Adagio: Clara y Robert
Giacomo Trecourt - Lord Byron en la costa del mar helénico |
Robert Schumann (1810-1856) responde al retrato típico de artista romántico. Literato, compositor, crítico musical, amante apasionado en su juventud -libando entre florecientes Lidys y Nannis-, trastornos de personalidad, con episodios de desaforado entusiasmo entremezclados con otros de abúlicos ensimismamientos. Pero lo que determinó su vida y su creación fue, sin embargo, el amor conyugal. Nada hacía presagiar esta gran aventura vital cuando creció entre los anaqueles de la librería de su padre en Zwickau, donde aprendió a sumergirse en el hábito de la lectura. Fue él quien percibió dotes artísticas en su hijo y pronto le facilitó clases de piano. Vivió, pues, bajo un gran influjo musical y literario en su infancia, no estando seguro el mismo joven de cuál podría ser su senda, hasta que acudió a los 16 años a un concierto del famoso pianista Moscheles, del que salió encantado. Pero su padre murió entonces, y su pragmática madre no era una entusiasta de la carrera artística. por lo que obligó al joven Schumann a enfocarse en los estudios de derecho.
Cuando llegó a Leipzig para
cumplir sus designios leguleyos, sus devaneos le llevaron a conocer a un
prestigioso profesor de piano, Friedrich Wieck. Pronto consiguió hacerse alumno
suyo y, como era costumbre entonces, alojarse en la casa de su maestro. Allí ya
quedó desde un principio prendado de su hija Clara, aunque aún sin saber hasta
qué punto. Wieck estaba esperanzado en vivir de la carrera musical de su hija,
que acababa de comenzar exitosamente ese año, cuando la niña contaba 9 años,
nueve menos que Schumann. Wieck estaba casado en segundas nupcias y Clara era
hija de un anterior matrimonio. Fue la única que se quedó con el padre tras la
ruptura de ese primer casorio, conviviendo con una hermanastra llamada Marie, y
marchándose el resto de sus hermanos con su madre a vivir a Berlín. Fue tal el
empeño y exigencia del padre, que llegó a ser Clara, así también, un ejemplo
más de abuso paterno ante el prodigio musical de algún vástago, como sucedió
antes a Mozart.
Evidentemente, Schumann seguía
imbuido en su exaltamiento romántico vital, disfrutando de diversos flirteos apasionados y noveleros, al tiempo que se decidió por cursar una carrera de virtuoso
pianista, a espaldas de los designios maternos. Y una vez encauzada, confabuló
con Wieck, quien veía las posibilidades del despistado mancebo, para, con su
ayuda, convencer a su madre. Desgraciadamente, no mucho después, se truncó este
proyecto por una lesión irreversible en uno de sus dedos de la mano derecha, al
parecer, según cuentan como leyenda urbana, por el uso de un artilugio que
permitía inmovilizar los dedos dominantes para ejercitar los más débiles. Esto
hizo que reconsiderara su futuro hacia la composición. Clara, mientras tanto,
seguía desarrollando una célebre carrera concertística, viajando con frecuencia
por Europa, donde no sólo era considerada como la mujer más dotada para la
interpretación en su época, sino que también era parangonada con excelsos
intérpretes, como Chopin y Liszt.
Llegamos así al crucial año de
1836, cuando Schumann parece sentar la cabeza, comprometiéndose con otra
señorita, Ernestine von Fricken, hija de un rico barón bohemio, aunque adoptada
–hecho que desconocía Schumann-, alumna también del maestro Wieck, y que, al
igual que otros pupilos, se alojaba igualmente en su residencia. Al idilio
contribuyó, sin querer, la propia Clara, pues ya en ella había anidado el
encanto de un incipiente amor hacia Schumann, y en su entusiasmo, había
ponderado excesivamente ante su ahora rival
la figura de su amado.
El músico no estaba convencido de
su decisión, entre otras cosas porque su afecto hacia Clara había ido creciendo
conforme ella había ido desplegando con los años los seductores encantos de una
bella mujercita y una exuberante cordialidad y alegría de vivir, aderezado todo
ello con la complicidad artística y musical que se iba afianzando entre ellos.
