Un iniciático viaje musical: Adagio (en obras ⚠️👷🏽♂️)
1 de Marzo
Bonita manera de comenzar esta
estación si ya, desde el primer momento, cambio su denominación a Adagietto. Pero ya advertí que no nos
ceñiríamos a la denominación del tiempo de la obra, sino, sobre todo, al
carácter de la misma. Y ésta, en concreto, se puede permitir el lujo de
cambiarse el nombre por este apelativo cariñoso y gracioso, pues rezuma belleza
y elegancia, pasión y ternura.
No obstante, no ha sido redescubierta,
junto al resto de la música de su autor, Gustav
Mahler, hasta tiempos recientes. Fue él, Mahler, un músico famoso en su
tiempo, sobre todo por su trabajo como director de orquesta. Y aunque conocida
su obra durante su vida, ésta fue escasa y principalmente concentrada en su
última década. No fueron exitosas y celebradas sus composiciones en su época,
quejándose amargamente de que harían falta, a lo menos, 50 años para que se
entendiese en toda su magnitud. No anduvo muy desacertado. Hoy lo contemplamos
como integrante del armazón histórico del sinfonismo, participando de la
transición medular que va desde Haydn hasta Shostakovich, pasando por
Beethoven, Brahms, Bruckner y él mismo. Seguramente no ayudó su condición de
judío, a pesar, incluso, de su conversión al catolicismo, ya que padeció los
prejuicios antisemíticos en su obra. No le facilitó publicidad tampoco,
supongo, el que sus principales valedores fueran los componentes de la Segunda
Escuela de Viena, por su vanguardismo atonal radical. Y, por último, tampoco le
beneficiaría a título póstumo el hecho de que se erigiera como gran adalid de
los destinos de Europa un tal Adolf Hitler, quien sometió al ostracismo su
creación bajo el atributo de arte degenerado. Pero gracias a Dios, el nazismo
terminó derrocado, y la desaparición de estigmatizaciones en el mundo
occidental permitió su paulatino rescate del olvido, que a la postre no fue tan
radical como el que sufrió Bach, y, poco a poco, directores como Leonard Bernstein
o Bruno Walter lo fueron recuperando en los auditorios.
Pero, en mi opinión, si algo
sirvió de manera determinante para rehabilitar su figura y obra, fue sin duda
el estreno de la película de Luchino Visconti, Muerte en Venecia, pues fue capital en su éxito la utilización de
nuestro Adagietto como eje nuclear de su banda sonora. Dicha película adapta
el relato homónimo de Thomas Mann, y las tres obras conforman un triángulo
argumental sobre el que se discute mucho cuál es su objeto inspirativo.
Independientemente de la intención última que moviera a cada autor a crear su
obra, yo encuentro que ese objeto es la belleza, aunque Thomas Mann, en su
novela corta, que en definitiva es la que origina esta relación, juega con
nosotros un poco al despiste. Y ello porque utiliza dos nombres para espolear
nuestra confusión.
El primero es el nombre del
protagonista de la novela, Gustav von Aschembach. Mann más que probablemente se
inspiró en la figura del compositor Gustav Mahler, quien falleció de una
dolencia cardiaca cuando comenzó a escribirla, durante un viaje que realizó a
Venecia en 1911. El personaje toma el nombre de pila del compositor, aunque cambiaría
su profesión por la de escritor, tal vez porque, a pesar del gusto y amor de
Mann por la música, especialmente por la de Wagner, se encontraría más cómodo
con un personaje que desarrollase su profesión. Así, aprovechaba también apuntes
autobiográficos, y un estado de ánimo depresivo ocasionado por el suicidio de
una de sus hermanas, que lo sumió en una honda crisis y apatía creativa, ya que
este relato fue lo único que escribió en esa época. De Mahler quizá
aprovecharía su final trágico, y su convulso último año, con la infidelidad de
su mujer Alma con otro escritor, con la cual se había casado 9 años antes,
doblándole casi la edad. Pero esta conexión entre ambos artistas ha permanecido
oculta durante largo tiempo para muchos críticos, ya que no se sabía a ciencia
cierta que se conocieran. Recientemente ha aparecido una carta de Mahler a
Mann, motivada por un encuentro fugaz tras el estreno de su sinfonía nº 8 en Munich,
al que había sido invitado Mann, y tras el cual, el escritor le había hecho
llegar su homenaje en una breve epístola junto a un ejemplar de un libro suyo.
No obstante, esta relación debió ser más intensa, puesto que el cuñado de Mann,
Klaus Pringsheim, había sido alumno de dirección del director en 1906.
Seguramente Visconti debió intuir
esta relación, que unido al gusto de Mann por la música, lo animó a utilizar
una obra de Mahler para ambientar su adaptación cinematográfica de la novela. Tanto
es así, que el cineasta le transmutó al protagonista su profesión, de escritor
a compositor, para acercarlo y confundirlo, aprovechando el nombre de pila, con
un hipotético trasunto biográfico del músico. Quizá le entusiasmó el lirismo
arrebatado de la pieza, pero también debió jugar un papel crucial los acordes
que presenta protagonizados por el arpa, cuyos arpegios siempre resultan
evocadores acuosos, nada mejor para una acción desarrollada entre los canales
de Venecia y las playas del Lido. Lo que quizá no intuyera el director es que
la pieza musical podría estar mucho más profundamente relacionada con el carácter
de sus respectivas obras de lo que él pensaba.
Pero antes de proseguir con esta
relación, deberíamos revelar el segundo nombre con el que Mann juega a
despistarnos, no sé si voluntariamente. Y es que si hay duda de cuál fue su primordial
inspiración, evidentemente ésta se encuentra en Platón. Casi al final de su
novela, incrusta una cita que parece sacada de uno de sus diálogos, y sin temor
a equivocarnos hemos de pensar que se trata del que lleva el nombre del
personaje que cita, que no es otro que Fedón. Pero en su diálogo homónimo,
Platón no escribe literalmente lo que Mann nos encierra entre comillas como si
lo hubiera copiado. Yo pienso que es una recreación suya, y que debió haber
utilizado, más bien, el nombre de Fedro en lugar del de Fedón, pues tiene más
que ver esta cita con el trasunto de ese otro diálogo homónimo: la belleza.
De este modo, podríamos
considerar, tanto el libro como la película, la cual es una fidedigna
recreación del anterior, como un desarrollo o una concreción del mismo diálogo
que centra el libro de Platón. El asunto comienza cuando Fedro, paseando con
Sócrates, le hace a éste partícipe de un discurso transcrito de un tal Lisias
acerca de la conveniencia para un amado de corresponder a uno que no es amante
suyo mejor que a otro que sí lo es. Es un recurso frecuente en Sócrates el
exponer en boca de otros argumentos que a priori pueden parecernos absurdos,
para él, inmediatamente después, rebatirlos con sus sólidas teorías. Pero es
justo reconocer que los argumentos descabellados son tan bien llevados que a
veces podríamos pensar que nos quiere convencer de lo absurdo.
