Adagio y Lamentación

Jean-Honoré Fragonard - Las felices oportunidades del columpio


Joseph Haydn (1732-1809) es un músico plenamente asentado en la actualidad en nuestro acervo cultural, por lo que podríamos pensar que su fama y notoriedad no mermó desde su muerte hasta nuestros días. Pero lo cierto es que vivió el homenaje de los libros y la historiografía, que es como un entierro en vida de su gloria, pues adquiere el mismo valor de consenso que mantenemos con que Cervantes es nuestro más insigne prosista, cuando pocos somos los que hemos leído de pe a pa sus dos quijotes. Así pues, siempre ha permanecido en la historia de la música, pero como una referencia esencial mas soslayada interpretativamente, hasta 150 años después de su muerte, en que comenzó su rescate en las salas de conciertos, que es donde debe pervivir la memoria de los compositores.

Pudo haberle jugado una mala pasada la notoriedad de sus conocidos o amigos Mozart y Beethoven, pero tal vez influyó también su distinta vida y personalidad. Nació en la población austriaca de Rohrau en 1732, hijo de carpintero, de extracción humilde, compartiendo vituallas con once hermanos más. Los padres, que gustaban de la música folclórica, notaron pronto las habilidades del pequeño Joseph, por lo que consideraron pertinente trasladarlo a una vecina localidad, Hainburg, con su pariente Johann Matthias Frankh, director de la escuela y maestro del coro del municipio, para comenzar su formación musical. En aquellos días pasó hambre, y también humillación, por la impedimenta pordiosera que lucía y por llevarse más tundas que comida a la boca, como refirió más tarde el mismo compositor a su amigo Griesinger, a la postre autor de una biografía de Haydn. Aun así, aprendió fundamentos de clave y violín, y también de canto, y rápidamente llamó la atención de Georg von Reutter, el maestro de capilla de la Catedral de San Esteban de Viena, quien se lo llevó consigo para que cantara en el coro. Una existencia que podría haber sido provechosa, pero aparte del canto, poca instrucción recibió de su profesor en cuanto se refiere a composición o teoría musical, por lo que tuvo que afanarse  una formación autodidacta arrimándose a los músicos profesionales, y pasando esporádicamente hambre también, por lo que era un estímulo para él las actuaciones que acometía la capilla en las casas de los nobles, que le permitían nutrirse del refrigerio que espléndidamente ofrecían en sus estancias.

Si su existencia no fue envidiable hasta ahora, menos lo fue aún cuando le cambió la voz, motivo por el que fue expulsado de la capilla, sin la más mínima compensación o estipendio, por lo que tuvo que buscarse la vida. Encontró acogida en casa de un amigo y se ganaba el pan dando clases musicales e interpretando música esporádicamente en agrupaciones orquestales, según surgían en ellas las vacantes precisas. Se formó estudiando compendios teóricos de Fux y de CPE Bach de manera autodidacta, y comenzó a publicar alguna obra, de lo que no recibió beneficio a pesar de alcanzar una modesta difusión. Todo esto, que hubiera sido bastante para agriar cualquier carácter, no cambió un ápice su manera de ser. Era un tipo afable, educado, de buen trato, de conversación agradable y simpática. Y quizá esto fue lo que le salvó, comenzando a llamar la atención de la alta nobleza, hasta conseguir su primer mecenazgo con el conde Morzin en 1757.

De este modo, vemos que ya en sus inicios se diferenció de los dos músicos que lo han ensombrecido. Tanto Mozart como Beethoven sufrieron el yugo de sus padres, que los exhibían como monos de feria por sus habilidades musicales, el de Beethoven por influencia de lo que vio en el de Mozart. Esto les imprimió una huella indeleble en el carácter a ambos. En Mozart se manifestó como un trauma siempre insatisfecho, necesitado de constantemente agradar a los demás, sobre todo a su padre, y que le llenaba  de un sentimiento de culpabilidad, del cual quiso huir, al igual que del yugo de su señor natural en Salzburgo, el príncipe-arzobispo Colloredo. En Beethoven produjo una reacción de autoafirmación de su persona, que lo hizo ambicioso, independiente y orgulloso, con un carácter difícil que se agravó por su incipiente sordera. Esto hizo que ambos músicos sufrieran una angustia vital que la reflejaron en sus cartas y en su obra, dotando a ambos personajes de una aureola de dramatismo de la que careció Haydn. Mientras sus dos colegas lucharon por su independencia, en Mozart por alcanzar su libertad y en Beethoven por alcanzar el reconocimiento y la gloria, Haydn, desde el primer momento, se manifestó satisfecho con su condición de funcionario cortesano, que le permitía disfrutar de una existencia apacible y segura, sobre todo a partir de su segundo y prolongado empleo en la poderosa y envidiada corte de los condes de Esterházy, lo que no pudo reprimir el sentimiento gozoso de su padre al verlo, en una visita a la corte, elegantemente ataviado con su librea de sirviente aventajado, pues tuvo la enorme suerte de servir a unos señores que amaban la música y que disponían de una excelente orquesta para dar cobertura musical a todos sus festejos y conmemoraciones.

