Un iniciático viaje musical: Adagio (en obras ⚠️👷🏽‍♂️)


El italiano es el idioma de la música. En ello puede haber sido determinante su posición dominante cultural y religiosa en la época en que comenzó a florecer este bello arte. A florecer y transcribirlo, para que fuera repetible y acorde a los cánones de quien mandaba entonces, la Iglesia. Conforme fue evolucionando, y pasamos de la sencillez del gregoriano a la complejidad de la polifonía renacentista y de la armonía barroca, fueron haciéndose precisas, cada vez más, anotaciones que dieran pistas a los intérpretes de los matices de las obras. Uno de los matices es el tempo, y es a éste al que debemos adscribir la palabra Adagio.
Adagio, en italiano, significa lento o despacio. Se establece que es más lento que Andante, y más rápido que larghetto o grave, e incluso se indica el número de negras (nota musical) que entran en un minuto para cada uno de ellos, aunque bien sabido es que el número de notas que caben en dicho tiempo las más de las veces depende del movimiento de brazos del director.

Pero hoy en día, adagio se relaciona con otro aspecto de la pieza musical, como es su carácter. Y así, el adagio se identifica con una pieza sentimental o romántica, melodiosa y atemperada. Es por eso que en esta nueva estación de nuestro viaje vamos a mencionar obras que, no siendo catalogadas como adagios, comparten esta característica de quietud o reposo en su desarrollo.


1 de Marzo 

Bonita manera de comenzar esta estación si ya, desde el primer momento, cambio su denominación a Adagietto. Pero ya advertí que no nos ceñiríamos a la denominación del tiempo de la obra, sino, sobre todo, al carácter de la misma. Y ésta, en concreto, se puede permitir el lujo de cambiarse el nombre por este apelativo cariñoso y gracioso, pues rezuma belleza y elegancia, pasión y ternura.

No obstante, no ha sido redescubierta, junto al resto de la música de su autor, Gustav Mahler, hasta tiempos recientes. Fue él, Mahler, un músico famoso en su tiempo, sobre todo por su trabajo como director de orquesta. Y aunque conocida su obra durante su vida, ésta fue escasa y principalmente concentrada en su última década. No fueron exitosas y celebradas sus composiciones en su época, quejándose amargamente de que harían falta, a lo menos, 50 años para que se entendiese en toda su magnitud. No anduvo muy desacertado. Hoy lo contemplamos como integrante del armazón histórico del sinfonismo, participando de la transición medular que va desde Haydn hasta Shostakovich, pasando por Beethoven, Brahms, Bruckner y él mismo. Seguramente no ayudó su condición de judío, a pesar, incluso, de su conversión al catolicismo, ya que padeció los prejuicios antisemíticos en su obra. No le facilitó publicidad tampoco, supongo, el que sus principales valedores fueran los componentes de la Segunda Escuela de Viena, por su vanguardismo atonal radical. Y, por último, tampoco le beneficiaría a título póstumo el hecho de que se erigiera como gran adalid de los destinos de Europa un tal Adolf Hitler, quien sometió al ostracismo su creación bajo el atributo de arte degenerado. Pero gracias a Dios, el nazismo terminó derrocado, y la desaparición de estigmatizaciones en el mundo occidental permitió su paulatino rescate del olvido, que a la postre no fue tan radical como el que sufrió Bach, y, poco a poco, directores como Leonard Bernstein o Bruno Walter lo fueron recuperando en los auditorios.

Pero, en mi opinión, si algo sirvió de manera determinante para rehabilitar su figura y obra, fue sin duda el estreno de la película de Luchino Visconti, Muerte en Venecia, pues fue capital en su éxito la utilización de nuestro Adagietto como eje nuclear de su banda sonora. Dicha película adapta el relato homónimo de Thomas Mann, y las tres obras conforman un triángulo argumental sobre el que se discute mucho cuál es su objeto inspirativo. Independientemente de la intención última que moviera a cada autor a crear su obra, yo encuentro que ese objeto es la belleza, aunque Thomas Mann, en su novela corta, que en definitiva es la que origina esta relación, juega con nosotros un poco al despiste. Y ello porque utiliza dos nombres para espolear nuestra confusión.

El primero es el nombre del protagonista de la novela, Gustav von Aschembach. Mann más que probablemente se inspiró en la figura del compositor Gustav Mahler, quien falleció de una dolencia cardiaca cuando comenzó a escribirla, durante un viaje que realizó a Venecia en 1911. El personaje toma el nombre de pila del compositor, aunque cambiaría su profesión por la de escritor, tal vez porque, a pesar del gusto y amor de Mann por la música, especialmente por la de Wagner, se encontraría más cómodo con un personaje que desarrollase su profesión. Así, aprovechaba también apuntes autobiográficos, y un estado de ánimo depresivo ocasionado por el suicidio de una de sus hermanas, que lo sumió en una honda crisis y apatía creativa, ya que este relato fue lo único que escribió en esa época. De Mahler quizá aprovecharía su final trágico, y su convulso último año, con la infidelidad de su mujer Alma con otro escritor, con la cual se había casado 9 años antes, doblándole casi la edad. Pero esta conexión entre ambos artistas ha permanecido oculta durante largo tiempo para muchos críticos, ya que no se sabía a ciencia cierta que se conocieran. Recientemente ha aparecido una carta de Mahler a Mann, motivada por un encuentro fugaz tras el estreno de su sinfonía nº 8 en Munich, al que había sido invitado Mann, y tras el cual, el escritor le había hecho llegar su homenaje en una breve epístola junto a un ejemplar de un libro suyo. No obstante, esta relación debió ser más intensa, puesto que el cuñado de Mann, Klaus Pringsheim, había sido alumno de dirección del director en 1906.