En cualquier caso, ya la
exposición de la teoría ajena que luego rebatirá, nos lleva a una serie de
datos que son interesantes al considerar luego la trama de la película. El
primero de ellos es la definición, deleitosa, que hace del amor, como ese
impulso que nos arrastra en pos de la belleza: “al apetito que, sin control de
lo racional, domina ese estado de ánimo que tiende a lo recto, y es impulsado
ciegamente hacia el goce de la belleza y […] es arrastrado hacia el esplendor
de los cuerpos, y llega a conseguir la victoria en este empeño, tomando el
nombre de esa fuerza que le impulsa, se le llama Amor”.
Pero esta belleza, parece, sólo
se plasma en el cuerpo de un joven, pues en todo momento, tanto el objeto de la
teoría de Lisias como de los discursos irónico y antitético de Sócrates, son
supuestos jóvenes, de quienes se enamoran o sienten atraídos personas maduras y
doctas. Por tanto, establece también una distinción entre los actores activos y
pasivos del amor. El activo será alguien preparado, maduro, capaz de distinguir
la belleza, mientras que el amado es ingenuo e inexperto, y para quien esta
relación deberá ser fuente de crecimiento y también de aprendizaje y descubrimiento
de dicha belleza. Esto ya encierra una perversión, pues alguien puede ver aquí
una exaltación de la homosexualidad. Yo no lo veo, y sí una evidente misoginia
o machismo. Pues en ningún momento se contempla a la mujer como objeto de este
deseo irrefrenable provocado por la belleza, probablemente porque no es
depositaria de ella, porque no se le presupone otro papel más que el de esposa
y madre. Tampoco es bisexualidad manifiesta, porque en sus razonamientos, una
virtud del amante es la discreción, por lo que esta relación aparentemente
homosexual debe ocultarse a los ojos de la sociedad, y mantenerse en los
íntimos círculos del elitismo cultural, evitando de este modo su rechazo. Más
que homosexualidad, pues, veo yo que lo que predomina es la desinhibición en el
comportamiento de los hombres de aquella época. No podemos olvidarnos de que
vivían en sociedades belicistas y que los hombres podían pasar periodos
extensos de tiempo sin la compañía de una mujer. Además, en uno de sus
comentarios, desprecia la afectación y afeminamiento en el vestir y en el
cuidado de los amados, reprobando a aquellos amantes que se inclinan por
sujetos mollares y engalanados en vez de varones vigorosos y fornidos aptos
para el combate. Esto me parece pertinente referirlo porque muchos han visto en
el libro de Mann, a ojos de la sociedad de inicios del siglo XX, una
degradación del protagonista por un impulso homosexual, y eso debilitaría el
trasunto más importante de lo que hablamos: la contemplación y la atracción de
la belleza.
¿Pero cómo puede ser congruente
una búsqueda de lo recto con un impulso ciego? Platón comienza a aclararlo
permitiéndose la licencia de abandonar cualquier razonamiento lógico para decir
que si Amor es un Dios, cómo va a querernos causar ningún mal. Y justifica ese
estado de abandono, desazón, locura y embriaguez del enamoramiento, que él
denomina manía o demencia, como un regalo extático de los dioses que se da
hasta en cuatro ocasiones: en el arte profético, inspirado por Apolo, en el
místico, por Dionisos, en el poético, avivado por las Musas, y en el amatorio,
nutrido por Afrodita y Eros. Esto dignifica el frenesí del amor, puesto que es
un regalo de los dioses, frente a la sensatez del no enamorado, la cual es un
asunto ya humano, y por tanto de inferior calidad.
Es por esto que el estado de
ofuscación y desasosiego del amante no va a ser más pernicioso para el amado
que la arrimadura lógica y sopesada del no amante, sino que es un estado
natural y necesario para acceder a la contemplación de la belleza en el ser
amado, pues éste es el fin del amor.
Para explicarlo, comienza
hablándonos de la naturaleza del alma, o, por mejor decir, de su apariencia,
pues saber cómo realmente es el alma, no nos es posible. Lo primero que nos
advierte – y ahora soy yo el que se permite la licencia de saltarse su
razonamiento, y dándolo por bueno como si fuera la lógica de los dioses- es que
el alma es inmortal. Y esta se compone, para que nos hagamos una idea de su
comportamiento, siguiendo un ejemplo ecuestre, de un auriga que domina dos
caballos. En los dioses, la biga estaría tirada por dos caballos blancos,
tendentes a la rectitud y a lo sublime, que impulsaría eternamente sus almas
más allá de la esfera de los cielos, donde habitan las esencias puras de las
cosas, esas ideas a las que Platón concede la calificación de lo cierto y lo
real, de cuyas sombras y vestigios se conforma nuestro mundo real. El alma de
los humanos, sin embargo, unce un caballo blanco como el de los dioses, pero el
otro es negro, y tiende a arrastrar al auriga hacia la concupiscencia y el
disfrute terrenal. Como nuestra alma es inmortal, en algún momento acompañó al séquito
de alguno de estos dioses en su paseo transcelestial, contemplando todo ese
universo cierto, gracias a las alas de que dispone y al empuje de la biga; pero,
en un momento dado, por empuje del caballo negro, nuestra alma pierde las alas
y se precipita en la concreción mundanal. Una vez instalada en nuestro mundo,
encarnada en nuestros cuerpos, esta alma debe luchar para conseguir nuevamente
sus alas, que nos liberen de la cárcel de nuestros cuerpos y nos eleven otra
vez junto a los dioses. Para ello, como nuestra alma guarda memoria de las
cosas veras que fueron contempladas, en este mundo nos debemos debatir para el
logro de su conocimiento a través de los vestigios de aquel supracelestial ser,
que alcanzamos a contemplar en este mundo, luchando contra el impulso del alazán
negro hacia el disfrute y goce terrenal. Como nuestro órgano sensorial más
perfecto es la vista, es a través de ella que podemos alcanzar la idea que más
fácilmente no es concedido rememorar: la belleza. La belleza es la idea más
accesible y soportable para la contemplación de nuestra vista, que es a su vez
el sentido más perfecto. Otras ideas, como la justicia, el honor, la honradez,
si fuéramos capaces de ver dentro de la mente y vislumbrarlas, nos cegarían
ofuscándonos, dada la terrible impresión que nos provocaría. La belleza se
encuentra en el límite de nuestro entendimiento al ver su reflejo en los
cuerpos bellos, de los que nos sentimos atraídos desde el primer momento, y esa
atracción hace que no deseemos más que estar cerca del ser amado poseedor de
ella, donde obtenemos gozo, y no alejarnos, lo que nos produciría un dolor
intenso, todo ello con un deseo irrefrenable que nos aturde y nos atolondra.
