años para que se
entendiese en toda su magnitud. No anduvo muy desacertado. Hoy lo contemplamos
como integrante del armazón histórico del sinfonismo, participando de la
transición medular que va desde Haydn hasta Shostakovich, pasando por
Beethoven, Brahms, Bruckner y él mismo. Seguramente no ayudó su condición de
judío, a pesar, no obstante, de su conversión al catolicismo (tal vez interesada para conseguir el puesto de dirección de la orquesta de la Hof-Operntheater de Viena), ya que padeció los
prejuicios antisemíticos en su obra. No le facilitó publicidad tampoco,
supongo, el que sus principales valedores fueran los inextricables componentes de la Segunda
Escuela de Viena, con su vanguardismo atonal radical. Y, por último, tampoco le
beneficiaría, a título póstumo, el hecho de que se erigiera como gran adalid de
los destinos de Europa un tal Adolf Hitler, quien sometió al ostracismo su
creación, como la de otros muchos artistas, bajo el atributo de arte degenerado. Pero gracias a Dios, el nazismo
terminó derrocado, y la paulatina desaparición de estigmatizaciones en el mundo
occidental permitió su progresivo rescate del olvido, que a la postre no fue tan
radical como el que sufrió, por ejemplo, Bach, y, poco a poco, directores como Leonard Bernstein
o Bruno Walter lo fueron recuperando en los auditorios.
Pero, en mi opinión, si algo
sirvió de manera determinante para rehabilitar su figura y obra, fue sin duda
el estreno de la película de Luchino Visconti, Muerte en Venecia, pues fue capital en su éxito la utilización de
nuestro Adagietto como eje nuclear de su banda sonora. Dicha película adapta
el relato homónimo de Thomas Mann, y las tres obras conforman un triángulo
argumental sobre el que se discute mucho cuál es su objeto inspirativo.
Independientemente de la intención última que moviera a cada autor a crear su
obra, yo encuentro que ese objeto es la belleza, aunque Thomas Mann, en su
novela corta, que en definitiva es la que origina esta relación, juega con
nosotros un poco al despiste, para alejarnos de la intricación de sus motivaciones. Y ello porque utiliza dos nombres para espolear
nuestra confusión.
El primero es el nombre del
protagonista de la novela, Gustav von Aschembach. Mann, más que probablemente, se
inspiró en la figura del compositor Gustav Mahler, quien falleció de una
dolencia cardiaca cuando comenzó a escribirla, durante un viaje del escritor a
Venecia en 1911. El personaje toma el nombre de pila del compositor, aunque cambiaría
su profesión por la de escritor, tal vez porque, a pesar del gusto y amor de
Mann por la música, especialmente por la de Wagner, se encontraría más cómodo argumentalmente con un personaje que desarrollase su propia profesión. Así, aprovechaba también apuntes
autobiográficos, y un estado de ánimo depresivo ocasionado por el suicidio de
una de sus hermanas, que lo sumió en una honda crisis y apatía creativa, ya que
este relato fue lo único que escribió en esa época. De Mahler quizá
aprovecharía su final trágico, y su convulso último año, con la infidelidad de
su mujer Alma con otro escritor, con la cual se había casado 9 años antes,
doblándole casi la edad. Toda esta veneración delataría un conocimiento algo íntimo entre ambos artistas. Pero esta conexión ha permanecido
oculta durante largo tiempo para muchos críticos, ya que no se sabía a ciencia
cierta que se conocieran. Recientemente ha aparecido una carta de Mahler a
Mann, motivada por un encuentro fugaz tras el estreno de su sinfonía nº 8 en Munich,
al que había sido invitado Mann, y tras el cual, el escritor le había hecho
llegar su homenaje en una breve epístola junto a un ejemplar de un libro suyo.
No obstante, esta relación debió ser más intensa que algún encuentreo casual, puesto que el cuñado de Mann,
Klaus Pringsheim, había sido alumno de dirección del director en 1906.