Seguramente Visconti debió intuir esta relación, que unido al gusto de Mann por la música, lo animó a utilizar una obra de Mahler para ambientar su adaptación cinematográfica de la novela. Tanto es así, que el cineasta le transmutó al protagonista su profesión, de escritor a compositor, para acercarlo y confundirlo, aprovechando el nombre de pila, con un hipotético trasunto biográfico del músico. Quizá le entusiasmó el lirismo arrebatado de la pieza, pero también debió jugar un papel crucial los acordes que presenta protagonizados por el arpa, cuyos arpegios siempre resultan evocadores acuosos, nada mejor para una acción desarrollada entre los canales de Venecia y las playas del Lido. Lo que quizá no intuyera el director es que la pieza musical podría estar mucho más profundamente relacionada con el carácter de sus respectivas obras de lo que él pensaba.

Pero antes de proseguir con esta relación, deberíamos revelar el segundo nombre con el que Mann juega a despistarnos, no sé si voluntariamente. Y es que si hay duda de cuál fue su primordial inspiración, evidentemente ésta se encuentra en Platón. Casi al final de su novela, incrusta una cita que parece sacada de uno de sus diálogos, y sin temor a equivocarnos hemos de pensar que se trata del que lleva el nombre del personaje que cita, que no es otro que Fedón. Pero en su diálogo homónimo, Platón no escribe literalmente lo que Mann nos encierra entre comillas como si lo hubiera copiado. Yo pienso que es una recreación suya, y que debió haber utilizado, más bien, el nombre de Fedro en lugar del de Fedón, pues tiene más que ver esta cita con el trasunto de ese otro diálogo homónimo: la belleza.

De este modo, podríamos considerar, tanto el libro como la película, la cual es una fidedigna recreación del anterior, como un desarrollo o una concreción del mismo diálogo que centra el libro de Platón. El asunto comienza cuando Fedro, paseando con Sócrates, le hace a éste partícipe de un discurso transcrito de un tal Lisias acerca de la conveniencia para un amado de corresponder a uno que no es amante suyo mejor que a otro que sí lo es. Es un recurso frecuente en Sócrates el exponer en boca de otros argumentos que a priori pueden parecernos absurdos, para él, inmediatamente después, rebatirlos con sus sólidas teorías. Pero es justo reconocer que los argumentos descabellados son tan bien llevados que a veces podríamos pensar que nos quiere convencer de lo absurdo.

En cualquier caso, ya la exposición de la teoría ajena que luego rebatirá, nos lleva a una serie de datos que son interesantes al considerar luego la trama de la película. El primero de ellos es la definición, deleitosa, que hace del amor, como ese impulso que nos arrastra en pos de la belleza: “al apetito que, sin control de lo racional, domina ese estado de ánimo que tiende a lo recto, y es impulsado ciegamente hacia el goce de la belleza y […] es arrastrado hacia el esplendor de los cuerpos, y llega a conseguir la victoria en este empeño, tomando el nombre de esa fuerza que le impulsa, se le llama Amor”.

Pero esta belleza, parece, sólo se plasma en el cuerpo de un joven, pues en todo momento, tanto el objeto de la teoría de Lisias como de los discursos irónico y antitético de Sócrates, son supuestos jóvenes, de quienes se enamoran o sienten atraídos personas maduras y doctas. Por tanto, establece también una distinción entre los actores activos y pasivos del amor. El activo será alguien preparado, maduro, capaz de distinguir la belleza, mientras que el amado es ingenuo e inexperto, y para quien esta relación deberá ser fuente de crecimiento y también de aprendizaje y descubrimiento de dicha belleza. Esto ya encierra una perversión, pues alguien puede ver aquí una exaltación de la homosexualidad. Yo no lo veo, y sí una evidente misoginia o machismo. Pues en ningún momento se contempla a la mujer como objeto de este deseo irrefrenable provocado por la belleza, probablemente porque no es depositaria de ella, porque no se le presupone otro papel más que el de esposa y madre. Tampoco es bisexualidad manifiesta, porque en sus razonamientos, una virtud del amante es la discreción, por lo que esta relación aparentemente homosexual debe ocultarse a los ojos de la sociedad, y mantenerse en los íntimos círculos del elitismo cultural, evitando de este modo su rechazo. Más que homosexualidad, pues, veo yo que lo que predomina es la desinhibición en el comportamiento de los hombres de aquella época. No podemos olvidarnos de que vivían en sociedades belicistas y que los hombres podían pasar periodos extensos de tiempo sin la compañía de una mujer. Además, en uno de sus comentarios, desprecia la afectación y afeminamiento en el vestir y en el cuidado de los amados, reprobando a aquellos amantes que se inclinan por sujetos mollares y engalanados en vez de varones vigorosos y fornidos aptos para el combate. Esto me parece pertinente referirlo porque muchos han visto en el libro de Mann, a ojos de la sociedad de inicios del siglo XX, una degradación del protagonista por un impulso homosexual, y eso debilitaría el trasunto más importante de lo que hablamos: la contemplación y la atracción de la belleza.