Ese es el amor, regalo de los dioses, por el que nuestra alma, si está
acostumbrada a “filosofar”, a buscar más allá de esa simple apariencia de
belleza, nos ayudará a rescatar esas alas con que remontar de nuevo el vuelo
hacia los dioses. Pero como el alazán oscuro a veces se encabrita , y nos
empuja hacia su propia satisfacción, no nos permite alzar el vuelo sin haber
gozado también terrenalmente de nuestro ser amado. Por eso, el amor platónico
no es sólo ideal, sino carnal también. Pero si dejamos que sea el caballo negro
quien nos domine, nos empujará a la fornicación y a la reproducción sin más
alta meta. Nuevamente se trasluce aquí el machismo de la época, pues parece que
el impulso hacia la mujer sólo puede ser carnal. Por otro lado, el amor nos
hará que reflejemos en nuestro amado todo aquello que concebimos en el más
allá, para que él también se impregne del interés de alcanzar más altas metas
de entendimiento. No se cansará del amante, pues en su amor verá reflejada su
propia belleza, que también le arrastrará hacia él con amor. Y así, como dos
posesos o maniacos, enamorados, iniciaran el camino hacia el despegue de sus
almas.
Todo este desarrollo y toda esta
emoción es la que transmite Mann en su novela, y Visconti en su película,
magistralmente fidedigna. Gustav Aschembach es ese personaje docto, ilustrado,
que ha luchado por alcanzar las mayores cotas de plenitud en su arte, pero que
se encuentra insatisfecho porque, como Fausto, no ha sido capaz de vislumbrar
ningún alto concepto o verdad que le trascienda más allá de su obra.
Insatisfecho, decide emprender un viaje que le libere del desasosiego, que
finalmente le lleva desde las costas adriáticas hasta Venecia, y allí, como
Lisias, como Fedro, o como Séneca, descubre ese ser deleitoso, querubín entre
Cupido y adolescente Febo, llamado Tadzio, encarnado en un adolescente de
apolínea figura, rubio resplandor en la testa e inocente candor en las
facciones. El docto contempla la belleza como nunca antes lo había logrado
hacer, y desde ese momento su comportamiento torpe, desmañado, absurdo lo
arrastra a buscar su presencia, sin atreverse a hablarle, tocarle o inhalarle.
Es una sensación que le llena de goce y delirio, y que lo pone en evidencia,
que le lleva a acciones ridículas como teñirse el pelo y empolvarse el rostro
como un pulicinella desvaído y extemporáneo. Su amor a su belleza, que le hace
notar que con él ha ascendido más cerca de la gloria que con tantos años de
dedicación desapasionada, le compromete, al querer salvaguardarlo de una mal encubierta
epidemia que parece estar asolando a Venecia con la llegada del siroco,
dirigiéndole a su familia la palabra de una manera exaltada y estentórea.
Finalmente, bien por una fragilidad cardiaca, que asemejaría el personaje a
Mahler, bien por ser él mismo víctima de la epidemia, o bien porque su biga
recuperó sus alas ante la contemplación de semejante belleza, su bayo empujó su
alma hacia el mundo de las ideas, abandonado su cuerpo mientras se deleitaba en
la contemplación de los contraluces dorados de su amado bañándose en el
Adriático al atardecer.
No sé si Mahler vislumbró la
asociación que más tarde pergeñaría Visconti entre la obra de Mann y el diálogo
de Platón, pero su formación intelectual, cursando en su juventud estudios de
filosofía, historia y estética musical, al menos, sí nos puede despejar dudas
acerca de que este Adagietto, inserto en esta compleja Sinfonía nº 5 en do sostenido
menor, fuese un simple regalo romántico a su recién bien amada Alma. Es
cierto que coinciden en el tiempo su romance y la composición de la sinfonía,
pero esta comienza un poco antes de ser presentados.
Alma María Margaretha Schindler
no fue simplemente la esposa de Gustav Mahler, sino que fue una mujer de un
carácter marcado y de una personalidad que la hizo sobrevivir a su matrimonio
por encima de su simple consideración conyugal. Fue una mujer criada en el seno
de una familia artística, y fue precoz en sus devaneos románticos, siendo
Gustav Klimt el primer hombre al que besó cuando sólo contaba 16 años, y ya
sabemos de la gracia del pintor para interpretar pictóricamente dicho tema.
Estudió música, contando entre sus profesores con otro importante compositor,
Zemlisky, con el cual también tuvo un pequeño affaire antes de conocer a
Mahler. Cuando esto sucedió, ella contaba con apenas 18 años y él le sacaba el
doble de edad, con lo cual ya tenemos sustancia para el símil del monólogo de
Sócrates: un hombre maduro, cultivado, buscando la belleza, y encontrándola
esta vez en una jovencita bisoña y novicia, que le inunda de la demencia o
manía del enamoramiento, y es en ese estado de éxtasis que es capaz de
completar la sinfonía de la que tratamos. No fue, sin embargo, un espíritu
amante benefactor, pues el carácter agrio y autoritario que ya usaba en su
trabajo como director de orquesta, impuso en ella la renuncia a continuar su
carrera musical. Bien es cierto que le sirvió de ayudante, como copista y
correctora, y que sus dotes artísticas, si hubieran sido sobresalientes, la
hubieran permitido sobreponerse. Pero apenas quedan de ella como muestra un
escaso manojo de canciones. Sin embargo, se inundó de la belleza de la maestría
de su amante, e hizo que para el resto de su vida no se relacionase sino con
hombres sometidos a una análoga demencia, con una promiscuidad y liberalidad un
tanto impropias de la época, pues casi siempre mantuvo relaciones íntimas con
su nueva pareja cuando aún lo era de la anterior. De este modo, tuvo romances o
flirteos con personajes como el arquitecto fundador de movimiento Bauhaus, Walter Gropius, el novelista
Franz Werfel, el pintor Oskar Kokoschka, con el biólogo y músico vienés Paul
Kammerer, e incluso con un sacerdote profesor de teología que se postulaba como
próximo arzobispo de Viena en su tiempo. Pero está claro que la relación que más
le marcó fue la de Mahler, conservando tanto su apellido como su legado.
Que la sinfonía no fuera un
simple regalo de enamorado lo denota su comienzo. Tiene 5 movimientos, aunque
se pueden distinguir en ella 3 episodios, el primero del cual lo conforman los
dos primeros movimientos, de los cuales, el de apertura, es una marcha fúnebre.