Pero fue determinante en el ánimo de Schumann descubrir tanto que la preciosa
Ernestine era adoptada, de nacimiento ilegítimo, y no disponía, por tanto, de
una estimulante dote, por no decir ninguna, como el descubrir por una serie de
cartas sus incorrecciones gramaticales y su torpe redacción, él, que además de
haberse dedicado a la composición, hasta ahora únicamente pianística, compaginaba
ésta con una célebre actividad crítica, cimentada con la fundación, apoyada por
su maestro Wieck, de una revista musical titulada Neue Zeitschrift für Musik (Nueva Revista de Música) en 1834, -y
que aún pervive hoy día-. En ella ensalzaba a los grandes músicos en vías de consagración,
pero también a los noveles que comenzaban a estrenar obras, al tiempo que
criticaba ásperamente los conatos de superficialidad en determinadas corrientes
musicales y el virtuosismo frívolo y vacuo de ciertos intérpretes, como también
la saturación de la ópera alemana por el influjo italiano. En sus escritos,
Schumann se sirvió de dos heterónimos, Florestan y Eusebius, como estandartes
de dos aspectos de su personalidad; el primero, representaba el apasionamiento,
la mordacidad y el desenfreno; mientras, el segundo, la ensoñación, la
afabilidad y la sensibilidad; ambos inspirados por los personajes de una obra
de su escritor favorito, Jean Paul, y que también le sirvieron para firmar sus
criptogramas musicales.
Fue entonces una sola cosa el
apagarse la luz de Ernestine y encenderse la tea dichosa de su amor por Clara. La
ruptura supuso un paso importante, ya que un compromiso, en la Alemania de la
época, forjaba un vínculo tan fuerte y tan difícil de romper como un
matrimonio. Pero el embelecador músico lo supo encauzar para quedar con su
exprometida incluso como amigos, de él y de Clara, y dedicarle con los años un
ciclo de piezas pianísticas.
Lo que no imaginaba Schumann es
que su vida iba a comenzar una travesía por el desierto. Tras su primer
apasionado beso a Clara, en un comprometido encontronazo en las escaleras de su
hogar, en que los dos comenzaron a dar riendas sueltas a su idilio, Robert se
lanzó a una esperanzada petición de mano a su padre, confiado en los estrechos
lazos que se habían establecido entre ellos. Lo que no calculó es que Wieck
anteponía sobre todo la carrera musical de Clara. Pero por encima incluso de
ello, su propio y egoísta interés pecuniario en la misma. No sólo rechazó la
proposición de boda, sino que hizo todo lo posible por desprestigiarlo ante su
hija y ante la sociedad, tachándolo de libertino y borracho, y buscándole a su
hija, cuando tuvo ocasión, algún pretendiente más ventajoso. Y es que Schumann,
entonces, no era el Schumann gloriado que hoy conocemos, sino un jovenzuelo con
una carrera musical compositiva en ciernes, un futuro concertístico truncado,
un carácter raro y ninguna ventaja económica.
Así que ese 13 de Febrero de 1836
en que escribió su ansiada carta, el número fatídico le trajo toda su carga de supersticiosa
mala suerte, uniéndose a esta negativa la muerte de su madre. Clara contaba 17
años y su padre le conminó a no hablar ni escribir a su amado, lo cual cumplió
religiosa y fraternalmente, sobre todo ante el temor de la amenaza de su padre
de que le dispararía si lo encontraba con ella. Wieck se la llevó a distintas
giras por Europa, y comenzó de esta manera una búsqueda por parte de Schumann
de aliados en las distintas ciudades para que le facilitaran noticias de su
amada y le hicieran llegar sus sentimientos. Durante dos años apenas si se
vieron en un par de ocasiones, sin dirigirse la palabra, comunicándose tan sólo
con gestos o apretones furtivos de manos. Antes ella tocaba piezas de Robert en
sus conciertos, actividad que hubo de abandonar. Él le prodigaba excelsas
críticas en su revista, que también tuvo que deponerlas para no provocar
escándalos, y cederlas a algún amigo crítico. En todo ese tiempo sólo pudo
asistir a un par de conciertos de ella, aparte de acercarse a la ventana de su
casa a escucharla clandestinamente. Mucha fue la obstinación de la fortuna en
contra de su amor, pero éste no cejó en ninguno de los dos, tal era el
apasionamiento de su sentimiento mutuo.