¿Pero cómo puede ser congruente una búsqueda de lo recto con un impulso ciego? Platón comienza a aclararlo permitiéndose la licencia de abandonar cualquier razonamiento lógico para decir que si Amor es un Dios, cómo va a querernos causar ningún mal. Y justifica ese estado de abandono, desazón, locura y embriaguez del enamoramiento, que él denomina manía o demencia, como un regalo extático de los dioses que se da hasta en cuatro ocasiones: en el arte profético, inspirado por Apolo, en el místico, por Dionisos, en el poético, avivado por las Musas, y en el amatorio, nutrido por Afrodita y Eros. Esto dignifica el frenesí del amor, puesto que es un regalo de los dioses, frente a la sensatez del no enamorado, la cual es un asunto ya humano, y por tanto de inferior calidad.

Es por esto que el estado de ofuscación y desasosiego del amante no va a ser más pernicioso para el amado que la arrimadura lógica y sopesada del no amante, sino que es un estado natural y necesario para acceder a la contemplación de la belleza en el ser amado, pues éste es el fin del amor.

Para explicarlo, comienza hablándonos de la naturaleza del alma, o, por mejor decir, de su apariencia, pues saber cómo realmente es el alma, no nos es posible. Lo primero que nos advierte – y ahora soy yo el que se permite la licencia de saltarse su razonamiento, y dándolo por bueno como si fuera la lógica de los dioses- es que el alma es inmortal. Y esta se compone, para que nos hagamos una idea de su comportamiento, siguiendo un ejemplo ecuestre, de un auriga que domina dos caballos. En los dioses, la biga estaría tirada por dos caballos blancos, tendentes a la rectitud y a lo sublime, que impulsaría eternamente sus almas más allá de la esfera de los cielos, donde habitan las esencias puras de las cosas, esas ideas a las que Platón concede la calificación de lo cierto y lo real, de cuyas sombras y vestigios se conforma nuestro mundo real. El alma de los humanos, sin embargo, unce un caballo blanco como el de los dioses, pero el otro es negro, y tiende a arrastrar al auriga hacia la concupiscencia y el disfrute terrenal. Como nuestra alma es inmortal, en algún momento acompañó al séquito de alguno de estos dioses en su paseo transcelestial, contemplando todo ese universo cierto, gracias a las alas de que dispone y al empuje de la biga; pero, en un momento dado, por empuje del caballo negro, nuestra alma pierde las alas y se precipita en la concreción mundanal. Una vez instalada en nuestro mundo, encarnada en nuestros cuerpos, esta alma debe luchar para conseguir nuevamente sus alas, que nos liberen de la cárcel de nuestros cuerpos y nos eleven otra vez junto a los dioses. Para ello, como nuestra alma guarda memoria de las cosas veras que fueron contempladas, en este mundo nos debemos debatir para el logro de su conocimiento a través de los vestigios de aquel supracelestial ser, que alcanzamos a contemplar en este mundo, luchando contra el impulso del alazán negro hacia el disfrute y goce terrenal. Como nuestro órgano sensorial más perfecto es la vista, es a través de ella que podemos alcanzar la idea que más fácilmente no es concedido rememorar: la belleza. La belleza es la idea más accesible y soportable para la contemplación de nuestra vista, que es a su vez el sentido más perfecto. Otras ideas, como la justicia, el honor, la honradez, si fuéramos capaces de ver dentro de la mente y vislumbrarlas, nos cegarían ofuscándonos, dada la terrible impresión que nos provocaría. La belleza se encuentra en el límite de nuestro entendimiento al ver su reflejo en los cuerpos bellos, de los que nos sentimos atraídos desde el primer momento, y esa atracción hace que no deseemos más que estar cerca del ser amado poseedor de ella, donde obtenemos gozo, y no alejarnos, lo que nos produciría un dolor intenso, todo ello con un deseo irrefrenable que nos aturde y nos atolondra. Ese es el amor, regalo de los dioses, por el que nuestra alma, si está acostumbrada a “filosofar”, a buscar más allá de esa simple apariencia de belleza, nos ayudará a rescatar esas alas con que remontar de nuevo el vuelo hacia los dioses. Pero como el alazán oscuro a veces se encabrita , y nos empuja hacia su propia satisfacción, no nos permite alzar el vuelo sin haber gozado también terrenalmente de nuestro ser amado. Por eso, el amor platónico no es sólo ideal, sino carnal también. Pero si dejamos que sea el caballo negro quien nos domine, nos empujará a la fornicación y a la reproducción sin más alta meta. Nuevamente se trasluce aquí el machismo de la época, pues parece que el impulso hacia la mujer sólo puede ser carnal. Por otro lado, el amor nos hará que reflejemos en nuestro amado todo aquello que concebimos en el más allá, para que él también se impregne del interés de alcanzar más altas metas de entendimiento. No se cansará del amante, pues en su amor verá reflejada su propia belleza, que también le arrastrará hacia él con amor. Y así, como dos posesos o maniacos, enamorados, iniciaran el camino hacia el despegue de sus almas.

