IGUAZÚ SACRO




No hace falta el ¨pienso, luego existo”. Ya Aristóteles sucumbió antes a la frondosa placidez de la sensualidad, y sólo sus sentidos sirvieron para hacerle contactar con la realidad y evidenciar que esta existe. Su conexión, en los seres de facultades superiores, con el recuerdo y la repetición, hicieron pasar de la experiencia a la cristalización del arte y, también, de la ciencia, cuya máxima exponente, en su opinión, es la más inútil de todas, la que menos productiva es, a priori, al ser humano, que es la que trata de investigar el origen de las cosas, sus causas, y, si se puede, su creador.
Pero antes que él y que el advenimiento de la ciencia, ya se instauró una profesión, quizá tan antigua como la que más se lleva la opinión de serlo, y que es la de los cuentistas, la de los halagadores del oído y mitigadores de miedos. Ellos crearon un mundo paralelo y previo que explicaba el origen de todas las cosas. Y en casi todas las culturas era una epopeya de lucha entre el caos y el orden, en que un celeste hacedor los dividió y puso concierto en todas las cosas creadas, o sea, las sentidas por nosotros. Y estos charlatanes no lo hacían con un pretexto altruista, sino con el de constituirse en mediadores entre el hombre y su ideación, para temple de nuestros desvelos existenciales, con su lacustre ceniza de lamento y la turbia persistencia de la mortandad, y sacar tajada mundana de ello. Hubo que esperar bastante tiempo hasta que surgió la filosofía con el objeto de acotar las respuestas del origen de las cosas a los límites de la observación y la razón. Está establecido que el primer filósofo de la historia fue Tales de Mileto. El creyó entender que todo el universo estaba constituido de una materia primordial, que era origen y esencia de todas las cosas, y que no era otra cosa que el agua. Pero incluso ante semejante atrevimiento y extravagancia, no negó su papel a Océano y Tetis, titanes progenitores de todas las acuosidades, sobre todo fluviales, compaginando su deducción con sus creencias. Pues el mito y la creencia llevan un camino inverso a la razón, y solo mediante el alumbramiento progresivo de esta, los paisajes de aquellas se concretan y desaparecen. Así pues el conocimiento no se libra del atavismo mientras la razón no logre desvelar completamente la verdad. La verdad de esa mágica agua, creadora de vida, esencial en el granado de los cultivos pero también en la creación de la ponzoña y su descendencia. Otros sabios, sin embargo, preponderaron más al aire o al fuego como principio de las cosas, hasta llegar a Empédocles, quien a estos tres elementos añadió la tierra como los cuatro elementos que forman todas las cosas. Y cuando el conocimiento parecía acrecentar el número de materiales que conformaban los ladrillos de la existencia, aparecieron Demócrito y Anaxágoras, que con gran clarividencia redujeron la esencia de las cosas a una unidad indivisible e imperceptible a la que llamaron átomo. Ellos, por supuesto, nunca lo vieron, pero desde entonces ha sido afán de todos los filósofos y científicos determinar esa minúscula simpleza que constituye el motor de algo tan grande como son la vida y el universo.
Sería interminable esta entrada si siguiera con todos los pensadores y filósofos hasta nuestros días. Sólo me interesa atajar hasta 1766, cuando Cavendish fue capaz de distinguir la existencia de una nueva sustancia discreta, aunque ya descrita anteriormente por Paracelso, y que presentaba, entre otras, la propiedad de generar agua cuando se la calentaba. Más tarde, Lavoisier estableció que dicha sustancia, o gas, estaba constituida por un nuevo elemento, al que le dio el nombre, por su propiedad antedicha, de hidrógeno, o sea, que genera agua.
De un salto, regresamos nuevamente al pasado y vemos cómo tanto Tales como Anaxágoras, yendo por caminos diferentes y valiéndose prácticamente nada más que de su raciocinio y deducción, llegaron al mismo punto. Pues el agua es la molécula que con más facilidad puede ser originada por el hidrógeno, aparte de ser el origen, junto al helio,  del elemento acompañante, el oxígeno, y todo ello en unos sitios tan inhóspitos como insospechados, cuales son las estrellas. En ellas, sobre todo en las mortecinas masivas, la combustión del hidrógeno, su principal elemento, para originar helio, crea también una gran cantidad de oxígeno. Hasta tal punto son tan esenciales para la existencia y la vida los dos elementos, hidrógeno y oxígeno, que resultan ser,junto al helio, los más abundantes en nuestra galaxia y, probablemente, en todo el universo.
Así pues, la vida y la existencia, en última instancia, surgen de la muerte y de la inconmensurable metamorfosis de estas agonizantes estrellas, que, como en una enorme metáfora, podríamos considerarlas las crisálidas de su moribundo centelleo. Y esos diminutos diamantes titilantes desprendidos de su postrero hálito, las gotas de esa agua venerada por el hombre desde el origen de su conciencia.
Pues el hombre, como civilización y cultura, no solo surge en las riberas de las aguas del Tigris y del Eúfrates, y del Nilo, sino que como individuo brota en una sopa amniótica en la que se embebe para rellenar los espacios entre sus coyunturas y su envoltorio. Así, viene precedido de un río materno que le incita, en todos los rituales sacros de las distintas civilizaciones, a buscar la purificación sumergiéndose nuevamente en su blando lecho. Esa agua que incluso estuvo en la génesis del pensamiento y la ciencia, con el nacimiento de la geometría, inventada por los egipcios ante la necesidad de calcular cuáles eran las extensiones de cada propiedad tras cada una de la anegaciones fluviales del Nilo. Y Arquímedes, imponiendo los rudimentos de la física al zambullir la corona de Hierón II en su bañera. Esa agua que, en fin, al final de nuestra existencia es lo primero que nos abandona para cumplir aquello de polvo al polvo, como si nuestra alma hubiera residido en las mareas convulsas de nuestra existencia y, de pronto, una postrimera resaca nos dejara con la añoranza de nuestra última ola y nos alojara en la abisal oscuridad de la muerte.
Por eso, nuestra fascinación siempre se activa ante su presencia, en una relación directa y exponencial, que hace que tu mirada estalle ante la explosión voluptuosa de las cascadas del Iguazú, y sus silvanos itinerarios laberínticos, en los que el agua brota como por encantamiento, y su sonoridad se va manifestando creciente y quedamente bronca conforme nos vamos acercando al vértigo de sus cascadas.