La desesperación acudía a ellos
con frecuencia, y el desaliento, pero siempre renacía el amor aún más fuerte
con la prueba de la separación. De este modo, por fin, Schumann le hizo llegar
su primera sonata para piano, basada en un tema original de Clara, como ya
hacía con otras pequeñas composiciones. Y cuando todo parecía ir en contra de
ellos, ella interpretó en una velada la sonata de él, con la precaución de no especificar
en el programa el nombre verdadero del autor, sino que la atribuyó a uno de sus
heterónimos, Eusebius, el ensoñador.
Este detalle, junto al tiempo que
había transcurrido, y que parecía haber suavizado el demonio anidado en el alma de Wieck, dio alas
de nuevo al apasionado músico, que pasó nuevamente a la carga con otra carta de
proposición de matrimonio. Pero el diablo tan sólo estaba dormido. Escrita de
nuevo un 13, esta vez de Septiembre de 1837, tuvo un efecto ahíto de
indignación en Wieck y su esposa, aunque fueron más permisivos en la creencia
de poder controlar a la hija. Los dejaron citarse en alguna ocasión, pero con
carabina, y cartearse, pero solamente cuando no estuvieran en la misma ciudad,
lo cual fue un alivio para ellos por las continuas giras de Clara. Y consuelo…,
de tontos enamorados. Pero la intransigencia del padre comenzó a minar la
paciencia y la fidelidad de la hija, pues ella era igualmente víctima de la separación
de su amado. Cada vez eran más visibles los síntomas de desesperación de la
pareja, de lo cual empezó a ser testigo toda la sociedad, incluidos músicos
como Chopin, Mendelsohn o Liszt, improvisados strogoffes del idilio. Todo era ofrecimiento, por parte de amigos o
familiares, de ayuda, económica o estratégica, para que ambos materializaran su
deseo. Su extraño noviazgo se convirtió así en un auténtico y público vodevil.
En este ínterin, Clara es
nombrada Virtuoso de Cámara de la Corte Austriaca, lo que obliga a Schumann, en
su desesperación, a buscar honores que le hagan digno de ella, consiguiendo que
le otorguen un doctorado en la Universidad de Jena. Ello, unido a una carrera
que comenzaba a despegar, pensaba Robert que serviría de acicate para convencer
a su anhelado suegro, cuyo consentimiento era imprescindible, pues Clara era
aún menor de edad, al no haber alcanzado los 21 años. Pero no encontraban más
que obstáculos y escusas en Wieck, por lo que se pusieron un plazo de dos años
para cumplir su sueño.
Pero el padre de Clara no cejaba
en su empeño de difamar a su amado, acusándolo de estar demasiado apegado a la
cerveza bávara, de andar de correrías tras las mujeres, lo cual no sólo lo expresaba
de viva voz, sino que además lo difundía a través de libelos. Incluso quiso
enredar a Ernestine y a su padrastro para que hablaran en su contra, a lo cual
éstos consideradamente se negaron. Por otro lado, insistía en buscar nuevos pretendientes, que
lejos de engatusar a su hija, la enardecían más en su empeño de casarse con su
amor.
Todo desembocó en una apelación
dolorosa a la corte para que permitiera a los amantes la celebración de sus
esponsales. Las condiciones del padre fueron leoninas: exigencia desorbitada de
dinero a Schumann como compensación, que no le dirigiera la palabra mientras él
no lo consintiera, no vivir en la misma ciudad, desheredar a su hija, controlar
su dinero durante cinco años,… Pero lo peor es la desconsideración y frialdad
con que la trató a partir de entonces, mandándola a las giras sola, sin su
auxilio; incluso más, tratándola con desprecio y crueldad. Todo esto derivó en
un acercamiento a la madre, que vivía en Berlín, y que por fin también propició
encuentros con Schumann en aquella ciudad, pues ella tomó partido por su
romántica causa.
Finalmente, por empeño de ellos, y quizá también por agotamiento de Wieck, ganaron el recurso, y aunque Clara ya estaba en el umbral de su mayoría de edad, la pareja decidió casarse un 12 de Septiembre de 1840, un día antes del vigesimoprimer cumpleaños que le hubiera granjeado su libertad. Todo un acto de coraje y reivindicación.