Todo este desarrollo y toda esta emoción es la que transmite Mann en su novela, y Visconti en su película, magistralmente fidedigna. Gustav Aschembach es ese personaje docto, ilustrado, que ha luchado por alcanzar las mayores cotas de plenitud en su arte, pero que se encuentra insatisfecho porque, como Fausto, no ha sido capaz de vislumbrar ningún alto concepto o verdad que le trascienda más allá de su obra. Insatisfecho, decide emprender un viaje que le libere del desasosiego, que finalmente le lleva desde las costas adriáticas hasta Venecia, y allí, como Lisias, como Fedro, o como Séneca, descubre ese ser deleitoso, querubín entre Cupido y adolescente Febo, llamado Tadzio, encarnado en un adolescente de apolínea figura, rubio resplandor en la testa e inocente candor en las facciones. El docto contempla la belleza como nunca antes lo había logrado hacer, y desde ese momento su comportamiento torpe, desmañado, absurdo lo arrastra a buscar su presencia, sin atreverse a hablarle, tocarle o inhalarle. Es una sensación que le llena de goce y delirio, y que lo pone en evidencia, que le lleva a acciones ridículas como teñirse el pelo y empolvarse el rostro como un pulicinella desvaído y extemporáneo. Su amor a su belleza, que le hace notar que con él ha ascendido más cerca de la gloria que con tantos años de dedicación desapasionada, le compromete, al querer salvaguardarlo de una mal encubierta epidemia que parece estar asolando a Venecia con la llegada del siroco, dirigiéndole a su familia la palabra de una manera exaltada y estentórea. Finalmente, bien por una fragilidad cardiaca, que asemejaría el personaje a Mahler, bien por ser él mismo víctima de la epidemia, o bien porque su biga recuperó sus alas ante la contemplación de semejante belleza, su bayo empujó su alma hacia el mundo de las ideas, abandonado su cuerpo mientras se deleitaba en la contemplación de los contraluces dorados de su amado bañándose en el Adriático al atardecer.

No sé si Mahler vislumbró la asociación que más tarde pergeñaría Visconti entre la obra de Mann y el diálogo de Platón, pero su formación intelectual, cursando en su juventud estudios de filosofía, historia y estética musical, al menos, sí nos puede despejar dudas acerca de que este Adagietto, inserto en esta compleja Sinfonía nº 5 en do sostenido menor, fuese un simple regalo romántico a su recién bien amada Alma. Es cierto que coinciden en el tiempo su romance y la composición de la sinfonía, pero esta comienza un poco antes de ser presentados.

Alma María Margaretha Schindler no fue simplemente la esposa de Gustav Mahler, sino que fue una mujer de un carácter marcado y de una personalidad que la hizo sobrevivir a su matrimonio por encima de su simple consideración conyugal. Fue una mujer criada en el seno de una familia artística, y fue precoz en sus devaneos románticos, siendo Gustav Klimt el primer hombre al que besó cuando sólo contaba 16 años, y ya sabemos de la gracia del pintor para interpretar pictóricamente dicho tema. Estudió música, contando entre sus profesores con otro importante compositor, Zemlisky, con el cual también tuvo un pequeño affaire antes de conocer a Mahler. Cuando esto sucedió, ella contaba con apenas 18 años y él le sacaba el doble de edad, con lo cual ya tenemos sustancia para el símil del monólogo de Sócrates: un hombre maduro, cultivado, buscando la belleza, y encontrándola esta vez en una jovencita bisoña y novicia, que le inunda de la demencia o manía del enamoramiento, y es en ese estado de éxtasis que es capaz de completar la sinfonía de la que tratamos. No fue, sin embargo, un espíritu amante benefactor, pues el carácter agrio y autoritario que ya usaba en su trabajo como director de orquesta, impuso en ella la renuncia a continuar su carrera musical. Bien es cierto que le sirvió de ayudante, como copista y correctora, y que sus dotes artísticas, si hubieran sido sobresalientes, la hubieran permitido sobreponerse. Pero apenas quedan de ella como muestra un escaso manojo de canciones. Sin embargo, se inundó de la belleza de la maestría de su amante, e hizo que para el resto de su vida no se relacionase sino con hombres sometidos a una análoga demencia, con una promiscuidad y liberalidad un tanto impropias de la época, pues casi siempre mantuvo relaciones íntimas con su nueva pareja cuando aún lo era de la anterior. De este modo, tuvo romances o flirteos con personajes como el arquitecto fundador de movimiento Bauhaus, Walter Gropius, el novelista Franz Werfel, el pintor Oskar Kokoschka, con el biólogo y músico vienés Paul Kammerer, e incluso con un sacerdote profesor de teología que se postulaba como próximo arzobispo de Viena en su tiempo. Pero está claro que la relación que más le marcó fue la de Mahler, conservando tanto su apellido como su legado.

