LOS OJOS DE MISS ECKLEBURG
A veces notas el tamborileo en la armazón de tu cráneo provocado por el golpeteo de tus pensamientos en su incesante errancia, que como perseidas enloquecidas llenan tus raciocinios de fulgurantes evidencias, cuyas raíces se pierden en la inconsistencia onírica del entendimiento. La claridad se difumina por el olvido de las premisas, y en esta esquizofrenia sináptica del cerebro, de pronto, un destello lo condensa todo en un axioma contundente, al que es imposible ponerle palabras a no ser que todos consideren cierta tu locura.
Tal era el estado de mis meditaciones, cuando bicicleaba por las perdidas trochas de Chimeneas, en el momento en que un leve estímulo en el paisaje desató su condensación en mi alambique craneal.
En este caso fue toparme con la estampa de la que guinda este escrito. Un paisaje calcinado, en el que, sobre el plantío afogarado, de un tostado dorado, emerge la cochambre de unas ruinas macilentas recortadas en un azul denso y deslumbrante. Como el azul que se destaca en uno de sus impertérritos muros, que parece observar con asombro toda la naturaleza desolada del campo tras la siega y el secano. Y es cuando mi pensamiento me arrastra y sugiere: los ojos de Miss Eckleburg.
No es Miss Eckleburg señorita que yo conozca. Ni siquiera es señorita que exista. Es par de otro personaje que tampoco llega a la altura de personaje, ficticio o real, pues se trata de una alegoría estampada en un cartel urbano, a través de unos ojos aislados tras unas pintadas gafas, y que representan el abandono y la desesperanza del Nueva York proletario de inicios del siglo XX, en contraste con el pomposo Long Island, plasmado tan triste y monocrómicamente en el fabuloso "El gran Gatsby":
Tal era el estado de mis meditaciones, cuando bicicleaba por las perdidas trochas de Chimeneas, en el momento en que un leve estímulo en el paisaje desató su condensación en mi alambique craneal.
En este caso fue toparme con la estampa de la que guinda este escrito. Un paisaje calcinado, en el que, sobre el plantío afogarado, de un tostado dorado, emerge la cochambre de unas ruinas macilentas recortadas en un azul denso y deslumbrante. Como el azul que se destaca en uno de sus impertérritos muros, que parece observar con asombro toda la naturaleza desolada del campo tras la siega y el secano. Y es cuando mi pensamiento me arrastra y sugiere: los ojos de Miss Eckleburg.
No es Miss Eckleburg señorita que yo conozca. Ni siquiera es señorita que exista. Es par de otro personaje que tampoco llega a la altura de personaje, ficticio o real, pues se trata de una alegoría estampada en un cartel urbano, a través de unos ojos aislados tras unas pintadas gafas, y que representan el abandono y la desesperanza del Nueva York proletario de inicios del siglo XX, en contraste con el pomposo Long Island, plasmado tan triste y monocrómicamente en el fabuloso "El gran Gatsby":
Es un
valle de cenizas: una granja fantástica donde las cenizas crecen como el trigo
hasta convertirse en cordilleras, colinas y jardines grotescos; donde las
cenizas toman la forma de casas y chimeneas y humo y, por fin, en un esfuerzo
trascendental, de hombres grisáceos que se agitan como sombras y se desvanecen en
el aire polvoriento. De vez en cuando una fila de vagones grises se arrastra
por una vía invisible, se estremece en un crujido espectral y se detiene, e
inmediatamente los hombres cenicientos acuden como un enjambre con palas plúmbeas y levantan una nube impenetrable que oculta sus oscuros menesteres de nuestra mirada.
Pero
sobre la tierra gris y las ráfagas de lúgubre polvo que se apilan incesantemente
sobre ella, percibes, al cabo de un momento, los ojos del doctor T. J.
Eckleburg. Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y gigantes: sus iris casi alcanzan un metro de altura. No miran desde una cara, sino desde
unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz inexistente. Algún
oculista insensato y bromista los debió de poner ahí para engrosar su clientela
en la zona de Queens, y luego se hundió él mismo en la ceguera eterna, o los olvidó y se
fue a otra parte. Pero sus ojos, algo deslucidos por los muchos días expuestos
a la lluvia y al sol sin recibir jamás una mano de pintura, siguen ahí, absortos sobre el solemne vertedero.