Aunque no era una persona agraciada físicamente, pues era bajito y paticorto, con una tez cetrina en la que destacaba una enorme nariz aguileña, su forma de ser le abrió toda clase de puertas, incluso las del corazón de alguna dama. Pero tuvo la mala suerte de elegir como esposa a una mujer veleidosa y gastosa, que además no le permitió disfrutar del don de la paternidad. Sobrellevó con dignidad este matrimonio infeliz y nada impidió que se dedicase a lo que más le gustaba, a la creación musical. No fue un músico pacato a pesar de su aislamiento, y hoy día se le reconoce como el padre de la sinfonía clásica - y, por ende, actual- y el cuarteto de cuerdas, y su bondad y simpatía le granjeó la gloria en todos los círculos a los que accedía. Todo ello, que fue una gran ventaja mientras vivió, se apagó en cuanto que desapareció, porque no trascendió a su muerte ningún matiz conflictivo, dramático o peculiar de su vida, que permitiera el curioseo e indagación de los escritores o biógrafos. Su gloria, pues, duró lo que su vida.

A pesar de este relativo aislamiento en que vivió durante su madurez compositiva, no debemos pensar que era un personaje abstraído de los conocimientos y las ideas del momento. Tan solo que mientras Mozart y Beethoven se veían transidos en su creación por una trascendencia dramática, Haydn se vio impelido por curiosas o amenas anécdotas para desarrollar en ella rasgos de singularidad. Como dijo a su amigo y primer biógrafo, Griesinger, con la tranquilidad de una vida satisfecha “no le quedó más remedio que ser original”.

Prueba de estar en el mundo fue la adscripción de sus sinfonías intermedias al movimiento “Sturm und Drang” (Tempestad y empuje), movimiento literario fundamentalmente, surgido en Alemania en esa época, caracterizado por un desenfrenado apasionamiento y una extremada subjetividad, cuyo origen radica en la obra homónima de Friedrich Maximilian Klinger, escrita en 1776, que influiría notablemente en escritores como Goethe (Desventuras del joven Werther) y que, obviamente, se considera arranque del romanticismo.

Pero esta es una asociación realizada por los historiadores a posteriori, sin que Haydn fuera consciente de estar participando en esa epopeya cultural. Más bien podríamos decir que, de una manera casual, ayudó a instigarlo, pues la sinfonía de la que te hablaré hoy, incluida en esta categoría, se cree que fue compuesta alrededor de 1768, o sea, una década anterior al libro motivo del nacimiento del movimiento. Las sinfonías de este periodo participaban de algunas cualidades del movimiento literario, como la subjetividad y el apasionamiento ya referidos. Y otras específicas a su naturaleza musical, y que ayudaban al tinte dramático y arrebatado que querían expresar. La fundamental, la utilización del modo menor, muy raro entonces, pues siempre era preferible en estas manifestaciones canoras el más festivo y optimista modo mayor, que era el habitual. Otros artificios `consistían en crear una gran tensión dramática mediante contrastes dinámicos extremos, y también el extravagante uso de temas folclóricos. Pero hay algo que hace especialmente peculiar a esta Sinfonía nº 26 Re menor, y era el uso de temas litúrgicos en su construcción. De ahí su sobrenombre de Lamentacione, que no es debido al propio Haydn.

Por mucho que indago en las fuentes, no soy capaz a encontrar cuáles eran dichos temas ni cuál fue la ocasión para la que fue escrita, o cuál fue su uso cortesano. En cuanto a los temas, siempre se hace referencia a que eran fragmentos de corales de la Pasión o cantos llanos de lamentaciones. Pero siendo muy probable que se tratara de música religiosa habitual en la corte imperial o en la capilla de los Esterhazy, es poco probable que fuese ni lo uno ni lo otro. Lo primero, porque la religión oficial en Austria era la católica, y las corales son de origen luterano. Lo segundo, porque las lamentaciones, referidas así de manera vulgar, son un invento posterior al canto llano.