Que la sinfonía no fuera un simple regalo de enamorado lo denota su comienzo. Tiene 5 movimientos, aunque se pueden distinguir en ella 3 episodios, el primero del cual lo conforman los dos primeros movimientos, de los cuales, el de apertura, es una marcha fúnebre. Contextualmente lo justifica el hecho de que al inicio de su composición, en 1901, Mahler había padecido un problema de salud muy serio que casi lo lleva a la tumba. De ahí ese inusual comienzo para una sinfonía. Y como mi juego es hacer paralelismos, éste es el que yo encuentro. Según la teoría platónica, la vida mortal no es más que el aprisionamiento del alma dentro del cuerpo humano, lo que podría traducirse como una verdadera muerte del alma, acostumbrada desde su primera eternidad a su conjunción con los dioses. Es un movimiento de acento áspero y retorcido, al que se sobrepone ocasionalmente un bramido que asemeja un infierno que se abre y flamea. Prosigue el segundo movimiento la marcha fúnebre como si fuera el mismo Dante atravesando las distintas capas del averno, perdiendo el equilibrio y hundiéndose en las simas de la desesperación, descarnándose, de este modo, las yemas de los dedos, y partiendo las uñas para tratar de huir de él. Finalmente, como si rompiera una acerada cáscara de dolor, brota de la muerte a la vida como un manantial sonoro en un penúltimo estallido orquestal, mientras un eco tenebroso recuerda al alma su trozo de Eurípides que mantiene como rehén.

La parte central la constituye el tercer movimiento, un scherzo, o sea, una broma musical, subtitulado como “poderoso, no demasiado rápido”. Es un movimiento que ya rezuma vida, y una cierta alegría, al constituir su base un landler, canción popular austriaca, que a veces se ennoblece a través de una sutil transformación en vals, pero no abandonando una cierta disonancia. Es una iniciática experiencia vital, desordenada, sin un rumbo claro, plena de experimentación y duda.

De pronto se hace el silencio y llega nuestro ansiado Adagietto. Debería ahorrarme las palabras e invitarte simplemente a su escucha. Pero como he de establecer un puente con el final, recuperado del primer erizamiento de la piel, diré que es como un retozar obnubilado en un tibio plasma enredado junto a tu ser amado, o una danza de entreveradas anatomías cuales marionetas ingrávidas y suspensas de tiernos cordajes sedeños en una cálida postrimería crepusculina. Sumido en este éxtasi idílico, un pequeño crescendo te recupera la compostura, y para cuando crees sobrevivir al lirismo y embelesamiento, aparece nuevamente el arpa para cimbrear las más recónditas y lúbricas sensaciones extasiantes. Vuelve el vello erizado y te dejas llevar a un apocalipsis sonoro que luego va muriendo en la eviterna cuerda acariciante.

Tu alma ya ha sido transportada y da casi igual que la música continúe. Pero como no has abandonado este mundo, lo que cambia es su percepción, que pasa de trágica y pesimista a alegre y esperanzante. Ahora viene la labor del alma para aprovechar las alas que han germinado en nuestro espíritu para alzar el vuelo tras la contemplación de la belleza. Así, el último movimiento va surgiendo como flores que se abren a la aurora, como rocío que acaricia pétalos, como color que surge en las siluetas. Los vientos, como céfiros, van abriendo nuestro corazón a la naturaleza como una enorme ventana desplegada, recuperando ahora la música la armonía y abandonando la estridencia. Ahora es ella la que decide dejarse llevar por el anacarado alazán o por el potro azabachado, hacia la gloria o la lascivia. Pero la música recupera en un tono grácil y liviano la melodía del Adagietto y nos recuerda nuestra misión de traspasar las estrellas. El movimiento continúa rememorando los temas ya expuestos en toda la obra, pero con un carácter amable y optimista, dirigiéndonos hacia esa otra nueva muerte, ahora dulce y empírea, que nos conecte con la inmensa y verdadera belleza.

Para terminar, sólo me resta manifestarte mi discrepancia con un aspecto de la teoría de la belleza de Platón: él creía que la belleza sólo se alcanzaba por el más perfecto de nuestros sentidos, el de la vista. Pero es que él no conocía la perfección laberíntica de nuestro oído interno, y cómo unos simples yunque, estribo y martillo son capaces de transmitir la vibración de un tímpano, que como pellejo de timbal, mediante unas simples percusiones sonoras, son capaces de elevarnos sobre un prodigioso cantil que nos permita alcanzar esa morada olímpica más allá de los límites del firmamento, para reposar en una grama áurea, mientras Ganímedes nos escancia en canoros cálices el ámbar de los dioses y acaricia nuestros labios con la ambrosía filarmónica.