Contextualmente lo justifica el hecho de que al inicio de su composición, en
1901, Mahler había padecido un problema de salud muy serio que casi lo lleva a
la tumba. De ahí ese inusual comienzo para una sinfonía. Y como mi juego es
hacer paralelismos, éste es el que yo encuentro. Según la teoría platónica, la
vida mortal no es más que el aprisionamiento del alma dentro del cuerpo humano,
lo que podría traducirse como una verdadera muerte del alma, acostumbrada desde
su primera eternidad a su conjunción con los dioses. Es un movimiento de acento
áspero y retorcido, al que se sobrepone ocasionalmente un bramido que asemeja
un infierno que se abre y flamea. Prosigue el segundo movimiento la marcha
fúnebre como si fuera el mismo Dante atravesando las distintas capas del
averno, perdiendo el equilibrio y hundiéndose en las simas de la desesperación,
descarnándose, de este modo, las yemas de los dedos, y partiendo las uñas para
tratar de huir de él. Finalmente, como si rompiera una acerada cáscara de dolor,
brota de la muerte a la vida como un manantial sonoro en un penúltimo estallido
orquestal, mientras un eco tenebroso recuerda al alma su trozo de Eurípides que
mantiene como rehén.
La parte central la constituye el
tercer movimiento, un scherzo, o sea, una broma musical, subtitulado como
“poderoso, no demasiado rápido”. Es un movimiento que ya rezuma vida, y una
cierta alegría, al constituir su base un landler, canción popular austriaca,
que a veces se ennoblece a través de una sutil transformación en vals, pero no abandonando
una cierta disonancia. Es una iniciática experiencia vital, desordenada, sin un
rumbo claro, plena de experimentación y duda.
De pronto se hace el silencio y
llega nuestro ansiado Adagietto. Debería
ahorrarme las palabras e invitarte simplemente a su escucha. Pero como he de
establecer un puente con el final, recuperado del primer erizamiento de la
piel, diré que es como un retozar obnubilado en un tibio plasma enredado junto
a tu ser amado, o una danza de entreveradas anatomías cuales marionetas ingrávidas
y suspensas de tiernos cordajes sedeños en una cálida postrimería crepusculina.
Sumido en este éxtasi idílico, un pequeño crescendo te recupera la compostura,
y para cuando crees sobrevivir al lirismo y embelesamiento, aparece nuevamente
el arpa para cimbrear las más recónditas y lúbricas sensaciones extasiantes.
Vuelve el vello erizado y te dejas llevar a un apocalipsis sonoro que luego va
muriendo en la eviterna cuerda acariciante.
Tu alma ya ha sido transportada y
da casi igual que la música continúe. Pero como no has abandonado este mundo,
lo que cambia es su percepción, que pasa de trágica y pesimista a alegre y
esperanzante. Ahora viene la labor del alma para aprovechar las alas que han
germinado en nuestro espíritu para alzar el vuelo tras la contemplación de la
belleza. Así, el último movimiento va surgiendo como flores que se abren a la
aurora, como rocío que acaricia pétalos, como color que surge en las siluetas.
Los vientos, como céfiros, van abriendo nuestro corazón a la naturaleza como
una enorme ventana desplegada, recuperando ahora la música la armonía y
abandonando la estridencia. Ahora es ella la que decide dejarse llevar por el
anacarado alazán o por el potro azabachado, hacia la gloria o la lascivia. Pero
la música recupera en un tono grácil y liviano la melodía del Adagietto y nos recuerda nuestra misión
de traspasar las estrellas. El movimiento continúa rememorando los temas ya
expuestos en toda la obra, pero con un carácter amable y optimista,
dirigiéndonos hacia esa otra nueva muerte, ahora dulce y empírea, que nos
conecte con la inmensa y verdadera belleza.
Para terminar, sólo me resta
manifestarte mi discrepancia con un aspecto de la teoría de la belleza de
Platón: él creía que la belleza sólo se alcanzaba por el más perfecto de
nuestros sentidos, el de la vista. Pero es que él no conocía la perfección
laberíntica de nuestro oído interno, y cómo unos simples yunque, estribo y
martillo son capaces de transmitir la vibración de un tímpano, que como pellejo
de timbal, mediante unas simples percusiones sonoras, son capaces de elevarnos
sobre un prodigioso cantil que nos permita alcanzar esa morada olímpica más
allá de los límites del firmamento, para reposar en una grama áurea, mientras
Ganímedes nos escancia en canoros cálices el ámbar de los dioses y acaricia
nuestros labios con la ambrosía filarmónica.
11 de Junio
Se ha escrito tanto y es tan famoso Richard Wagner, que es ocioso presentarlo. Te muestro una de sus escasas incursiones sinfónicas. A pesar del título, no la busques inserta en ninguna de sus óperas, ni siquiera en las del ciclo de El anillo del Nibelungo.
Su génesis fue romántica. Y su título, posterior. Era Wagner lo que hoy llamaríamos un macho alfa. Tuvo que poseer una personalidad apabullante y arrolladora, hasta el punto de poder anular la autoestima de personalidades singulares, como fue la del gran director de orquesta Hans von Bulow.
Este fue alumno del gran compositor Liszt, y fruto de ello, y de la relación musical con su hija Cosima, surgió su matrimonio con ella. Probablemente más debido a una atracción y admiración por parte de ella que a un enamoramiento propiamente dicho. Si a ello le sumamos la estrecha relación que el matrimonio y el propio Liszt mantuvieron con Wagner, pues de esos polvos, estos lodos. ¿O quizá al revés?
El caso es que, durante su estancia en Baviera, junto a su monarca Luis II, otro personaje singular y perdídamente rendido al genio del compositor, las relaciones se estrecharon tanto que Wagner y Cosima se hicieron amantes. Tuvieron la primera hija juntos sin haberse roto las relaciones de ella con von Bulow, de tal manera que a esta hija la bautizaron Isolda von Bulow. Tuvieron otra hija más hasta que Cosima abandonó definitívamente a su marido para irse a maridar con Wagner. A pesar de su comportamiento atrevido y provocador para su época, no se pudieron librar del consabido escándalo, lo cual provocó que la pareja se marchara a vivir a Suiza, a Tribschen, a una villa sobre el lago Lucerna. Allí obtuvo Cosima el divorcio en 1870, tuvo junto a Wagner a su tercer hijo, Sigfrido, en 1869, y finalmente se casaron, también en 1870.
La obra fue un regalo sorpresa a su recién esposada Cosima por todos estos acontecimientos, y coincidiendo con su cumpleaños, que caía en la víspera de Navidad, de ahí que esté escrita para una orquesta de cámara, para ser interpretada en su propia residencia. Vaya lujo de regalo.