Seguramente Visconti debió intuir
esta relación, que unido al gusto de Mann por la música, lo animó a utilizar
una obra de Mahler para ambientar su adaptación cinematográfica de la novela. Tanto
es así, que el cineasta le transmutó al protagonista su profesión, devolviéndolo nuevamente desde su profesión de escritor
a la de compositor, para acercarlo y confundirlo, aprovechando el nombre de pila, con
un hipotético trasunto biográfico del músico. Quizá le entusiasmó el lirismo
arrebatado de la pieza, pero también debió jugar un papel crucial los acordes
que presenta protagonizados por el arpa, cuyos arpegios siempre resultan
evocadores acuosos, nada mejor para una acción desarrollada entre los canales
de Venecia y las playas del Lido. Lo que quizá no intuyera el director es que
la pieza musical podría estar mucho más profundamente relacionada con el carácter
de sus respectivas obras de lo que él pensaba.
Pero antes de proseguir con esta
relación, deberíamos revelar el segundo nombre con el que Mann juega a
despistarnos, no sé si voluntariamente. Y es que, si bien hay duda de cuál fue su primordial
inspiración, de lo que no hay discusión es que evidentemente ésta se encuentra en Platón. Casi al final de su
novela, incrusta una cita que parece sacada de uno de sus diálogos, y sin temor
a equivocarnos hemos de pensar que se trata del que lleva el nombre del
personaje que cita, que no es otro que Fedón. Pero en su diálogo homónimo,
Platón no escribe literalmente lo que Mann nos encierra entre comillas como si
lo hubiera copiado. Yo pienso que es una recreación suya, y que debió haber
utilizado, más bien, el nombre de Fedro en lugar del de Fedón, pues tiene más
que ver esta cita con el trasunto de ese otro diálogo homónimo: la belleza.
De este modo, podríamos
considerar, tanto el libro como la película, la cual es una fidedigna
recreación del anterior, como un desarrollo o una concreción del mismo diálogo
que centra el libro de Platón. El asunto, en el relato, comienza cuando Fedro, paseando con
Sócrates, le hace a éste partícipe de un discurso transcrito de un tal Lisias
acerca de la conveniencia para un amado de corresponder a uno que no es amante
suyo mejor que a otro que sí lo es. Es un recurso frecuente en Sócrates el
exponer en boca de otros personajes argumentos que a priori pueden parecernos absurdos,
para él, inmediatamente después, rebatirlos con sus sólidas teorías. Pero es
justo reconocer que los argumentos descabellados son tan bien llevados que a
veces podríamos pensar que nos quiere convencer de lo absurdo.
En cualquier caso, ya la
exposición de la teoría ajena que luego rebatirá, nos lleva a una serie de
datos que son interesantes al considerar luego la trama de la película. El
primero de ellos es la definición, deleitosa, que hace del amor, como ese
impulso que nos arrastra en pos de la belleza: “al apetito que, sin control de
lo racional, domina ese estado de ánimo que tiende a lo recto, y es impulsado
ciegamente hacia el goce de la belleza y […] es arrastrado hacia el esplendor
de los cuerpos, y llega a conseguir la victoria en este empeño, tomando el
nombre de esa fuerza que le impulsa, se le llama Amor”.
Pero esta belleza, parece, sólo
se plasma en el cuerpo de un joven, pues en todo momento, tanto el objeto de la
teoría de Lisias como de los discursos irónico y antitético de Sócrates, son
supuestos jóvenes, de quienes se enamoran o sienten atraídos personas maduras y
doctas. Por tanto, establece también una distinción entre los actores activos y
pasivos del amor. El activo será alguien preparado, maduro, capaz de distinguir
la belleza, mientras que el amado es ingenuo e inexperto, y para quien esta
relación deberá ser fuente de crecimiento y también de aprendizaje y descubrimiento
de dicha belleza. Esto ya encierra una perversión, pues alguien puede ver aquí
una exaltación de la homosexualidad. Yo no lo veo, y sí una evidente misoginia
o machismo. Pues en ningún momento se contempla a la mujer como objeto de este
deseo irrefrenable provocado por la belleza, probablemente porque no es
depositaria de ella, porque no se le presupone otro papel más que el de esposa
y madre. Tampoco es bisexualidad manifiesta, porque en sus razonamientos, una
virtud del amante es la discreción, por lo que esta relación aparentemente
homosexual debe ocultarse a los ojos de la sociedad, y mantenerse en los
íntimos círculos del elitismo cultural, evitando de este modo su rechazo. Más
que homosexualidad, pues, veo yo que lo que predomina es la desinhibición en el
comportamiento de los hombres de aquella época. No podemos olvidarnos de que
vivían en sociedades belicistas y que los hombres podían pasar periodos
extensos de tiempo sin la compañía de una mujer. Además, en uno de sus
comentarios, desprecia la afectación y afeminamiento en el vestir y en el
cuidado de los amados, reprobando a aquellos amantes que se inclinan por
sujetos mollares y engalanados en vez de varones vigorosos y fornidos aptos
para el combate. Esto me parece pertinente referirlo porque muchos han visto en
el libro de Mann, a ojos de la sociedad de inicios del siglo XX, una
degradación del protagonista por un impulso homosexual, y eso debilitaría el
trasunto más importante de lo que hablamos: la contemplación y la atracción de
la belleza.
