SAN PEDRO Y SAN PABLO (...y 3)


Esta sencillez externa engaña, pues nada más penetrar el umbral de su pórtico, nos asalta toda la intensa policromía y opulencia dorada de su bizantina decoración. Pero lo que más la distingue es que, a excepción de dos, están aquí enterrados todos los emperadores rusos. Túmulos de diferente tamaño y artificio, en una disposición irregular, casi improvisada, al aumentar paulatinamente el número de sus inquilinos a lo largo del tiempo y de la historia. Divagando el pensamiento y la mirada, termina uno encontrándose en una estancia diferente. Los túmulos desaparecen, y en su lugar encontramos una sala con las paredes recubiertas de madera y unos falsos ventanales divididos en dos por un fino mainel, como si fueran dípticos ortodoxos , siendo cada una de sus hojas paneles de mármol con reseñas doradas, que no son más que las tapias de unos egregios nichos.
Y es cuando, de repente, toda la mezquindad humana se te hace evidente en cuanto meditas acerca de lo que significa todo eso. Mucho han discutido los filósofos si el hombre es o no es bueno por naturaleza. Yo cada día pienso más que es un animal depredador, territorial, implacable. Nos creemos distintos a los animales, pero somos más de un 90% lo mismo que el más semejante de ellos, que también tiene comportamientos similares. Lo único que nos hace escapar de ser lo mismo es la peculiar socialización que hemos alcanzado gracias a nuestras superiores facultades mentales. Es esa socialización la que permite modular al ser humano y originar en él el componente ético y moral que pensamos ilusoriamente que es consustancial. Pero si ya es infausto el ser humano sin esa inmersión, todavía es más despiadado y atroz cuando cree estar por encima de las normas del resto de la humanidad.
Cuando uno, en su viaje a San Petersburgo, se hace acompañar de un buen guía, la visita se convierte en un devenir por la historia del imperio ruso, personificada en sus emperadores. Por todas partes están sus huellas. Incluso en el Ermitage hay una sala con los retratos de todos ellos. Nos dicen, como curiosidad, que se alternaron, claro, casualmente, uno nefasto con otro bueno. Todo lo bueno que pueda ser un hombre que se cree descendiente de Dios y considerado a sí mismo por encima de las leyes. En Rusia, hasta hace más bien poco, los aristócratas no medían su riqueza por sus posesiones, sino por las almas contenidas en sus propiedades, las cuales les pertenecían, incluso después de ser abolida la esclavitud. Fueron buenos, o grandes, o gloriosos, zares como Pedro, Alejandro I o Catalina II. A esta última podría incluso atribuírsele la virtual extinción de la casa Romanov, pues fue germana casada con emperador, y no solo instigó y conspiró hasta acabar con la vida de su marido, sino que además difícilmente serían atribuible a éste la descendencia que ella tuvo. Tal fue la cantidad de amantes de los que disfrutó, incluido un ministro llamado Potemkin, que, paradójicamente, con el tiempo se convirtió en nombre simbólico de la Revolución Rusa, al ser en un acorazado con su nombre donde se llevó a cabo un motín considerado como la antesala de la revolución, y, a  la postre, la verdadera extinción de la dinastía.