This is a
valley of ashes — a fantastic farm where ashes grow like wheat into ridges and
hills and grotesque gardens; where ashes take the forms of houses and chimneys
and rising smoke and, finally, with a transcendent effort, of men who move
dimly and already crumbling through the powdery air. Occasionally a line of
gray cars crawls along an invisible track, gives out a ghastly creak, and comes
to rest, and immediately the ash-gray men swarm up with leaden spades and stir
up an impenetrable cloud, which screens their obscure operations from your
sight. But above the gray land and the spasms of bleak dust which drift
endlessly over it, you perceive, after a moment, the eyes of Doctor T. J.
Eckleburg. The eyes of Doctor T. J. Eckleburg are blue and gigantic — their
irises are one yard high. They look out of no face, but, instead, from a pair
of enormous yellow spectacles which pass over a nonexistent nose. Evidently
some wild wag of an oculist set them there to fatten his practice in the
borough of Queens, and then sank down himself into eternal blindness, or forgot
them and moved away. But his eyes, dimmed a little by many paintless days,
under sun and rain, brood on over the solemn dumping ground.
Alguien podría objetar que qué parecido hay entre un paisaje espectral e industrial y otro soleado y luminoso. Pero no es sino la representación de la tristeza en ambos casos, que en Andalucía toma esta estampa de engañosa alegría, pues es una tierra donde las lágrimas se transmutan en impensadas perlas o en lúcidos diamantes, y sus regueros en argénteas cadenas. Y el llanto en canto. Y la desesperación en danza. Y así, el lúgubre abandono en celeste algarabía.
Es de este modo como tracé la relación, y cómo esa foto me permite recordar y hablar de "El gran Gatsby". Es un libro al que yo he accedido tardíamente, quizá influido por el triste y aburrido recuerdo que me dejaron los lejanos y ociosos visionados de la ya antigua película de 1974. protagonizada por Robert Redford, de tal modo que, yo, hasta la recordaba en blanco y negro, y que todo ello, desde luego, no quiso ser el mejor estímulo para inclinarme a la lectura del libro.
Pero ya recientemente, aunque también hace ya unos añitos, me llamó la atención un artículo en un complemento cultural de El País, justo cuando iban a estrenar una nueva película basada en el mismo libro. En dicho artículo incluían una entrevista a la nieta del autor, Scott-Fitzgerald, en la que ella afirmaba estar muy satisfecha con la versión, pues era muy fidedigna al original.
Me llamó la atención que el director de la cinta fuera Baz
Luhrmann, creador también de la famosa "Moulin Rouge". Despertó esto sobremanera
mi interés, pues yo ya fui injusto con este director y su referida película al verla por
primera vez. Me pareció excesiva, prolija, desmesurada. Y me desencantó el que
toda su banda sonora no fuera sino versiones de temas famosos y conocidos, e
incluso, en mi opinión, entonces, desvirtuados algunos de ellos, como ese
Roxanne convertido en tango. Pero con el tiempo, y con nuevos visionados,
entendí que la película no podía ser de otro modo. Se trataba de un cuento o
una fábula, y todo ese exceso y contundencia en los planos le iban
pintiparados. Además, coincidió por entonces, cuando cambiaba de opinión
respecto a esa película, que vi en la televisión otro reportaje acerca del
influjo de la música en nuestras mentes, y, entre otras cosas, salía una breve
entrevista a Sting en la que éste, entre otros comentarios, decía que le había
maravillado la perspicacia del cineasta al ser una de las pocas personas en percatarse de que detrás de la canción, himno del punkie más recalcitrante, yacía la estructura, la armonía, de un tango, que era lo que realmente le había inspirado al componerla. Además, poco a poco, me fue embelesando cada vez más el tema central de la película, el "Your Song" de
Elton John, hasta tal punto que me parece una de las baladas más hermosas jamás
compuestas, gracias en parte a su estribillo sencillo pero conmovedor.
Todo ello me previno de prejuzgar esta nueva película, sobre
todo cuando vi el tráiler de la misma, en la que ya había esbozos de nuevos
excesos, y uso de banda sonora que podría parecer inapropiada para una película
que transcurre en los locos tiempos del charlestón. Y por ello me decidí,
también, a leerme el libro antes de ir al cine.