¿Pero cómo puede ser congruente
una búsqueda de lo recto con un impulso ciego? Platón comienza a aclararlo
permitiéndose la licencia de abandonar cualquier razonamiento lógico para decir
que si Amor es un Dios, cómo va a querernos causar ningún mal. Y justifica ese
estado de abandono, desazón, locura y embriaguez del enamoramiento, que él
denomina manía o demencia, como un regalo extático de los dioses que se da
hasta en cuatro ocasiones: en el arte profético, inspirado por Apolo, en el
místico, por Dionisos, en el poético, avivado por las Musas, y en el amatorio,
nutrido por Afrodita y Eros. Esto dignifica el frenesí del amor, puesto que es
un regalo de los dioses, frente a la sensatez del no enamorado, la cual es un
asunto ya humano, y por tanto de inferior calidad.
Es por esto que el estado de ofuscación y desasosiego del amante no va a ser más pernicioso para el amado que la arrimadura lógica y sopesada del no amante, sino que es un estado natural y necesario para acceder a la contemplación de la belleza en el ser amado, pues éste es el fin del amor.
Para explicarlo, comienza
hablándonos de la naturaleza del alma, o, por mejor decir, de su apariencia,
pues saber cómo realmente es el alma, no nos es posible. Lo primero que nos
advierte – y ahora soy yo el que se permite la licencia de saltarse su
razonamiento, y dándolo por bueno como si fuera la lógica de los dioses- es que
el alma es inmortal. Y esta se compone, para que nos hagamos una idea de su
comportamiento, siguiendo un ejemplo ecuestre, de un auriga que domina dos
caballos. En los dioses, la biga estaría tirada por dos caballos blancos,
tendentes a la rectitud y a lo sublime, que impulsaría eternamente sus almas
más allá de la esfera de los cielos, donde habitan las esencias puras de las
cosas, esas ideas a las que Platón concede la calificación de lo cierto y lo
real, de cuyas sombras y vestigios se conforma nuestro mundo real. El alma de
los humanos, sin embargo, unce un caballo blanco como el de los dioses, pero el
otro es negro, y tiende a arrastrar al auriga hacia la concupiscencia y el
disfrute terrenal. Como nuestra alma es inmortal, en algún momento acompañó al séquito
de alguno de estos dioses en su paseo transcelestial, contemplando todo ese
universo cierto, gracias a las alas de que dispone y al empuje de la biga; pero,
en un momento dado, por empuje del caballo negro, nuestra alma pierde las alas
y se precipita en la concreción mundanal. Una vez instalada en nuestro mundo,
encarnada en nuestros cuerpos, esta alma debe luchar para conseguir nuevamente
sus alas, que nos liberen de la cárcel de nuestros cuerpos y nos eleven otra
vez junto a los dioses. Para ello, como nuestra alma guarda memoria de las
cosas veras que fueron contempladas, en este mundo nos debemos debatir para el
logro de su conocimiento a través de los vestigios de aquel supracelestial ser,
que alcanzamos a contemplar en este mundo, luchando contra el impulso del alazán
negro hacia el disfrute y goce terrenal. Como nuestro órgano sensorial más
perfecto es la vista, es a través de ella que podemos alcanzar la idea que más
fácilmente no es concedido rememorar: la belleza. La belleza es la idea más
accesible y soportable para la contemplación de nuestra vista, que es a su vez
el sentido más perfecto. Otras ideas, como la justicia, el honor, la honradez,
si fuéramos capaces de ver dentro de la mente y vislumbrarlas, nos cegarían
ofuscándonos, dada la terrible impresión que nos provocaría. La belleza se
encuentra en el límite de nuestro entendimiento al ver su reflejo en los
cuerpos bellos, de los que nos sentimos atraídos desde el primer momento, y esa
atracción hace que no deseemos más que estar cerca del ser amado poseedor de
ella, donde obtenemos gozo, y no alejarnos, lo que nos produciría un dolor
intenso, todo ello con un deseo irrefrenable que nos aturde y nos atolondra.