Los últimos Romanov

Las cuentas del destino tenían deparado que el último zar perteneciera al grupo de los nefastos. Nicolás II fue un personaje indolente, despreocupado de su pueblo y su gobierno, entretenido en la pompa y el solazamiento, incapaz de remediar el más mínimo problema de sus súbditos. De escasa personalidad, permitió incluso la entrada de un siniestro personaje, llamado Rasputín, no solo en la corte, sino en el más íntimo círculo familiar, siendo proverbiales las supuestas prácticas ocultistas, a veces sexuales, según se rumoreaba, que mantenía con la zarina y sus niñas. Era la persona más influyente en la zarina, y ésta en su marido. Tal fue la ineptitud y despreocupación del zar, que cuando los primeros y pacíficos escarceos revolucionarios llamaron, literalmente, a su puerta, no tuvo mayor respuesta, delegada, o más bien abandonada, en sus propios ministros, que la de provocar una sangrienta represión de una manifestación de campesinos y siervos, que reclamaban pan a su "padrecito" zar. Fue en 1905 y no sirvió siquiera para que tomara medidas en favor de paliar las necesidades de su pueblo. Más bien al contrario, siguió viviendo en la opulencia mientras su pueblo moría de hambre. Y llegado 1914 no le tembló el pulso para embarcarse en la "gloriosa", sangrienta y onerosa empresa de la Gran Guerra.
Llegado a este punto, ¿quién no puede sentir desprecio y rencor por un personaje tal? Tal es así que aun en nuestros días hay quien justifica su asesinato. Y el de su familia. ¿Eran inocentes? ¿Se merecían el final que el destino les deparaba?
El caso es que todo derivó, en 1917, en una pequeña revolución que desembocó en la abdicación del zar en Febrero, y el comienzo de un funesto destierro y encarcelamiento, en distintas mansiones y localizaciones. Este arresto ambulante fue acompañado por un pequeño cortejo de sirvientes incondicionales, hasta que en 1918, un año después, les llevó a Ekaterinburgo
La noche del 16 de Julio, o más bien madrugada del 17, la familia del zar, con los únicos sirvientes de su pequeño cortejo, fueron levantados y trasladados al sótano de la casa Ipatiev, donde estaban retenidos. Allí, doce letones comandados por el ignominioso Yurovski descargaron sus fusiles sobre toda la familia imperial, comenzando uno de los episodios más truculentos del exterminio humano. Sólo dos de ellos no dispararon, porque se negaron a asesinar a quemarropa a mujeres. De todos modos, ni siquiera a pesar de la encerrona y la proximidad, pues la habitación medía 5 por 6 metros, acabaron inmediatamente con la vida de la familia, pues algunas balas habían salido rebotadas al golpear sobre las joyas que las duquesas tenían cosidas en los forros de los vestidos. Yurovski empleó sus tres últimas balas en rematar al zarievich, pero sus hermanas supervivientes fueron rematadas a bayonetazos. A pesar de la impunidad con que actuaban, es probable que no todos los bolcheviques estuvieran de acuerdo en liquidar a toda la familia, por lo que todo el tiempo se mantuvo delante de la casa el motor de un camión encendido, para apagar el ruido de las detonaciones.
La habitación donde fue masacrada la familia del zar

En el paroxismo del macabro episodio resultó que, al trasladarlos a la fosa que tenían preparada, o que improvisaron sobre un lodazal, según versiones, esta resultó pequeña para enterrar todos los cadáveres, por lo que procedieron a quemarlos y a tratarlos con ácido sulfúrico, tanto para descomponerlos como para desfigurarlos, no consiguiéndolo en cualquier caso. Por ello, tuvieron que cavar otra fosa y enterrar allí dos de los cadáveres.
No se conformaron con su tétrica acción, sino que durante años se pasaron algunos de ellos narrando el episodio, mostrándose ufanos y orgullosos de haberlo perpetrado. Incluso existen informes que fueron enviados al soviet central, lo cual mantiene confuso el hecho de si todo se llevó a cabo con el consentimiento o mandato por parte de Lenin. En aquellos momentos, el ejército blanco estaba próximo a Ekaterimburgo, y Lenin temía que el zar pudiera ser rescatado.
Regicidas

Probablemente el hecho de estas narraciones, aderezadas por la embriaguez en la que se encontraban en ocasiones sus protagonistas durante el relato, es lo que creó el mito de la supervivencia de algún miembro de la familia. El que más protagonismo tomó fue Anastasia, al que siguió la supuesta asunción de su personalidad por parte de diversas mujeres en Europa, aprovechando el desconcierto de la época y el tiempo que pasó desde el magnicidio, que fácilmente podía confundir a familiares lejanos en los intentos de confirmarlo, al tratarse simplemente de una niña cuando murió.
Esto no acabó en tiempos modernos, cuando por fin, unos investigadores independientes, localizaron la tumba principal en 1978. Al principio ocultaron el hallazgo por las posibles injerencias del todavía soviético gobierno ruso. Pero la leyenda de Anastasia no desapareció al comprobar que faltaban dos cadáveres, los cuales no se encontraron hasta 2007. Hubo que esperar a la perestroika en 1991 para poder desvelar los hallazgos sin temor a la destrucción del descubrimiento.
En el colmo del despropósito humano, ya en el año 2000, y cambiado tanto el sistema político como la estructura estatal de Rusia, dentro de un nuevo nacionalismo un tanto contradictorio, pues tanto Yeltsin como Putin han tratado de rescatar la gloria de su país, tanto la zarista como la soviética, la iglesia ortodoxa canonizó a la familia imperial. Eso sí, a los sirvientes masacrados, entre ellos el médico personal, no. Quizá a ojos de cierto Dios los muertos son distintos.
Todo este caso no hace sino incidir en la naturaleza ignominiosa que alcanza muchas veces el ser humano. Un déspota que permite la muerte de sus súbditos, unos criminales abyectos que asesinan a sangre fría, y una iglesia que trata distinto a sus fieles y eleva a los altares a quien mereció su reprensión. Entonces recupera uno la mirada sobre la lápida y contempla: Анастасия, Anastasia, y piensa: ¡qué bonito es el cirílico! ¡por qué las obras humanas no se encaminarán siempre a la expresión de lo bello!


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