Y, ciertamente, lamentaciones no es sino una sinécdoque para designar un tipo de composiciones, específicas de la Semana Santa, en las que se musican fragmentos de las lamentaciones bíblicas de Jeremías. Su origen se encuentra en un compositor flamenco del Renacimiento, Guillaume Dufay, quien en 1453 puso música a fragmentos de las lamentaciones con un motivo en principio profano: llorar la toma de Constantinopla por parte de los turcos, como una especie de metáfora de la pérdida y destrucción de Jerusalén por parte de Nabuconodosor, que es a su vez el motivo de las lamentaciones de Jeremías, donde también exorciza al pueblo judío a rectificar y tomar la senda justa para congraciarse con Dios y recuperarla.

Su éxito fue inmediato, y, poco a poco, y aprovechando su temática religiosa incrustada en el Antiguo Testamento, fueron incorporándose a los cantos litúrgicos, encontrando su mejor acomodo en las celebraciones religiosas de Semana Santa. De este modo, inicialmente, ocuparon un lugar preeminente en los servicios de Maitines del Jueves, Viernes y Sábado Santos, celebrados en la madrugada de dichos días, a partir de medianoche. Pero para no interferir con los rezos habituales de la liturgia de las horas en celebraciones de fechas tan dramáticamente señaladas, se fueron adelantando al crepúsculo de los días previos, de ahí que tomaran estos servicios el otro nombre por el que son conocidas: oficios de Tinieblas. La justificación es nuevamente metafórica, pues la pérdida y destrucción de Jerusalén representan ahora la pasión y muerte de Cristo. Evidentemente, esto ayuda a suponer que el destino de la sinfonía fuese su interpretación durante la Semana Santa, pero la austeridad y rigidez católica hacen impensable que dicha interpretación se realizara durante un servicio religioso. Probablemente se creó para solaz cortesano sin ofender la estricta moral observada durante la Semana Santa.

Al parecer, son los dos primeros movimientos de la sinfonía los que participan de temas religiosos en su estructura, y su origen, muy probablemente, podría estar en algún canto de lamentaciones llevado a cabo en alguna iglesia austriaca, pues han sido numerosos los músicos renacentistas y barrocos que realizaron este tipo de composiciones. Pero si ya fue original en la época crear una obra profana a partir de música sacra para ser interpretada, con el mayor respeto, en fechas tan solemnes, más original es la estructura arcaizante que usa en su Adagio para investirlo de un atractivo aire ceremonioso. Pero esto último no lo he leído en ningún sitio. Es una atrevida teoría mía. Se trata de la imitación de la armazón armónica de un motete, que era el género musical utilizado para la composición de las lamentaciones..

Para ver cómo justifico mi teoría, habría que hacer un poco de historia musical, eso sí, de manera somera, para que me entiendas y para que yo no me exceda en mi propio y modesto conocimiento. Para comprender en qué consiste un motete, tenemos que retrotraernos al inicio de la música occidental. Esta estaba muy asociada al culto religioso, y como imperaba en la Edad Media el culto católico, éste era muy respetuoso y no se concedían licencias en la interpretación musical dentro de los espacios sagrados. Así que se desarrolló una melodía simple, cantada al unísono por todo el coro, con escasas alteraciones del tempo, y que dio en llamarse canto llano, cuya manifestación más famosa hoy día es el canto gregoriano.


Conforme se iban relajando las normas, o aprovechando algunas celebraciones más laxas, y los compositores ambicionaban demostrar su ingenio compositivo, empezaron a añadir efectos más laboriosos y complejos. El primero fue el de complementar una voz distinta a la principal, pero siguiendo el canto al unísono. Armónicamente, esta voz, en cada nota cantada, se separaba de la principal en un intervalo que resultara armonioso o consonante, que en aquella época era una cuarta, una quinta o una octava por encima, es decir, más aguda. La más equilibrada fue una quinta justa, que es la distancia que suele haber entre la nota que da la tonalidad en una escala mayor, y su quinta nota en la escala, llamada dominante, que está a una distancia de tres tonos y medio. Por ejemplo, si partimos de Do, la voz aguda debería entonar un Sol. Y cuando la melodía iba ascendiendo o descendiendo en el pentagrama según se iba cantando, la voz acompañante ascendía o descendía al unísono respetando la distancia. A este tipo de canto se le llamó organum, por tener este nombre su raíz en una forma muy usual de realizarlo, que era el acompañamiento de una voz adulta con otra infantil, a lo cual se denominaba organitatio. A la voz principal, como era la que sostenía la melodía, se la llamó tenor (concepto distinto al que tenemos actualmente por tenor), y a la acompañante, orgánica.