10 de Junio
Pasamos ahora a una obra que en sí misma es el adagio. No corresponde a ningún movimiento de una obra completa, sino que ella misma lo es. De todas maneras, este Adagio para cuerdas no es más que una transcripción de un movimiento previo compuesto para un cuarteto de cuerdas, lo cual hizo Samuel Barber a instancias de Arturo Toscanini, al que supongo encantado de la belleza del mismo y de las posibilidades que podía tener su interpretación a cargo de una orquesta. Posteriormente también fue transcrito para una obra religiosa con coro, un Agnus Dei.
También tengo una relación cinematográfica con esta obra, pues la primera vez que la escuché, y ya me impactó, a pesar de su aparente inoportunidad, fue en la película bélica de Oliver Stone Platoon.
No es Barber un compositor muy conocido. Yo mismo apenas he escuchado alguna obra más. Aún así, tuvo una carrera muy meritoria en su país, Estados Unidos, quizá gracias en parte a ser de la estirpe de compositores del siglo XX que no abandonó la tonalidad, excepto para algún escarceo sobre todo al final de su vida. Eso le valió obtener en dos ocasiones el premio Pulitzer de música. Sí, has leído bien: premio Pulitzer.
Dicho premio fue creado al final de sus días por el editor de origen húngaro y judío Joseph Pulitzer para galardonar fundamentalmente méritos periodísticos y literarios, pero concedió la libertad al jurado de ir modificando las categorías según se considerase necesario con el devenir de los tiempos. Así, los premios comenzaron a entregarse en la edición de 1917, pero no fue hasta 1943 que se instauró el de música. Eso sí, todos los premios guardan relación con que el premiado cree en Estados Unidos o posea vinculación con el país aquello de que es tema la obra que se premia.
Hoy en día, como supongo que sabrás, es un premio muy prestigioso, pero, como casi todo en esta vida, cuando se indaga, tiene sus claroscuros. Esos por los que ante la moral mojigata de hoy en día, según la cual cualquier episodio del pasado no digerible por ciertas sensibilidades de hoy, según los parámetros estériles que manejan, cualquier mérito humano debería ser denostado y borrado de la faz de la tierra. Es el sempiterno error de no aprender de los males de la historia, sino de querer juzgarlos fundamentados en una ignorancia supina con los criterios de nuestros logros actuales. Mírese, es el caso estos días, el ensañamiento con las estatuas de Colón en Estados Unidos, asunto que no es ajeno a ciertos individuos en nuestro país desde hace tiempo. Pues según esa moral retorcida y bisoña, Pulitzer debería ser conducido al infierno de estos nuevos jueces dantescos. Fue un gran impulsor del periodismo moderno, sobre todo desde el punto de vista empresarial, con innovadoras ideas tendentes a aumentar las tiradas y las ventas de su periódico, por lo que comenzó a focalizar las noticias en aspectos cotidianos y populistas, con fuerte repercusión en la opinión pública, por mostrar sensacionalismo y escándalos. En una palabra, creó lo que hoy se llama prensa amarilla.
No fue el único. Su mayor contrincante fue William Randolph Hearst, el cual, pasado el tiempo, cuando Pulitzer ya era multimillonario y poseía el principal periódico de Nueva York, adquirió el de la competencia. Este personaje fue el que inspiró a Orson Wells para crear su película Ciudadano Kane. Debido a esta encarnizada rivalidad, en aquella época de finales del siglo XIX, empezaron  a difundir noticias escandalosas y faltas de veracidad acerca de los acontecimientos en la provincia española de Cuba, incluido el accidente de la voladura del acorazado Maine en el puerto de La Habana, del que culparon, sin haberlo podido demostrar una comisión estadounidense que se desplazó allí, a España, y azuzaron posteriormente a la opinión pública de su país para entrar en guerra con España.
La historia posterior ya es conocida, con el tránsito de Cuba desde las dictaduras autárquicas a la Revolución y a la dictadura proletaria que aún hoy día sufren. Pero quizá el dato más escarnecedor es el de mantener hoy día la, probablemente, única colonia que queda en el mundo: Puerto Rico. Lo catalogan de país asociado, y es cierto que si su economía no estuviera en relación con la continental aun serían más pobres, pero lo amargo del asunto es que pueden elegir representantes al Congreso norteamericano, donde tienen voz pero no voto.

En fin, esto no empaña nuestro disfrute de la música, que en este caso es maravillosa. Comparándolo con el de Mahler éste es más elegíaco, apesadumbrado. Es como un canto nostálgico ante una pérdida, mientras que el de Mahler es un canto intimista y emocionado ante la felicidad inmensa provocada por una esperanza prácticamente tangible, ya sea un amor terrenal, la contemplación de la belleza o la certeza del más allá. Disfruta su descorazonada melancolía, pues.


