Magnificat protestante

 

Bartolome Esteban Murillo - Inmaculada Concepción de El Escorial
Museo del Prado

Si hubiera que dar un premio Magnificat Barroco al autor más prolífico en este motete, o, al menos, del que más número de obras de este tipo nos ha llegado, ese premio se lo llevaría sin duda Johann Pachebel (1653-1706). Nos ha legado nada más y nada menos que 26, en una variopinta presentación de duraciones y orquestaciones, de humor y de coruscante armonía.

Aunque como es el caso en casi todos los autores, nada sería fruto del mérito propio o de la devoción ajena. Pues Pachebel iba camino de convertirse en una nueva reseña en los libros de historia, a no ser por la casualidad de la fama conseguida por una obra menor suya, aunque pegadiza y melancólicamente melodiosa.

Se trata del famoso canon, que lo compuso allá por 1680. Este canon, emparentado con la chacona y el pasacalle, melodías todas ellas danzábiles, viviría inmerso en la vorágine de creaciones de este estilo. Pasó el siglo XIX en blanco, hasta que en un momento se transcribió para nuevamente palidecer en el albo lienzo del olvido, hasta que en 1940, un director, Arthur Fiedler, sin criterios historicistas en la interpretación (que tampoco existían entonces) la ofreció en concierto, pero a una velocidad endiablada, que era la que al parecer le correspondía. Hubo que esperar a que Jean François Paillard la interpretase en un disco de la casa Erato, con unos incipientes rasgos de historicismo aún en chanclas, y comenzara a difundirse, sobre todo gracias a películas, anuncios y bodas. Trastocó su ritmo en uno más meloso y pausado, adecuado a una melancolía medrosa y una vejentud romática, algo de lo que se percató José Luis Garci, haciendo uso de él hasta la extenuación en la banda sonora de su premiada “Volver a empezar”, lo que le permitió una gran difusión en los gustos de nuestro país. Pero ahí podría haberse apagado la luz de Pachebel si el pábilo que la mantenía no se hubiera transmutado al LED de los tiempos modernos, añorantes de las épocas e interpretaciones pasadas.

A más de la suerte que disfrutamos hoy en día con la eclosión discográfica y la aparición y laboriosidad de innúmeros ensembles orquestales dispuestos a rescatar del verdín de los anaqueles y de la humedad de los trasteros toda esa riqueza escondida en ordenada quietud bibliotecaria, a veces también hemos de congratulamos con que hayan tenido los pentagramas un devenir dichoso que los haya podido librar de la destrucción marciana y del aniquilamiento civil, el expolio ignorante, la condena en la hoguera o cualquier otro destino macabro, que hubiera cercenado nuestra conexión con el legado musical pasado.

Pachebel nació en Núremberg, en el Electorado de Baviera, en 1653. Forma parte, pues, de una generación previa a la de los encumbrados Bach, Haendel, Vivaldi, Rameau y Telemann, y, como tal, se desempeñó sobre todo en el manejo del órgano, pues era el puesto primordial desde el que se accedía a maestro de capilla, o cantor, y a monopolizar la tarea de composición para nutrir de obras musicales los actos señoriales y los servicios religiosos, además de servir también como instrumentista solista en ceremonias solemnes o acompañando y dirigiendo al resto de músicos en las interpretaciones. Formó parte, pues, de la pléyade de excelsos organistas que surgieron en esa época en Alemania, con los que mantuvo contacto, incluido el padre de Bach, del que se hizo buen amigo, lo que se deduce también por la presencia de obras de Pachebel en los cuadernos de aprendizaje musical de Bach y sus hermanos.

A su muerte, parte de sus obras constituyeron un legajo heredado por su hijo Carl Theodorus, también músico, pero tal vez no tan afortunado en su contacto con las musas, de modo que vio más futuro en salir de Europa rumbo a hacer las américas. Para ello, hizo escala en Inglaterra, y, para obtener liquidez económica, vendió parte o toda su herencia, junto a una obra propia, y ahí pasó a dormir en los anaqueles del St. Michael’s College en Tembury, donde mejoró sus expectativas de supervivencia, ahorrándose los riesgos de la dispersora humedad de una travesía transoceánica y los avatares de una economía inicial en América previsiblemente vapuleada, que le hubiera obligado a venderla en otro mercado no tan afecto a su contenido, y a cambio disfrutó de la sensibilidad filarmónica británica y se alejó de las cloacas de destrucción bélica en que siempre estaba transmutada Europa, sobre todo en ese último capítulo que padeció que se llamó Segunda Guerra Mundial, cuando tantos vestigios culturales se destruyeron o se perdieron en la alocada carrera holocáustica de los bombardeos..

En las estanterías de dicho colegio se hallaron 26 composiciones de Pachebel, colección importante porque incluye 4 manuscritos, pero también porque posee la única copia existente en el mundo de muchas de esas obras. El corpus total de la obra de Pachebel se complementa con la presente en la Biblioteca estatal de Berlín. Gracias al mundo discográfico, ahora también en decadencia, y al impulso pionero de unos bisoños en los 70 Harnoncout y Leonhardt, hoy en día disfrutamos de una suerte de fiebre redescubridora y revitalizadora que está sacando a la luz todas estas magníficas obras que dormían el sueño de los sordos.

Difícil decidirse por cuál traerte a tus oídos. Pero teniendo en cuenta que es el que con mayor abundancia nos ha llegado, voy a agasajarte con dos de humor muy dispar y orquestaciones diferentes.

En primer lugar el pomposo Magnificat en Do mayor PWV 1502, con un papel protagónico de las trompetas en los momentos deslumbrantes acaparados por el coro, dejando al consort de violas el acompañamiento de los solistas en sus números respectivos. Es este Magnificat de un carácter claramente festivo y optimista.


En contraposición, te pongo este otro Magnificat en Fa mayor PWV 1511, mucho más recogido y menos exultante, en el que el protagonismo se lo lleva un instrumento ya arcaico, usado por los ministriles renacentistas, para contribuir al armazón armónico del canto llano apoyando el bajo. Se trata del dulcian, antecesor del fagot, y que aquí Pachebel lo usa como miembro del bajo continuo en los movimientos corales, pasando a un novedoso y original papel primordial acompañando, conversando y contrapunteando al solista.


En cualquier caso, ambas son lecciones de cantabilidad, contrapunto y fugado, propios de un maestro del órgano. Ambos están cantados en latín, pues aunque Nùremberg era una ciudad protestante, sobre todo a raíz de la Tregua de Nùremberg en 1531 entre el bando católico de emperador Carlos V y la Liga de Smalkalda de príncipes luteranos, que permitía la libre confesión en los territorios del imperio, con el objetivo de unir fuerzas contra los otomanos, y a la espera de una confirmación dogmática en un concilio futuro, lo cierto es que a veces se producían vaivenes en los imposiciones al culto, máxime en una ciudad perteneciente a franconia, pero que pasó a integrarse en un reino eminentemente católico como era el bávaro. Por otro lado, la moda de la cantata en alemán estaba todavía en proceso de gestación y no se había impuesto aún la preponderancia o la exclusividad del alemán en los ritos luteranos, por lo que podían convivir celebraciones en ambas lenguas.

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