El nombre original fue Regalo sinfónico de cumpleaños, pero posteriormente pasó a llamarse Idilio de Tribschen hasta adquirir el definitivo de Idilio de Sigfrido, en honor a su hijo, y no, como algunos piensan, al protagonista de su ciclo operístico tan famoso.
Hans von Bulow nunca abandonó su amistad ni su admiración por Wagner, y, a pesar de la jugarreta, no fue óbice para que estrenara, después del affaire, dos óperas suyas: Tristan e Isolda, y Los maestros cantores de Nuremberg.
12 de Junio
Una nueva obra cuyo conocimiento asocio al cine, pues fue usada por Gonzalo Suárez para su poética película Remando al viento, que es donde la escuché por primera vez. Ya hablé profusamente de ella en otra página de mi blog, relacionándola con el tema nucleario de toda la entrada, que fue la creación de Frankenstein, por lo que te dejo el enlace a continuación.
https://alacenayalma.blogspot.com/2018/02/frankenstein.html
Pienso que probablemente, y dada la temática de la novela y su inicio en aguas polares, el director se vio atraído por varias composiciones del autor, el británico Ralph Vaughan Williams, que se titulan Sinfonía antártica y Sinfonía marina. Pero al comprobar el primor de la obra que nos ocupa, seguramente no pudo sustraerse a su arrebatadora belleza y a ese lirismo trágico que rezuma, y fue la que eligió. Pero es sólo una simple elucubración mía.
Es una obra difícil de representar por necesitar dos orquestas enfrentadas y un cuarteto de cuerda, las cuales deben alejarse para contestar como en lontananza la una a la otra. Desarrollando así la esencia del título, fantasía, obra de menor rigidez y más imaginación melódica, en la que, al igual que en la obra festejada, la Why fum'th in fight de Thomas Tallis, nos embriaga con ese canto imitativo antiguo.
Música para bogar y soñar, y al bufado del amor, soltar velas. Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis.
13 de junio
Pasamos a otra obra de un lirismo desmesurado, de una enorme elegancia melódica, que, no obstante, acudió a la inspiración del compositor, Sergei Rachmaninov, en un momento de dudas y baja autoestima, principalmente por el fracaso de su Primera Sinfonía. Y a pesar de haber compuesto en el tiempo entre esa y la que nos ocupa su Concierto nº 2 para piano, que le valió un 2º Premio Glinka en su Rusia natal.
Quizá lo determinante fue alejarse del enrarecido, sobre todo políticamente, ambiente ruso de la Revolución de 1905 y viajar hasta Alemania, lo cual le permitió, por añadidura, relajar su intensa actividad interpretativa como director. En este nuevo sosiego encontró inspiración para su otra obra comentada en este viaje, La isla de los muertos, y esta otra, Sinfonía nº 2 en mi menor, Opus 27.
Las críticas por su escaso vanguardismo en la composición quedan relegadas, con el paso del tiempo y la descontextualización de su obra, al absurdo, ¿pues quien es incapaz de conmoverse ante semejante canoricidad? (palabro).
14 de junio
Robert Schumann responde al retrato típico de artista romántico. Literato, compositor, crítico musical, amor apasionado por la hija de su maestro, Clara Wieck, la cual, a su vez, era virtuosa pianista, a la que cortejó siendo muy joven y ante la oposición del padre de ella. Schumann mismo era un gran pianista que truncó su carrera por alguna lesión en su mano izquierda, que no está bien aclarado hoy día cómo se la provocó, por lo que se tuvo que enfocar en la composición, con el gran apoyo de su mujer, Clara.
Para redondear su estampa romántica, además padeció trastornos psiquiátricos, con intento de suicidio de por medio, que no se sabe bien si achacarlo a un trastorno bipolar o a una enfermedad muy en boga entonces, la sífilis, bien por su acción directa sobre el cerebro, bien por acción de la sustancia usada para su tratamiento, el mercurio.
Compuso su Sinfonía nº 2 do mayor Opus 61 en 1845, año en que cambió su estilo de componer, abandonando el piano como referente, gracias a unos estudios de contrapunto que realizó ese mismo año. El tercer movimiento, el que nos ocupa, un Adagio espresivo, cambia, para dar un acento elegíaco, a la tonalidad de do menor.
Como crítico, elevó a los altares a Mozart, Beethoven y Weber, y mantuvo disputas con Wagner y Liszt. Influyó bastante sobre Brahms, con quien él y su esposa mantuvieron una estrecha relación pupilar.
15 de junio
Johannes Brahms fue acogido, tal como vimos antes, por el matrimonio Schumann, justo antes del declive psíquico de Robert, su intento de suicidio, su internamiento en un psiquiátrico y, finalmente, su muerte por neumonía. Como herencia a Brahms le quedó un profundo afecto, y posterior amor, por su difunta Clara, no estando claro si la relación fue del todo platónica. El caso es que Brahms nunca se casó, ni con Clara ni con nadie.
Como casi todos los grandes músicos de la historia, Brahms tenía un talento innato, en este caso para el piano, y disponía de un oído absoluto, es decir, un oído capaz de distinguir perféctamente las notas al oírlas. Fue, no obstante, un músico concienzudo, y no fue hasta los 40 años que empezó a componer sus obras sinfónicas, a excepción de su primer concierto de piano. De ahí que sus sinfonías hayan entrado, por derecho propio, debido a la madurez y transparencia de sus sonoridades, en el gran eje de la evolución histórica sinfónica, recogiendo el legado de Beethoven, Schubert y Schumann.
Por su delicadeza, su cristalina exuberancia, te traigo el Poco allegretto de su Sinfonía nº 3 fa mayor Opus 90
16 de junio
“Yo tenía una granja en Africa” ¿Qué buena historia de amor en el cine tiene un final feliz? ¿O en la literatura? ¿O que no sea amargo? Quizá se deba a que, para ser contada la historia, ésta debe haber finalizado. Porque mientras esté latente, ¿ quién pierde el tiempo en contarla en vez de vivirla? Es cierto que algunas se truncan por el óbito de uno de los circunstantes. Pero es que ninguna historia, por bella e intensa que sea, resiste el paso del tiempo y el bronco tajo de su aliada biológica, la muerte. El amor puede ser eterno, pero no nosotros, que somos su sustento.
17 de junio
18 de junio
19 de junio
20 de junio
Felix Mendelssohn es considerado hoy día uno de los baluartes del
cimero romanticismo alemán. No obstante, su vida lo llevó por un sendero
alejado del prototipo romántico. Si por romanticismo hemos de entender una
actitud vital desafiante frente a las normas establecidas, impregnado de sensualidad
e individualidad, ésta sólo podía manifestarse mediante una confrontación hacia
las reglas más rígidas de la época anterior, el clasicismo.