Y realmente coincido con todos aquellos que lo consideran
como una obra maestra de la literatura del siglo XX. Lo que más me sedujo desde un principio fue la densidad y el exceso de su lenguaje, hasta
un punto en que bordea continuamente la tenue linde entre el epíteto y la
metáfora, o que, como lo expresa el autor de la edición que leí, Ramón
Buenaventura, lleva el lenguaje hasta las fronteras de la gramática. Todas sus
descripciones son desmedidas y pomposas, como las del extracto que os he
reflejado con anterioridad, donde no hay sino grises en toda su descripción,
excepto el matiz de los ojos del Dr. Eckleburg, que únicamente le sirven para realzar el aire irreal, a ojos de la pequeña aristocracia estadounidense, de
la escena, y que tan maravillosamente le vale para contrastar los dos mundos.
Así pues, cuando fui al cine a ver la película, me deslumbró
cómo Luhrmann, por su estilo, captó fácilmente toda esa ostentosa prosa y la
trasladó a la pantalla. Todos los adjetivos en el libro son colores en la
película. Las narraciones, paseos inverosímiles de la cámara. No sólo fue capaz
de plasmar esos lúgubres grises antes indicados, sino que acertó en todas las
ambientaciones requeridas por el libro. Así, la escena agobiante, por el calor
y la embriaguez, en el apartamento de la querida de Buchanan; las fiestas
densas de gentíos, con la mezcla de la música de la época y del hip-hop actual,
que crean una ilusión delirante propia del juerguista tajado,…
Indudablemente, mi percepción de la historia cambió con la visión de esta nueva película, unido, claro está, a la lectura del libro. Pero, al contrario de lo que pensaba la nieta de Scott-Fitzgerald, no por su fidelidad, pues si hemos de atenernos a la literalidad, es mucho más respetuosa la versión de Ford Coppola, al menos en la precisión de los diálogos empleados, la cual lo es más en esa versión. Incluso en el inicio y en el final de la película, la de Luhrmann es menos fidedigna, ya que para el primero se inventa una situación que en el libro no existe, que consiste en comenzar el relato con el narrador en una institución de desintoxicación, cuando en toda la novela no aparece nunca ninguna referencia a problemas con el alcohol por parte de Nick Carraway; y para el segundo recurre a cortar escenas que suceden tras la muerte de Gatsby. Quizá esa fidelidad a la que aludía la nieta estuviera más en relación con el espíritu de la obra, pues ahí sí es considerablemente mejor la película de Luhrmann. La de Ford Coppola está totalmente impregnada de una nostalgia y tristeza que nos hace ver como si el final del relato fuera el comienzo de la historia, como si los personajes ya fueran conscientes de su desenlace aciago y no pudieran emerger en ningún momento de ese letargo añorante que inunda toda la cinta. En la de Luhrmann, sin embargo, todo se empapa de ese espíritu festivo y deslumbrante del primer amor, que es en el que cree vivir Gatsby, y que termina contagiando a Daisy. Todo es desbordante y optimista en las fiestas. Intimo y embriagador en el idilio. Tenso y agobiante en la disputa de la escena del hotel, en la que una acertada elección de la tonalidad en el decorado nos transmite mucho mejor la tórrida opresión en la que se sumergen los personajes, teniendo en cuenta que la acción transcurre en un caluroso verano. En la otra nos quieren convencer mediante una simple humidificación de los rostros de los personajes del acaloramiento de la situación, mientras los tonos fríos de la fotografía nos lo convierten en algo completamente irreal e impostado.
Ese espíritu de la novela también nos es transmitido gracias a los efectos especiales, con el inteligente uso de los travellings digitales, que nos mimetiza con el pensamiento de Gatsby en las escenas en que uno de los puntos más simbólicos de la obra, como es la contemplación de la luz verde en el embarcadero de Daisy, enfrente de su propia casa, mantiene la tensión de la obra y de su esperanza, tanto en el inicio:
Decidí llamarlo. La señorita Baker lo había mencionado durante la cena, y ello me serviría de introducción. Pero no le hablé, ya que mostró un repentino indicio de que se sentía contento en su soledad: estiró los brazos hacia las aguas oscuras de un modo curioso y, a pesar de la distancia que nos separaba, habría jurado que estaba temblando. Sin pensarlo, miré hacia el mar, y no distinguí nada, salvo una sola luz verde, diminuta y lejana, que quizá señalara el extremo de un espigón. Cuando volví a buscarlo con la mirada, Gatsby había desaparecido, y yo volvía a estar solo en la inquietante oscuridad.