Ese dichoso año de 1840 supuso el
año de mayor composición lírica, y casi exclusiva, de la vida del músico, con
innúmeros ciclos de lieder. Pero, sobre todo, supuso el comienzo de una alianza
musical sin precedentes, con la conjunción de la carrera interpretativa de
Clara y la compositiva de Robert, en la que tanto se influyeron mutuamente.
Para Schumann supuso un estímulo para abordar obras más complejas, pues hasta
ahora toda era para piano o para piano y voz. Clara insistía en que era la
mejor manera de darse a conocer.
Es así como acometió la
composición sinfónica, incluyendo la que ahora nos ocupa, su Sinfonía
nº 2 do mayor Opus 61, de 1845, año en que cambió su estilo de
componer, abandonando el piano como referente, gracias a unos estudios de
contrapunto que realizó ese mismo año, con la mente puesta en Bach. Se ha
criticado a Schumann una defectuosa orquestación, tal vez porque venía de
componer ciclos de obras cortas, sin implicación de la orquesta. También porque
parecía no abordar la escritura sinfónica adecuadamente, con una cierta
parquedad temática al no contraponer diferentes motivos, tal como era habitual
en el estilo sonata. Pero esto parte de una equivocada apreciación de su
estilo, que ya manifestaría en otras sinfonías previas. Y es el hecho que a él
le atraía el monotema, que iba modulando y modelando en el desarrollo de la
obra tras su exposición, dándole en cada repetición un carácter distinto, y
diferente a lo que podríamos considerar una simple variación. El tercer
movimiento, el que nos interesa, un Adagio espresivo, cambia, para dar
un acento elegíaco, a la tonalidad de do menor, y en él podemos observar esta
tendencia estilística. Todo se basa en una misma melodía, introducida
tímidamente por la cuerda en el inicio, y reexpuesta con escasas modificaciones
por el oboe primero, y por la madera al completo turnándose en su exposición:
oboe, clarinete y flauta. Todo ello para desembocar en una nueva reelaboración
del tema llevado a cabo por la cuerda al unísono, logrando un pasaje de un
desgarrado patetismo que estremece hasta lo más profundo. Descansa la pieza en
una especie de tranquila marcha fugada, para atacar de nuevo con diversas
exposiciones por oboe y clarinete, hasta que vuelve aún con más frenesí el lírico
y melodioso tema en un crescendo
apoteótico. Tal preciosidad ya justifica todo el empeño romántico que la pareja
puso en su unión.
De todo este proceso vital que
tuvo que recorrer Schumann no salió indemne. Como te dije al principio,
presentaba desde ya pronto unas oscilaciones en el carácter, que se agravaron
con los acontecimientos sufridos durante su tormentoso noviazgo, y ya no lo
abandonarían a lo largo de su existencia, presentando un episodio grave de
depresión justo antes de crear la sinfonía de que hablamos, que fue compuesta,
de este modo, en su convalecencia. Este comportamiento se ha achacado a muchas
causas, no se sabe bien si a un trastorno bipolar o a una enfermedad muy en
boga entonces, la sífilis, bien por su acción directa sobre el cerebro, bien
por acción de la sustancia usada para su tratamiento, el mercurio. El caso es
que en 1854 tuvo un episodio muy profundo de depresión y terror, con
alucinaciones acústicas, que le llevaron a un intento de suicidio, arrojándose a
las aguas del Rin. Tuvo que ser rescatado por una barcaza que casualmente
estaba cerca, pero no se libró de un internamiento en el sanatorio Endenich, en
el que pasó los dos últimos años de su vida. Por las extrañas usanzas médicas
de entonces, desaconsejaron las visitas de su esposa, por lo que su vida
postrera la debió pasar en una inconsolable melancolía, pues nunca se truncó el
matrimonio, gracias, en parte, a la paciencia y dedicación de Clara, y también a que no socavó la relación la
destemplanza ocasional del carácter de Schumann. Como fruto de dicho matrimonio obtuvieron
siete hijos. Por eso no son plausibles las críticas que se vierten hacia Clara,
en el sentido de que abandonó a su marido en la inhóspita soledad de un
manicomio. Pero lo cierto es que solamente pudo visitarlo un par de días cuando
su fin estaba inminente. Triste final para una bella historia de amor.
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