Mendelssohn, lejos de llevar una
vida atribulada y bohemia, creció en un ambiente mimoso y protector, en el seno
de una familia acaudalada, culta y prestigiosa, que le permitió, entre otras
cosas, codearse con los prebostes de la élite cultural y artística de la
Alemania de su tiempo. Esto le posibilitó adquirir una formación musical
académica, basada en el estudio de las obras clásicas y barrocas, gracias a las
inquietudes musicales que algunos miembros de su familia habían sentido, entre
ellos sus abuelos, que se conocieron en la Sing-Akademie
de Berlín, o su tía abuela Sara Itzig, que también perteneció a esa
institución, aventajada pianista que fue alumna de Wilhelm Friedemann Bach. A ello unió su don
pianístico como niño superdotado, e hizo que se impregnara de unos fundamentos
musicales muy marcados por el pasado.
Pero si bien musicalmente
podíamos considerarlo conservador, en el resto de aspectos de la vida cultural
se vio muy imbuido por el movimiento romántico, hasta el punto de mantener una
temprana amistad, por su juventud, pues apenas contaba con doce años, con una
de las principales figuras, y uno de los fundadores, del romanticismo alemán:
Goethe, el cual se había convertido en un asiduo de su residencia, y se
interesó por primera vez en el arte musical gracias al influjo del bisoño
compositor.
El romanticismo es un movimiento
cultural que surge durante el siglo XVIII, tal vez como reacción o consecuencia
de los procesos revolucionarios de la época, principalmente la revolución
industrial. Esta originó una gran transformación social, y, frente a ella,
eclosionaron nuevos aspectos en la producción artística. Uno de ellas fue
preponderar el individualismo, con sus ataduras sensoriales y sentimentales,
frente al racionalismo previo. También lo fue la añoranza del pasado reciente
perdido, lo que provocó una exaltación de la propia historia, pero también de
la leyenda, con la nostalgia de ficticios paraísos perdidos y la creación de
nuevos mitos, impregnados de pasión y arrebatos. Este movimiento tomó su punto
de partida, sobre todo, en Alemania y en Gran Bretaña, y en esta última adquirió
un papel esencial la obra poética de un autor llamado James McPherson
(1736-1796), quien había declarado encontrar y traducir unos manuscritos
antiguos en lengua gaélica, atribuidos a un bardo llamado Ossian, gestando un
ciclo epopéyico y legendario celta que influirá en los escritores de la época,
exacerbando de esta manera un incipiente espíritu nacionalista. No obstante,
los críticos, posteriormente, creyeron que fue invención dicho descubrimiento,
pues nunca aparecieron los legajos atribuidos al tal Ossian, pero su influjo
fue enorme y quedó establecido el poso a partir del cual surgiría el movimiento
romántico británico. Uno de sus mayores exponentes fue el gran escritor escocés sir
Walter Scott, que se impregnó de todo el subjetivismo, nacionalismo y exotismo
de lo antiguo y legendario de su nación, escribiendo libros como Rob Roy, Ivanhoe o Waverley, que podrían considerarse como precursoras, si es que no
lo eran ya, de la novela histórica.
Scott fue uno de los primeros
escritores internacionales de la historia, consiguiendo ser un superventas
allende su patria escocesa, por lo que fue muy difundida y leída su obra en
Europa, Australia y Norteamérica.
Esta fama, acrecentada por el
estímulo de Goethe, y el ardor romántico de la época, que impregnaba el
sentimiento de Mendelssohn, fue el que le impulsó a viajar a Escocia en el año
1829, con el objetivo primordial de conocer a Sir Walter Scott, y aunque fue
fugaz su encuentro, en la decrepitud del escritor, y cuando se disponía a abandonar
su residencia de Abbotsford, agobiado por las penurias económicas que
arrastraba por problemas financieros, el viaje sirvió para estimular su vena
creativa, con la poderosa impresión que le provocaron las Highlands, y las
islas Hébridas y su cueva de Fingal, uno de los trasuntos del ciclo ossianico, y origen de su famosa
obertura.
Pero una de las cosas que más le
impactó fue la visita al palacio real de Holyrood:
En el crepúsculo cada vez más profundo,
fuimos hoy al palacio donde vivió y amó la reina María. Allí se puede ver un
cuartito al que se accede por una escalera de caracol: por aquí llegaron y
encontraron a Rizzio en el cuartito, lo sacaron a rastras, y tres cuartos más
allá hay un rincón oscuro donde lo asesinaron. La capilla cercana ahora no
tiene techo, está cubierta de hierba y hiedra, y en el altar derruido María fue
coronada Reina de Escocia. Todo está en ruinas y decaído, y el cielo brillante destaca.
Creo que hoy he encontrado el comienzo de mi Sinfonía escocesa.
Efectivamente, incluso para el
turista actual, la visita a Escocia y, concretamente, a Edimburgo, sigue
embebida del influjo de este periodo de su historia, en que por última vez fue
independiente y que marcará el destino real compartido por ambas naciones,
Inglaterra y Escocia, bajo los auspicios de la nueva estirpe jacobina,
descendiente de la desgraciada reina María.
Pese al ardor romántico florecido
que le supuso la visita a esta cuna del romanticismo, su formación académica y
su escritura escolástica provocaron que no fuera hasta 1942, 13 años después,
que la terminara y pudiera así estrenarla. En ella destaca su tercer
movimiento, Adagio, una pieza de
exquisito lirismo, de actitud contemplativa, y seguramente la música que
comenzó a gestarse en su mente cuando permanecía en las umbrosas ruinas de la
capilla y en las lúgubres estancias del palacio de Holyrood.
Y es cierto que cuando se escucha
esta Sinfonía
nº 3 la menor, Op. 56 “Escocesa”, uno no puede dejar de estar pensando
en lo que fue la vida de la desdichada María Estuardo.
El primer movimiento, sin guardar
la estructura sonata de las sinfonías de la época, comienza con unos acordes
oscuros y reposados que hacen rememorar su llegada a Escocia, a través del
fiordo de Forth, un día oprimido por triste bruma y pesada calígine, que no
obstante permitió burlar a los barcos ingleses de su prima Isabel, deseosa de
impedir su arribada por la amenaza que podía suponer para su reinado, pues
María descendía de manera legal de una hermana de Enrique VIII, mientras que
Isabel era hija de la repudiada y ajusticiada Ana Bolena, a la cual el monarca
le retiró sus derechos dinásticos.