I decided to call to him. Miss Baker had mentioned him at dinner, and that would do for an introduction. But I didn’t call to him for he gave a sudden intimation that he was content to be alone—he stretched out his arms toward the dark water in a curious way, and far as I was from him I could have sworn he was trembling. Involuntarily I glanced seaward—and distinguished nothing except a single green light, minute and far away, that might have been the end of a dock. When I looked once more for Gatsby he had vanished, and I was alone again in the unquiet darkness.
como en el desarrollo del relato:
Daisy se colgó inopinadamente de su brazo, pero él parecía absorto en lo que acababa de decir. Quizá se le hubiera ocurrido que el colosal significado de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre. Comparada con la gran distancia que lo había separado de Daisy, la luz le daba la sensación de tenerla muy cercana, casi tocándola. Le parecía tan cercana como una estrella a la luna. Ahora volvía a ser una luz verde en un embarcadero. Su cómputo de objetos encantados había disminuido en uno.
Daisy put her arm through his abruptly but he seemed absorbed in what he had just said. Possibly it had occurred to him that the colossal significance of that light had now vanished forever. Compared to the great distance that had separated him from Daisy it had seemed very near to her, almost touching her. It had seemed as close as a star to the moon. Now it was again a green light on a dock. His count of enchanted objects had diminished by one.
Luz que incluso se cita para arrastrarnos al final de la obra, de un lirismo rutilante, y que la cinta de Luhrmann sí que acierta a reflejar.
Sea, pues, como Gatsby nos dicta. Amad a destajo, sin importar cuánto ni a cambio de qué. No permitáis que las cenizas de la decadencia, de lo tangible, la plomiza obsolescencia, se apelmace en vuestros corazones. Perseguid vuestra luz verde, donde encontraréis la pasión o el fervor amatorio, donde moran los deleites del alma y de la sensualidad, justo en la dirección a la que os guía con su mirada los absortos ópalos de Miss Eckleburg.
Indudablemente, mi percepción de la historia cambió con la visión de esta nueva película, unido, claro está, a la lectura del libro. Pero, al contrario de lo que pensaba la nieta de Scott-Fitzgerald, no por su fidelidad, pues si hemos de atenernos a la literalidad, es mucho más respetuosa la versión de Ford Coppola, al menos en la precisión de los diálogos empleados, la cual lo es más en esa versión. Incluso en el inicio y en el final de la película, la de Luhrmann es menos fidedigna, ya que para el primero se inventa una situación que en el libro no existe, que consiste en comenzar el relato con el narrador en una institución de desintoxicación, cuando en toda la novela no aparece nunca ninguna referencia a problemas con el alcohol por parte de Nick Carraway; y para el segundo recurre a cortar escenas que suceden tras la muerte de Gatsby. Quizá esa fidelidad a la que aludía la nieta estuviera más en relación con el espíritu de la obra, pues ahí sí es considerablemente mejor la película de Luhrmann. La de Ford Coppola está totalmente impregnada de una nostalgia y tristeza que nos hace ver como si el final del relato fuera el comienzo de la historia, como si los personajes ya fueran conscientes de su desenlace aciago y no pudieran emerger en ningún momento de ese letargo añorante que inunda toda la cinta. En la de Luhrmann, sin embargo, todo se empapa de ese espíritu festivo y deslumbrante del primer amor, que es en el que cree vivir Gatsby, y que termina contagiando a Daisy. Todo es desbordante y optimista en las fiestas. Intimo y embriagador en el idilio. Tenso y agobiante en la disputa de la escena del hotel, en la que una acertada elección de la tonalidad en el decorado nos transmite mucho mejor la tórrida opresión en la que se sumergen los personajes, teniendo en cuenta que la acción transcurre en un caluroso verano. En la otra nos quieren convencer mediante una simple humidificación de los rostros de los personajes del acaloramiento de la situación, mientras los tonos fríos de la fotografía nos lo convierten en algo completamente irreal e impostado.