11 de Junio
Se ha escrito tanto y es tan famoso Richard Wagner, que es ocioso presentarlo. Te muestro una de sus escasas incursiones sinfónicas. A pesar del título, no la busques inserta en ninguna de sus óperas, ni siquiera en las del ciclo de El anillo del Nibelungo.
Su génesis fue romántica. Y su título, posterior. Era Wagner lo que hoy llamaríamos un macho alfa. Tuvo que poseer una personalidad apabullante y arrolladora, hasta el punto de poder anular la autoestima de personalidades singulares, como fue la del gran director de orquesta Hans von Bulow.
Este fue alumno del gran compositor Liszt, y fruto de ello, y de la relación musical con su hija Cosima, surgió su matrimonio con ella. Probablemente más debido a una atracción y admiración por parte de ella que a un enamoramiento propiamente dicho. Si a ello le sumamos la estrecha relación que el matrimonio y el propio Liszt mantuvieron con Wagner, pues de esos polvos, estos lodos. ¿O quizá al revés?
El caso es que, durante su estancia en Baviera, junto a su monarca Luis II, otro personaje singular y perdídamente rendido al genio del compositor, las relaciones se estrecharon tanto que Wagner y Cosima se hicieron amantes. Tuvieron la primera hija juntos sin haberse roto las relaciones de ella con von Bulow, de tal manera que a esta hija la bautizaron Isolda von Bulow. Tuvieron otra hija más hasta que Cosima abandonó definitívamente a su marido para irse a maridar con Wagner. A pesar de su comportamiento atrevido y provocador para su época, no se pudieron librar del consabido escándalo, lo cual provocó que la pareja se marchara a vivir a Suiza, a Tribschen, a una villa sobre el lago Lucerna. Allí obtuvo Cosima el divorcio en 1870, tuvo junto a Wagner a su tercer hijo, Sigfrido, en 1869, y finalmente se casaron, también en 1870.
La obra fue un regalo sorpresa a su recién esposada Cosima por todos estos acontecimientos, y coincidiendo con su cumpleaños, que caía en la víspera de Navidad, de ahí que esté escrita para una orquesta de cámara, para ser interpretada en su propia residencia. Vaya lujo de regalo.
El nombre original fue Regalo sinfónico de cumpleaños, pero posteriormente pasó a llamarse Idilio de Tribschen hasta adquirir el definitivo de Idilio de Sigfrido, en honor a su hijo, y no, como algunos piensan, al protagonista de su ciclo operístico tan famoso.
Hans von Bulow nunca abandonó su amistad ni su admiración por Wagner, y, a pesar de la jugarreta, no fue óbice para que estrenara, después del affaire, dos óperas suyas: Tristan e Isolda, y Los maestros cantores de Nuremberg.


12 de Junio
Una nueva obra cuyo conocimiento asocio al cine, pues fue usada por Gonzalo Suárez para su poética película Remando al viento, que es donde la escuché por primera vez. Ya hablé profusamente de ella en otra página de mi blog, relacionándola con el tema nucleario de toda la entrada, que fue la creación de Frankenstein, por lo que te dejo el enlace a continuación.

https://alacenayalma.blogspot.com/2018/02/frankenstein.html

Pienso que probablemente, y dada la temática de la novela y su inicio en aguas polares, el director se vio atraído por varias composiciones del autor, el británico Ralph Vaughan Williams, que se titulan Sinfonía antártica y Sinfonía marina. Pero al comprobar el primor de la obra que nos ocupa, seguramente no pudo sustraerse a su arrebatadora belleza y a ese lirismo trágico que rezuma, y fue la que eligió. Pero es sólo  una simple elucubración mía.
Es una obra difícil de representar por necesitar dos orquestas enfrentadas y un cuarteto de cuerda, las cuales deben alejarse para contestar como en lontananza la una a la otra. Desarrollando así la esencia del título, fantasía, obra de menor rigidez y más imaginación melódica, en la que, al igual que en la obra festejada, la Why fum'th in fight de Thomas Tallis, nos embriaga con ese canto imitativo antiguo.
Música para bogar y soñar, y al bufado del amor, soltar velas. Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis.




13 de junio
Pasamos a otra obra de un lirismo desmesurado, de una enorme elegancia melódica, que, no obstante, acudió a la inspiración del compositor, Sergei Rachmaninov, en un momento de dudas y baja autoestima, principalmente por el fracaso de su Primera Sinfonía. Y a pesar de haber compuesto en el tiempo entre esa y la que nos ocupa su Concierto nº 2 para piano, que le valió un 2º Premio Glinka en su Rusia natal.
Quizá lo determinante fue alejarse del enrarecido, sobre todo políticamente, ambiente ruso de la Revolución de 1905 y viajar hasta Alemania, lo cual le permitió, por añadidura, relajar su intensa actividad interpretativa como director. En este nuevo sosiego encontró inspiración para su otra obra comentada en este viaje, La isla de los muertos, y esta otra, Sinfonía nº 2 en mi menor, Opus 27.
Las críticas por su escaso vanguardismo en la composición quedan relegadas, con el paso del tiempo y la descontextualización de su obra, al absurdo, ¿pues quien es incapaz de conmoverse ante semejante canoricidad? (palabro).