Ese es el amor, regalo de los dioses, por el que nuestra alma, si está
acostumbrada a “filosofar”, a buscar más allá de esa simple apariencia de
belleza, nos ayudará a rescatar esas alas con que remontar de nuevo el vuelo
hacia los dioses. Pero como el alazán oscuro a veces se encabrita , y nos
empuja hacia su propia satisfacción, no nos permite alzar el vuelo sin haber
gozado también terrenalmente de nuestro ser amado. Por eso, el amor platónico
no es sólo ideal, sino carnal también. Pero si dejamos que sea el caballo negro
quien nos domine, nos empujará a la fornicación y a la reproducción sin más
alta meta. Nuevamente se trasluce aquí el machismo de la época, pues parece que
el impulso hacia la mujer sólo puede ser carnal. Por otro lado, el amor nos
hará que reflejemos en nuestro amado todo aquello que concebimos en el más
allá, para que él también se impregne del interés por alcanzar más altas metas
de entendimiento. No se cansará del amante, pues en su amor verá reflejada su
propia belleza, que también le arrastrará hacia él con amor. Y así, como dos
posesos o maniacos, enamorados, iniciaran el camino hacia el despegue de sus
almas.
Todo este desarrollo y toda esta
emoción es la que transmite Mann en su novela, y Visconti en su película,
magistralmente fidedigna. Gustav Aschembach es ese personaje docto, ilustrado,
que ha luchado por alcanzar las mayores cotas de plenitud en su arte, pero que
se encuentra insatisfecho porque, como Fausto, no ha sido capaz de vislumbrar
ningún alto concepto o verdad que le trascienda más allá de su obra.
Insatisfecho, decide emprender un viaje que le libere del desasosiego, que
finalmente le lleva desde las costas adriáticas hasta Venecia, y allí, como
Lisias, como Fedro, o como Séneca, descubre ese ser deleitoso, querubín entre
Cupido y adolescente Febo, llamado Tadzio, encarnado en un adolescente de
apolínea figura, rubio resplandor en la testa e inocente candor en las
facciones. El docto contempla la belleza como nunca antes lo había logrado
hacer, y desde ese momento su comportamiento torpe, desmañado, absurdo lo
arrastra a buscar su presencia, sin atreverse a hablarle, tocarle o inhalarle.
Es una sensación que le llena de goce y delirio, y que lo pone en evidencia,
que le lleva a acciones ridículas como teñirse el pelo y empolvarse el rostro
como un pulicinella desvaído y extemporáneo. Su amor a su belleza, que le hace
notar que con él ha ascendido más cerca de la gloria que con tantos años de
dedicación desapasionada, le compromete, al querer salvaguardarlo de una mal encubierta
epidemia que parece estar asolando a Venecia con la llegada del siroco,
dirigiéndole a su familia la palabra de una manera exaltada y estentórea.
Finalmente, bien por una fragilidad cardiaca, que asemejaría el personaje a
Mahler, bien por ser él mismo víctima de la epidemia, o bien porque su biga
recuperó sus alas ante la contemplación de semejante belleza, su bayo empujó su
alma hacia el mundo de las ideas, abandonado su cuerpo mientras se deleitaba en
la contemplación de los contraluces dorados de su amado bañándose en el
Adriático al atardecer.
No sé si Mahler vislumbró la asociación que más tarde pergeñaría Visconti entre la obra de Mann y el diálogo de Platón, pero su formación intelectual, cursando en su juventud estudios de filosofía, historia y estética musical, al menos, sí nos puede despejar dudas acerca de que este Adagietto, inserto en esta compleja Sinfonía nº 5 en do sostenido menor, fuese un simple regalo romántico a su recién bien amada Alma. Es cierto que coinciden en el tiempo su romance y la composición de la sinfonía, pero esta comienza un poco antes de ser presentados.