La siguiente innovación fue arriesgarse a romper la armonía, y la voz orgánica comenzó a ascender o descender de diferente manera a como lo hacía el tenor, guardando intervalos diferentes, a veces cruzándose en el pentagrama, pero manteniéndose el canto al unísono. Esta disarmonía se la denominó discanto.

Las modificaciones que te voy refiriendo, evidentemente, no se produjeron de una manera radical, sino que se iban implementando poco a poco y mezclándose unas con otras. La siguiente modificación consistió en romper el canto al unísono, y, normalmente, la voz orgánica acometía ciertos floreos, interpretando varias notas en el intervalo en que el tenor sólo emitía una. A esto se denominó organum florido.


Este floreo, al principio, era muy estricto, con notas silábicas concretas en el intervalo en que el tenor entonaba sólo una. Pero más tarde, este acompañamiento rítmico se hizo más complejo y las notas orgánicas tomaban la libertad en su duración, lo cual obligó a la notación musical crear nuevos signos que determinaran la longitud de cada nota.
Pero la estructura armónica también progresó en su enrevesamiento. Las voces que antes cantaban el mismo tema, ahora usan distintas melodías, generalmente reservando el canto llano para la voz principal y concediéndole a la orgánica un texto nuevo, en latín también, pero que podía ser explicativo del presente en la principal. Al tiempo, se añadieron nuevas voces, que a su vez abordaman su propia melodía. Así, pasó a llamarse duplum a la segunda voz, triplum a la tercera, quadruplum a la cuarta, y así sucesivamente. En este momento, comenzaron a añadirse canciones profanas en alguna voz, por lo que este tipo de composición abandonó su uso eminentemente sacro. Esta costumbre se inció en Francia, y como en francés palabra, o mensaje, se traduce como mot, estas composiciones empezaron a denominarse tal como las conocemos hoy día, motetes. Posteriormente, y aun usando lenguas vernáculas en alguna voz, o en todas, o regresando al latín, basándose en composiciones o cantos antiguos o modernos, dando libertad en la métrica incluso a la voz principal, el motete volvió a recuperar su carácter religioso, y es como se interpreta a partir del siglo XVII.

Volviendo a nuestra obra, presta atención, y escucha cómo hay tres líneas melódicas que se superponen prácticamente durante todo el movimiento. La más básica es el bajo continuo, que es una especie de marcha lenta y solemne interpretada por los instrumentos más graves, y que dan el soporte a toda la obra, al estilo que imperaba en el barroco. Sobre ella se destacan dos melodías. Una más patética y contenida llevada a cabo por el oboe y los segundos violines, y otra más etérea y sutil, a la vez que más repetitiva, llevada a cabo por los primeros violines y violas. Logra así Haydn, usando estas melodías de ámbito litúrgico, imprimir un carácter conmovido y de recogimiento en este hermoso y pulcro movimiento.

Pero esta obra acomete aún otros atrevimientos, como es el pasar de una tonalidad menor en el primer movimiento, más áspero y dramático, a la tonalidad relativa mayor en el Adagio, para ensimismarnos en el movimiento más elegíaco de la obra, lo cual sería un contrasentido en cuanto a la concepción de los humores de las tonalidades. Además, la sinfonía consta sólo de tres movimientos, un anacronismo para la estructura asentada en la época, de la cual Haydn fue además un precursor. Y encima ese último movimiento es un minué, un tipo de música relacionada con los salones galantes. Pero es capaz de insuflarle tal seriedad y dramatismo, que no desmerece la solemnidad de las fechas en que se interpretó. La razón de que fueran sólo tres movimientos hay que buscarla en el dolor de los tres días sombríos de la pasión, durante los cuales se interpretaban las lamentaciones, con la ausencia del canto gozoso final de la Resurrección, que solamente podría haberse interpretado mediante un movimiento allegro o vivace desgajado de la obra principal, en un día posterior. De ahí su impertinencia para el objetivo de Haydn.

Disfruta, pues, de esta deleitosa melodía, ideada para su degustación profana en los momentos de mayor templanza.







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