Colmado río, cuyas son aguas de sanguinolenta turbieza por la fermentada hojarasca desprendida en la lluvia selvática, que te deslizas carnoso como lengua de buey, confiada, tranquila, parsimoniosa, ignorante de la abisal garganta de carcomida roca, donde engullido te purificas, níveo, inmaculado, mientras te abismas en una muerte vertiginosa, de la que surges, como ave fénix, puro, volátil, gracioso, como pequeño caldo de estrellas que impregna el aire y el cielo, y flotas al firmamento, en un continuo ciclo cósmico. Sí, es un eterno ciclo, pues tu incesante llegada y muerte parecen provocadas por un desplomado universo que  desgranara sus astros y su horizonte de sucesos allende, cabe tu cuna verde, más allá de nuestra visión, para recrear perennalmente esa niebla densa que turba nuestros corazones y empapa nuestros ojos y emborrona nuestra percepción del infinito: no vemos tu muerte, Iguazú sacro, ceremonial, nebuloso, sino tu agonía y resurrección, con tu sordo lamento de bronco felino hambriento, tras lo cual, como en una impávida siesta, te desparramas, mundano, en tu serpentino cauce, en que te ayuntas al Paraná y al Uruguay, para oblongamente languidecer, festoneando bulliciosos cañaverales y manglares sigilosos, hacia tu sepultura dulce y argéntea en la mar preatlántica.



PD: Todas las fotos del video son mías, excepto las subjetivas del río, que son de un acompañante de excursión cuya identificación desconozco actualmente, y la última, la de la mariposa, realizada por mi amigo Jorge Puerma, deudora de su desbordante sensibilidad para el detalle y la anécdota.

La música pertenece a la Obertura de “El Oro de Rín” de Richard Wagner en la versión de la Chicago Simphony Orchestra y el irrepetible Sir Georg Solti

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