Alma María Margaretha Schindler
no fue simplemente la esposa de Gustav Mahler, sino también una mujer de un
carácter marcado y de una personalidad que la hizo sobrevivir a su matrimonio
por encima de su simple consideración conyugal. Fue una mujer criada en el seno
de una familia artística, y fue precoz en sus devaneos románticos, siendo
Gustav Klimt el primer hombre al que besó cuando sólo contaba 16 años, y ya
sabemos de la gracia del pintor para interpretar pictóricamente dicho tema.
Estudió música, contando entre sus profesores con otro importante compositor,
Zemlisky, con el cual también tuvo un pequeño affaire antes de conocer a
Mahler. Cuando esto sucedió, ella contaba con apenas 18 años y él le sacaba el
doble de edad, con lo cual ya tenemos sustancia para el símil del monólogo de
Sócrates: un hombre maduro, cultivado, buscando la belleza, y encontrándola
esta vez en una jovencita bisoña y novicia, que le inunda de la demencia o
manía del enamoramiento, y es en ese estado de éxtasis que es capaz de
completar la sinfonía de la que tratamos. No fue, sin embargo, un espíritu
amante benefactor, pues el carácter agrio y autoritario que ya usaba en su
trabajo como director de orquesta, impuso en ella la renuncia a continuar su
carrera musical. Bien es cierto que le sirvió de ayudante, como copista y
correctora, y que sus dotes artísticas, si hubieran sido sobresalientes, la
hubieran permitido sobreponerse. Pero apenas quedan de ella como muestra un
escaso manojo de canciones. Sin embargo, se inundó de la belleza de la maestría
de su amante, e hizo que para el resto de su vida no se relacionase sino con
hombres sometidos a una análoga demencia, con una promiscuidad y liberalidad un
tanto impropias de la época, pues casi siempre mantuvo relaciones íntimas con
su nueva pareja cuando aún lo era de la anterior. De este modo, tuvo romances o
flirteos con personajes como el arquitecto fundador de movimiento Bauhaus, Walter Gropius, el novelista
Franz Werfel, el pintor Oskar Kokoschka, con el biólogo y músico vienés Paul
Kammerer, e incluso con un sacerdote profesor de teología que se postulaba como
próximo arzobispo de Viena en su tiempo. Pero está claro que la relación que más
le marcó fue la de Mahler, conservando para la posteridad tanto su apellido como su legado.
Que la sinfonía no fuera un
simple regalo de enamorado lo denota su comienzo. Tiene 5 movimientos, aunque
se pueden distinguir en ella 3 episodios, el primero del cual lo conforman los
dos primeros movimientos, de los cuales, el de apertura, es una marcha fúnebre.
Contextualmente lo justifica el hecho de que al inicio de su composición, en
1901, Mahler había padecido un problema de salud muy serio que casi lo lleva a
la tumba. De ahí ese inusual comienzo para una sinfonía. Y como mi juego es
hacer paralelismos, éste es el que yo encuentro. Según la teoría platónica, la
vida mortal no es más que el aprisionamiento del alma dentro del cuerpo humano,
lo que podría traducirse como una verdadera muerte del alma, acostumbrada desde
su primera eternidad a su conjunción con los dioses. Es un movimiento de acento
áspero y retorcido, al que se sobrepone ocasionalmente un bramido que asemeja
un infierno que se abre y flamea. Prosigue el segundo movimiento la marcha
fúnebre como si fuera el mismo Dante atravesando las distintas capas del
averno, perdiendo el equilibrio y hundiéndose en las simas de la desesperación,
descarnándose, de este modo, las yemas de los dedos, y partiendo las uñas para
tratar de huir de él. Finalmente, como si rompiera una acerada cáscara de dolor,
brota de la muerte a la vida como un manantial sonoro en un penúltimo estallido
orquestal, mientras un eco tenebroso recuerda al alma su trozo de Eurídice que
mantiene como rehén.
La parte central la constituye el
tercer movimiento, un scherzo, o sea, una broma musical, subtitulado como
“poderoso, no demasiado rápido”. Es un movimiento que ya rezuma vida, y una
cierta alegría, al constituir su base un landler, canción popular austriaca,
que a veces se ennoblece a través de una sutil transformación en vals, pero no abandonando
una cierta disonancia. Es una iniciática experiencia vital, desordenada, sin un
rumbo claro, plena de experimentación y duda.
