Las puertas del delirio: El Miedo


PROEMIO

No creo que yo deba definirme como tal, pero si tuviera que clasificarme como escritor, diría que soy uno perezoso. Inicié esta entrada al poco de comenzar el conflicto que trato, y lo he ido completando en todo el tiempo que lleva desarrollándose este desgraciado acontecimiento. Es por eso que hablo como si las cosas hubieran pasado en este mismo instante, aunque el instante no es siempre el mismo. ¿O sí?

EL MIEDO

A pesar de haber disfrutado de una infancia feliz, nada ni nadie nos libra de haber padecido nuestros pequeños y particulares traumas, nuestra diminuta galería de horrores. Uno que me viene a la mente ahora trata de un asunto que, creo yo, era compartido por otros niños de mi época, e incluso por más de un adulto. Consistía en el temor, con visos de certeza, a que se iba a volver a repetir una guerra en cuanto que Franco muriera. No sé si respondía a una propaganda subliminal del régimen, para que llegado el momento del deceso del caudillo no tuviéramos la tentación de descarriarnos del camino trazado tan cuidadosamente por la dictadura, o si, simplemente, no era más que el recelo transmitido por nuestros mayores a recaer en un nuevo enfrentamiento civil una vez que desapareciese la férrea mano del dictador.

En mi caso, acuciaba además el hecho de que se agolparan hechos desafortunados familiares, referidos con frecuencia en distintas circunstancias, como la muerte de mis dos abuelos a consecuencia de la guerra civil, de tal modo que yo no podía evitar espantarme, sobre todo en las noches desveladas, al pensar en una existencia sometida al miedo a bombardeos, a la angustiosa necesidad de esconderte para que no te encontraran los desalmados de uno u otro bando.

Como todos los traumas, los vas enterrando conforme vas creciendo y otros eventos van apagando en tu mente esos insensatos terrores, sobre todo cuando vas comprobando que no se cumplen los funestos presagios que temías. Pero como ocurre con cualquier trastorno psicológico, siempre estará vigil a que algún otro suceso nos lo reviva y nos provoque un impune y nuevo tormento. Para que suceda esto no hay mejor manera que recurrir a una terapia de recreación de la situación temida, y con la mejoría de los efectos especiales, qué mejor que una buena película que sepa transmitirte el suficiente grado de subjetividad como para incrustarte artificiosamente en el mismo centro de tu terror.

Una de las películas que más eficazmente ha sido capaz de recrearme esa sensación angustiosa y claustrofóbica de encontrarte acorralado por el horror de una guerra fue La guerra de los mundos, aunque mi primer contacto no fue a través del visionado de la antigua película, casi de serie B, de 1953, que es el día de hoy y ni me acuerdo de ella. Fue a través de una especie de banda sonora o, más bien, ópera rock, debida a un compositor de musicales prácticamente desconocido llamado Jeff Wayne. En el disco intercalaba música con pasajes leídos del libro de H.G.Wells, y el hecho de escucharlo componiendo las escenas en base a tu imaginación, no dejaba de despertar en mí un sentimiento perturbador, supongo que similar al que debieron sufrir los estadounidenses que escucharon el programa radiofónico de 1938, protagonizado por Orson Wells, con tanto viso de realismo, que sembró el pánico en parte de la población, que pensó que se trataba de una situación real. Tal vez contribuyó a ello, por un lado, el auge y el temor al nazismo, en su apogeo en aquel entonces, y que en breve sí desencadenaría una situación de pánico mundial y real; y, por otro, el que se eligiese la fecha de la festividad de Halloween para su emisión.

Ya más recientemente, en 2005, se estrenó una nueva película, protagonizada por Tom Cruise, que tuvo notable éxito, y que a mí me gustó bastante, porque aprovechaba un guion ya contrastado con un uso mesurado y eficiente de efectos especiales, que conseguían meterte en la piel y en el sentir del protagonista. En resumen, mostraba la impotencia de una sociedad vanidosa y engreída por vivir en una realidad privilegiada, con tan altas cotas de suficiencia, que discurre convencida de que es imposible que nada pueda suceder para destruirla. Todo se viene abajo cuando comienzan a aparecer, diseminadas por todo el mundo, unas máquinas infernales, extraterrestres, con un inquietante parecido mecánico a dinosaurios, letales a la vez que literalmente voraces, y ante las que la tecnología y el ejército más avanzados de nuestro planeta no son capaces de infringir el más mínimo daño. La película es una continua huida en busca de salvación por parte del protagonista ante la imposibilidad de enfrentarse cara a cara con el invasor, y contemplamos escenas que nos deberían ser familiares, por los continuos conflictos de los que somos testigos, eso sí, por televisión, cómodamente sentados en nuestros sofás, de multitud de gentes en éxodo, abandonándolo todo, huyendo sin orden ni esperanza. Pero también hay otras escenas que mueven a espanto, como cuando el protagonista con su hija se guarece en el sótano de una casa, para ocultarse y descansar, para, de repente, el pánico desatarse en ellos al sufrir un registro inesperado por parte de los extraterrestres, que lleva al protagonista incluso a matar a su huésped, pues estaba poniéndolos en riesgo de ser descubiertos.

Ya sé que esto puede mover a chanza a cualquier lector que no esté metido en el argumento, pero es increíble que, aun así, a veces nos conmueve e impresiona más un efecto visual de una película que la realidad misma, por muy cruda que ésta se presente.

Haciendo un poco de espoiler, al final surge la esperanza tras comprobar que los alienígenas, como los indígenas de América, empiezan a sucumbir por el contacto con microorganismos de la Tierra, frente a los cuales no presentaban defensas. Un compendio de lo que nos sucede hoy día: pandemia y guerra.


 
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