Ese espíritu de la novela también nos es transmitido gracias a los efectos especiales, con el inteligente uso de los travellings digitales, que nos mimetiza con el pensamiento de Gatsby en las escenas en que uno de los puntos más simbólicos de la obra, como es la contemplación de la luz verde en el embarcadero de Daisy, enfrente de su propia casa, mantiene la tensión de la obra y de su esperanza, tanto en el inicio:
Decidí llamarlo. La señorita Baker lo había mencionado durante la cena, y ello me serviría de introducción. Pero no le hablé, ya que mostró un repentino indicio de que se sentía contento en su soledad: estiró los brazos hacia las aguas oscuras de un modo curioso y, a pesar de la distancia que nos separaba, habría jurado que estaba temblando. Sin pensarlo, miré hacia el mar, y no distinguí nada, salvo una sola luz verde, diminuta y lejana, que quizá señalara el extremo de un espigón. Cuando volví a buscarlo con la mirada, Gatsby había desaparecido, y yo volvía a estar solo en la inquietante oscuridad.
I decided to call to him. Miss Baker had mentioned him at dinner, and that would do for an introduction. But I didn’t call to him for he gave a sudden intimation that he was content to be alone—he stretched out his arms toward the dark water in a curious way, and far as I was from him I could have sworn he was trembling. Involuntarily I glanced seaward—and distinguished nothing except a single green light, minute and far away, that might have been the end of a dock. When I looked once more for Gatsby he had vanished, and I was alone again in the unquiet darkness.
como en el desarrollo del relato:
Daisy se colgó inopinadamente de su brazo, pero él parecía absorto en lo que acababa de decir. Quizá se le hubiera ocurrido que el colosal significado de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre. Comparada con la gran distancia que lo había separado de Daisy, la luz le daba la sensación de tenerla muy cercana, casi tocándola. Le parecía tan cercana como una estrella a la luna. Ahora volvía a ser una luz verde en un embarcadero. Su cómputo de objetos encantados había disminuido en uno.
Daisy put her arm through his abruptly but he seemed absorbed in what he had just said. Possibly it had occurred to him that the colossal significance of that light had now vanished forever. Compared to the great distance that had separated him from Daisy it had seemed very near to her, almost touching her. It had seemed as close as a star to the moon. Now it was again a green light on a dock. His count of enchanted objects had diminished by one.
Luz que incluso se cita para arrastrarnos al final de la obra, de un lirismo rutilante, y que la cinta de Luhrmann sí que acierta a reflejar.
Incluso acierta con los actores. Muchos pueden pensar que
Robert Redford es más apropiado para el papel de Gatsby. Es cierto que, en mi
opinión, da mucho mejor la estampa de galán que Dicaprio. Pero no hay que
olvidar que, a fin de cuentas, Gatsby no es el prototipo de galán. Muestra una fachada de seguridad que esconde una insondable timidez y una emotiva fragilidad, sobre todo en presencia de su adorada Daisy. Toda su
apostura es postiza, ganada tras la ambición de su carácter, y consolidada,
quizá, gracias a la corrupción. Sus ademanes, e incluso su vocabulario, no son genuinamente distinguidos. Y eso, hasta un Buchanan, con todo su bruto refinamiento, su
tosca elegancia, es capaz de discernirlo. Y toda esa estampa la representa mejor, en mi opinión, Dicaprio.
Las actrices, en ambas versiones, me parecen también
acertadas, aunque no sé si a posta. Porque bellas son, y a algunos les parecerá
que sobremanera, pero, para mí, tampoco dan la imagen de sex-symbol o, al
menos, de belleza arrebatadora que uno podría esperar. No nos tenemos que
olvidar que Daisy arranca pasiones extremas en el protagonista. Pero aunque
haya sido sin querer, eso le permite a la película expresar gráficamente el
mayor logro de la misma película y también del libro: que lo que sublima el
amor no es el objeto del mismo, sino la profunda e infinita esperanza del que
es capaz de hacer todo lo humanamente posible por conseguirlo. Y que el objeto
de ese amor sea un personaje como Daisy, de una frágil e inconsistente belleza,
con sus profundas veleidades, y su mudable y mundano corazón, no hace sino dar
más valor al amor de quien lo profesa, Gatsby.
Sea, pues, como Gatsby nos dicta. Amad a destajo, sin importar cuánto ni a cambio de qué. No permitáis que las cenizas de la decadencia, de lo tangible, la plomiza obsolescencia, se apelmace en vuestros corazones. Perseguid vuestra luz verde, donde encontraréis la pasión o el fervor amatorio, donde moran los deleites del alma y de la sensualidad, justo en la dirección a la que os guía con su mirada los absortos ópalos de Miss Eckleburg.
Comentarios
Publicar un comentario