De pronto se hace el silencio y
llega nuestro ansiado Adagietto. Debería
ahorrarme las palabras e invitarte simplemente a su escucha. Pero como he de
establecer un puente con el final, recuperado del primer erizamiento de la
piel, diré que es como un retozar obnubilado en un tibio plasma de éter, enredado junto
a tu ser amado, o una danza de entreveradas anatomías cuales marionetas ingrávidas
y suspensas de tiernos cordajes sedeños en una cálida postrimería crepusculina.
Sumido en este éxtasi idílico, un pequeño crescendo te recupera la compostura,
y para cuando crees sobrevivir al lirismo y embelesamiento, aparece nuevamente
el arpa para cimbrear las más recónditas y lúbricas sensaciones extasiantes.
Vuelve el vello erizado y te dejas llevar a un apocalipsis sonoro que luego va
muriendo en la eviterna cuerda acariciante.
Tu alma ya ha sido transportada y
da casi igual que la música continúe. Pero como no has abandonado este mundo,
lo que cambia es su percepción, que pasa de trágica y pesimista a alegre y
esperanzante. Ahora viene la labor del alma para aprovechar las alas que han
germinado en nuestro espíritu para alzar el vuelo tras la contemplación de la
belleza. Así, el último movimiento va surgiendo como flores que se abren a la
aurora, como rocío que acaricia pétalos, como color que surge en las siluetas.
Los vientos, como céfiros, van abriendo nuestro corazón a la naturaleza como
una enorme ventana desplegada, recuperando ahora la música la armonía y
abandonando la estridencia. Ahora es ella la que decide dejarse llevar por el
anacarado alazán o por el potro azabachado, hacia la gloria o la lascivia. Pero
la música recupera en un tono grácil y liviano la melodía del Adagietto y nos recuerda nuestra misión
de traspasar las estrellas. El movimiento continúa rememorando los temas ya
expuestos en toda la obra, pero con un carácter amable y optimista,
dirigiéndonos hacia esa otra nueva muerte, ahora dulce y empírea, que nos
conecte con la inmensa y verdadera belleza.
Para terminar, sólo me resta
manifestarte mi discrepancia con un aspecto de la teoría de la belleza de
Platón: él creía que la belleza sólo se alcanzaba por el más perfecto de
nuestros sentidos, el de la vista. Pero es que él no conocía la perfección
laberíntica de nuestro oído interno, y cómo unos simples yunque, estribo y
martillo son capaces de transmitir la vibración de un tímpano, que como pellejo
de timbal, mediante unas simples percusiones sonoras, son capaces de elevarnos
sobre un prodigioso cantil que nos permita alcanzar esa morada olímpica más
allá de los límites del firmamento, para reposar en una grama áurea, mientras
Ganímedes nos escancia en canoros cálices el ámbar de los dioses y acaricia
nuestros labios con la ambrosía filarmónica.
Para mí ya es imposible sustraerme a la relación entre las dos obras, y así es ver los fotogramas de la llegada de Aschenbach a Venecia y erizárseme el vello en todo el perímetro de mi alma; y escuchar la sintonía de esta obra y soñar con los canales de la capital del Venetto. Supongo que sería lo mismo que sintió Alfonso Guerra allá en los años 80, gracias a cuya progresia intelectual (y no lo digo peyorativamente) influyó decisivamente en la popularización de Mahler en nuestro país.
Como te he hablado de la sinfonía entera, justo será que también te la ponga. Aunque como todo en música, o te haces con unos buenos auriculares, o si no, reprodúcela en un equipo de alta fidelidad, para apreciar todos los matices. Este Adagietto, incluso a sabiendas que abandona toda la suntuosidad orquestal de Mahler, y se concentra solamente en la sección de cuerdas, está llena de matices, sobre todo el que le impregna el arpa.
Qué sentimiento asgo más malhadado
que entre seno y coseno ve su musa
como espigada y opuesta hipotenusa
de cuán doblado cateto al cuadrado.
Qué pérfido y felón le he dibujado
como bisectriz una línea intrusa
trazada perfecta en mi alma e inconclusa:
cual círculo vicioso se ha obstinado.
Qué lujuria encerrada en cruel poliedro,
mutada en pecadora geometría,
que abjuran Tales y cuales pitágoras.
¿Qué le hago? Ansío la verdad que Fedro
oyó a Sócrates, y hurgo noche y día
el amor y la belleza a deshoras.
Vasili Kandinsky - Arco y punta |
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