María había crecido en la corte
francesa, adonde fue llevada con 5 añitos, pues estaba desamparada tras ser
coronada, a los seis días de su existencia, debido a la repentina muerte de su
padre, el rey Jacobo V. El objetivo era refugiarla de los ardides de la nobleza
protestante para conseguir convertir a la monarquía escocesa de su confeso
catolicismo, y también protegerla de los intentos de Enrique VIII por tratar de
eliminar el peligro dinástico que suponía, mediante un ventajoso matrimonio con
su hijo Eduardo. Allí en Francia creció en un ambiente de galantería y libertad,
en una corte de excesiva liberalidad y munificencia, pese a lo cual ninguna
tacha pudo costarle a esta desgarbada princesita de metro ochenta, ojos
ambarinos y tez clara, prometida y casada en la infancia con el delfín
Francisco, nada de lo cual impidió su primera tragedia: la muerte a los 18 años
de su esposo por una otitis complicada, motivo por el que abandonó Francia para
reivindicar su corona escocesa.
El cambio de humor de este
movimiento desde un andante con moto
a un más tumultuoso Allegro un poco
agitato, nos puede evocar la fría acogida de sus cortesanos, en una corte
austera y aburrida, debido al árido calvinismo que imperaba en su ausencia. Con
tan solo 18 años, hubo de sobreponerse a unos secos y suspicaces nobles
acostumbrados a hacer su antojo, liderados en un principio por su hermanastro
bastardo Jacobo Estuardo, conde de Murray, para lidiar con el protestantismo,
aun manteniéndose ella en la fe católica, guerrear y vencer una insurrección
católica, y hasta mantener su reputación a salvo mandando decapitar a un
poetastro, que tomó a la ligera unas carantoñas de la reina para colarse debajo
de la cama de su dormitorio.
El segundo movimiento, Vivace non troppo, es un scherzo, lo cual, literalmente,
significa broma. Es un tipo de movimiento alegre y desenfadado, y en mi
hipótesis sugestiva de la obra, estoy viendo la burla a su prima Isabel, cuando
ésta quiso entrometerse en la elección de un nuevo cónyuge, con el propósito de
tenerla controlada. Pero fue una disputa entre zorra y gallina, porque al final
lo consiguió oponiéndose determinadamente a un pretendiente, finalmente elegido
por María, pero que había sido devuelto a la corte escocesa por iSabel
precisamente para engatusarla con un pretendiente en teoría adepto de ella.
Aunque muchos críticos repiten las reminiscencias folclóricas escocesas de esta
pieza, a mí me recuerda mucho a la obertura que compuso para Sueño de una noche de verano, donde todo
es burla y fábula. También podríamos vislumbrar ese conato de guerra civil con
su hermanastro, en la cuál no se dio ninguna batalla, sino un juego de gato y
ratón, persiguiéndose por la geografía caledonia, en que los ejércitos
decrecían por las deserciones, terminando victoriosa, en todo caso, nuestra
reina.
Llegamos por fin al motivo de
esta entrada, una pieza tranquila y contemplativa, en que su estructura de
sonata distingue claramente dos temas bien diferenciados. El primero, sosegado
y tierno nos podría rememorar el idilio de la reina con su nuevo galán, Lord
Darnley, familiar lejano de María por ambas ramas de su ascendencia, hombre de
buen plante y caro atractivo. Aunque tuvo que suceder que enfermara de
sarampión para despertar el instinto maternal de la reina, para que ella
dulcemente se enamorara mientras extremaba sus cuidados hacia él. Luego sigue
el segundo tema, en modo de marcha, y que a mí me sugiere una marcha nupcial al
estilo de la famosa de Lohengrin. Todo lo que tenía Lord Darnley de bello y
elegante lo tenía de patán y petulante, de vicioso y altanero, y ruin y
traicionero. Queriendo tomar el mando del reinado, conjuró junto a los lores
protestantes para sojuzgar la autoridad de la reina, y para eliminar a su
consejero y confidente, David Rizzio, un artista advenedizo encumbrado a
secretario, bajito, contrahecho y cetrino, a quien le habían endosado un más
que dudoso papel de amante de la reina. Todo ello perturbó las relaciones de ls
reyes, con altibajos en los sentimientos de ella, que entonces estaba
embarazada de su hijo y futuro heredero, lo cual lo notamos en el desarrollo y
exposición del primer tema, ahora más inestable y agitado. Y posteriormente
vuelve a sonar la marcha, ahora con tutti y apogeo de fanfarrias, lo cual ya no
denota tanto romanticismo, y sí algo de arrebato celoso y furia desmesurada,
que es la que tuvieron con Rizzio, al que asesinaron de más de cien puñaladas
ante la presencia de la reina. Vuelve el tema inicial, pero ya con un son de
nostalgia y amargura, que nos lleva al último movimiento.
Mendelssohn especificó en su
partitura que quería que su obra fuera interpretada del tirón, sin pausa entre
movimientos. En el último se distinguen dos partes. La primera, Allegro vivacissimo, y que el mismo
compositor la subtituló como Allegro
guerriero, cuyo ritmo vivo y contrastante, furibundo y agitado, nos puede
recordar el resto de la vida de la reina, repleta en un par de años iniciales
de sucesos trepidantes y angustiosos, con su escapada del palacio de Holyrood,
de su corte y su marido, la confrontación con los nobles, el perdón a su
marido, la muerte de éste en un atentado explosivo, a lo Carrero Blanco, la
inculpación de ella, su rapto por uno de sus más abyectos seguidores, que la
obligó a casarse y la dejó embarazada, y su huida final a Inglaterra a buscar
el refugio y amparo de su prima. En resto de su vida, 18 años, también la
condenso en este movimiento, pues fue una continua peregrinación por
reclusiones forzosas por Inglaterra, prisionera de su prima, cuya única válvula
de escape fue promover algún que otro complot para liberarse o para deponer a
Isabel, y que finalmente nos lleva a la aparente conclusión del movimiento y la
sinfonía, un tema tocado por clarinete y fagot, con un leve soporte de las
cuerdas, que nos retrotrae al inicio de la obra, y que se va apagando poco a
poco, como si describiera el camino de María hacia el cadalso para terminar su
vida, decapitada, para tranquilidad y solazo de su oponente familiar.
Pero, de repente, surge la
segunda parte del movimiento, una de las partes más criticada por músicos y
analistas, pues en su opinión rompe la simetría y redondez de la obra,
incrustando un tema poco acorde al espíritu general de la obra. Este Allegro maestoso assai recuerda un poco
a la Pompa y circunstancia de Elgar,
y teniendo en cuenta que la obra estaba dedicada a la reina Victoria y su
marido Albert, no es difícil intuir que se trate de un final solemne y
majestuoso en consideración a ellos, con un aire laudatorio y festivo. Yo, por
mi parte, para engarzarlo todo con mi historia, veo el triunfo final de María
después de su muerte, como las brujas anunciaron a Banquo en la obra de
Shakesperare, MacBeth: ella no reinó finalmente en Inglaterra, pero su hijo
Jacobo, a quien no vio jamás después de cumplir 10 meses, sería el heredero del
trono después de la muerte de la huera y ambiciosa Isabel.
Te pongo, pues, dos vídeos, uno
con el Adagio solamente, y otro con
la obra completa. Mendelssohn no fue un músico programático, así que su música
no nos describe nada concreto. Así pues, escucha y ensueña, y crea tu propio
cuento.
21 de junio
22 de junio
23 de junio
Sin duda, la época más feliz de Wolfgang Amadeus Mozart fue la que
arrancó tras el primer tercio de la década de los ochenta del siglo XVIII. Su
vida se desarrolló hasta entonces en una jaula de opresión y coacción ejercidas
por dos factores fundamentales. El primero, el cual era compartido por el resto
de músicos, las dificultades, si no imposibilidad, de independizarse para ejercer
su profesión de músico y compositor. Para muchos profesionales no era un
problema, pues no se lo habían cuestionado con consistencia nunca, pero Mozart
pasó toda su infancia , junto a su hermana Nannerl, haciendo giras bajo el
auspicio de su padre, que exhibía sus habilidades en la interpretación del
piano prácticamente como prodigios de feria. Aunque esto le robó la infancia,
aparte de otros impactos negativos sobre su psique, le permitió darse cuenta de
la posibilidad de poder vivir independientemente con el fruto de su trabajo.
Pero chocaba con las costumbres y las proscripciones de la autoridad para
lograrlo. De ahí el que una vez que pudo salir de la asfixia provinciana de
Salzburgo, para intentar abrirse camino en el mundo musical de París, rechazara
los requerimientos de su padre para volver a su ciudad natal, donde le había
conseguido un contrato ventajoso a las órdenes del arzobispo Colloredo. El
arzobispo era autoridad tanto eclesiástica como civil, por lo que era imposible
sustraerse a su gobierno, pero lo peor de todo es que al trato degradante como
personal del servicio que se daba a los músicos en general en cualquier corte,
se unía la continua intromisión de Colloredo no sólo en la elección de los
géneros musicales a componer, generalmente religiosos, sino también en la
libertad de Mozart en aspectos tan triviales como la duración o el humor de la
obra.
El otro elemento coercitivo era
la personalidad posesiva y chantajista emocional de su padre, que no permitía a
Mozart realizar ninguna actividad sin su aprobación, y que recurría a la
generación de sentimientos de culpa en su hijo cuando por fin se atrevía a
tomar una iniciativa. Así, culpabilizó a su hijo de la muerte de su esposa, y lo
presionó cuando éste le manifestó su
deseo de proponer matrimonio a la mujer de la que se sentía enamorado, Aloysia Weber.
Presiones de su padre, y disconformidad de la que, a la postre, habría de ser su suegra, pues aún no se había
afianzado la carrera de Mozart, mientras que la de su hija Aloysia sí, como
excelente cantante que era, a la que Mozart incluso ayudó en su formación. Malogrado
este matrimonio, casándose finalmente Aloysia con un reputado actor, Mozart se
dedicó a cortejar a su hermana, quizá por el anhelo de estar próxima a su
amada. Como quiera que, con el tiempo, la carrera de Mozart comenzó a despegar,
pues con determinación decidió abandonar Salzburgo para instalarse en la
capital imperial, Viena, donde logró su primer gran éxito con el estreno de la
ópera El rapto en el serrallo, la
madre ya no lo vio con malos ojos como pretendiente de su otra hija Constanze,
con la que se casó en 1782. Al hecho de independizarse unió la necesidad de
mantener una casa y una familia, con el advenimiento de varios hijos, muchos de
los cuales, como era habitual en la época, morían en la más tierna infancia,
pero el segundo, nacido en 1784, sí que prosperó.
En esa época, se concentró en las
actividades que más beneficios le podían reportar. Tomó a su cargo varias
alumnas de la nobleza para darles lecciones de piano, y se dedicó a la
interpretación de conciertos en los que tocaba el instrumento del que era un
genio, el piano. Y como era habitual entonces, la actividad de intérprete iba
unida casi indefectiblemente a la de composición del material necesario para
mantener la primera. De ahí que en esa época compusiese los más espectaculares
y mejores conciertos de piano de todo su catálogo. Conciertos impregnados de un
enorme optimismo, como manifestaba el uso prominente de tonalidades mayores en
su composición. Lo cual no evitaba, como era seña de identidad del progreso
musical del clasicismo, la fluctuación de la obra desde la tonalidad principal
a otras tonalidades aledañas o relativas. Es lo que hace que en este Concierto
para piano nº 23 en la mayor K 488, su emotivo y suntuoso segundo movimiento,
un Adagio, transponga a su tonalidad
relativa menor, fa sostenido menor, que le da un aire de nostalgia e idilio
sobrecogedor, que propició una anécdota histórica posterior.
Al parecer, Stalin quedó
sobrecogido ante la audición radiofónica de dicho concierto una tarde de 1943.
Como es habitual en los dictadores de cualquier signo, en los que la ebriedad
del poder les permite los más obscenos caprichos, tuvo el antojo de conseguir
una copia de dicho concierto, a lo que ningún lacayo de su corte comunista
cuestionó, por supuesto. Complacientes en su servilismo se dirigieron a la
emisora para obtenerla y contentar así a su amo. Pero resultó que el concierto
no había sido grabado y, por tanto, no pudieron satisfacerlos. Los amedrentados
siervos, como si de un Calígula se tratara, se quedaron pasmados, paralizados,
ante la tesitura de tener que regresar y contrariar los deseos de su señor, por
lo que ansiosos transmitieron la angustia a los mismos responsables
radiofónicos y orquestales, y volvieron a reunir a los intérpretes pasada la
medianoche para repetir y capturar de nuevo el concierto. Ni que decir tiene
que Stalin recibió su copia. Además de extasiarle la música de Mozart, sobre
todo ese emotivo segundo movimiento, Stalin estaba fascinado por la pianista,
María Yudina, hasta el punto que toleró todas las diatribas que vertía sobre el
régimen comunista, sin recibir nunca ninguna reprensión o castigo. Es más, como
consecuencia de esta interpretación, hizo que le otorgaran ese año el Premio
Stalin de música, dotado con 20.000 rublos. Ella, ni corta ni perezosa, los
donó a la iglesia ortodoxa (gran pecado a ojos de la iglesia comunista) para
oraciones en penitencia por las malas obras del gobernante.
Afortunádamente, Mozart no tiene
la culpa de que su música también amanse a sanguinarios dictadores, como Wagner
no tenía la culpa de ser tan admirado por Hitler, por lo que espero que el
resto de los mortales, sensibles y diletantes, podamos disfrutar etérnamente de
esta magnífica obra.
26 de junio
27 de junio
29 de junio
30 de junio
2 de Agosto
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