14 de junio
Robert Schumann responde al retrato típico de artista romántico. Literato, compositor, crítico musical, amor apasionado por la hija de su maestro, Clara Wieck, la cual, a su vez, era virtuosa pianista, a la que cortejó siendo muy joven y ante la oposición del padre de ella. Schumann mismo era un gran pianista que truncó su carrera por alguna lesión en su mano izquierda, que no está bien aclarado hoy día cómo se la provocó, por lo que se tuvo que enfocar en la composición, con el gran apoyo de su mujer, Clara.
Para redondear su estampa romántica, además padeció trastornos psiquiátricos, con intento de suicidio de por medio, que no se sabe bien si achacarlo a un trastorno bipolar o a una enfermedad muy en boga entonces, la sífilis, bien por su acción directa sobre el cerebro, bien por acción de la sustancia usada para su tratamiento, el mercurio.
Compuso su Sinfonía nº 2 do mayor Opus 61 en 1845, año en que cambió su estilo de componer, abandonando el piano como referente, gracias a unos estudios de contrapunto que realizó ese mismo año. El tercer movimiento, el que nos ocupa, un Adagio espresivo, cambia, para dar un acento elegíaco, a la tonalidad de do menor.
Como crítico, elevó a los altares a Mozart, Beethoven y Weber, y mantuvo disputas con Wagner y Liszt. Influyó bastante sobre Brahms, con quien él y su esposa mantuvieron una estrecha relación pupilar.



15 de junio
Johannes Brahms fue acogido, tal como vimos antes, por el matrimonio Schumann, justo antes del declive psíquico de Robert, su intento de suicidio, su internamiento en un psiquiátrico y, finalmente, su muerte por neumonía. Como herencia a Brahms le quedó un profundo afecto, y posterior amor, por su difunta Clara, no estando claro si la relación fue del todo platónica. El caso es que Brahms nunca se casó, ni con Clara ni con nadie.
Como casi todos los grandes músicos de la historia, Brahms tenía un talento innato, en este caso para el piano, y disponía de un oído absoluto, es decir, un oído capaz de distinguir perféctamente las notas al oírlas. Fue, no obstante, un músico concienzudo, y no fue hasta los 40 años que empezó a componer sus obras sinfónicas, a excepción de su primer concierto de piano. De ahí que sus sinfonías hayan entrado, por derecho propio, debido a la madurez y transparencia de sus sonoridades, en el gran eje de la evolución histórica sinfónica, recogiendo el legado de Beethoven, Schubert y Schumann.
Por su delicadeza, su cristalina exuberancia, te traigo el Poco allegretto de su Sinfonía nº 3 fa mayor Opus 90




16 de junio
“Yo tenía una granja en Africa” ¿Qué buena historia de amor en el cine tiene un final feliz? ¿O en la literatura? ¿O que no sea amargo? Quizá se deba a que, para ser contada la historia, ésta debe haber finalizado. Porque mientras esté latente, ¿ quién pierde el tiempo en contarla en vez de vivirla? Es cierto que algunas se truncan por el óbito de uno de los circunstantes. Pero es que ninguna historia, por bella e intensa que sea, resiste el paso del tiempo y el bronco tajo de su aliada biológica, la muerte. El amor puede ser eterno, pero no nosotros, que somos su sustento.
Otra película me sirve para traerte la obra de hoy. La verdad es que Memorias de Africa tiene por sí sola, o mejor dicho, por gracia de John Barry, una banda sonora original soberbia, que merecería una parada…, pero no es ésta la estación. Es muy indistinguible de otra suya, la de Bailando con lobos, de tal manera que, cuando las escucho por separado, a veces no sé asignarla a la correcta. Las dos merecieron el Oscar.
Pero me voy a detener en una obra que de vez en cuando sale en la película, en los momentos de mayor flirteo entre la pareja protagonista, sonando en un disco de pizarra a través de un gramófono. Se trata del Concierto para clarinete en la mayor K 622, de Wolfgang Amadeus Mozart. Hablar de Mozart es casi, permíteme la palabra, redundante, de lo tanto que se ha escrito de él. Te diré que es una obra de madurez, toda la madurez que puede representar una treintena y pico de años, aunque siendo Mozart, la edad termina siendo irrelevante. Pero si consideramos que lo compone en el año de su muerte, entenderás que más madurez no podía tener.
Pero de lo que te voy a hablar un pelín es del instrumento. Aúno, pues, novedad y decrepitud. La novedad del clarinete y la decrepitud vital, que no de talento, de Mozart.
El clarinete es un instrumento de viento y madera que proviene de otro similar de nombre muy gracioso: chalumeau. Como pasaba con otros instrumentos antiguos, la capacidad de producir ciertas notas estaba muy limitada, y dependía, más que de la capacidad del instrumento, de la habilidad del músico para originarlas con la posición de su boca y el uso de su diafragma. Pasaba con la trompa, con la trompeta…y con el chalumeau, el cual tiene una sonoridad muy grave. La solución fue ir añadiendo pistones en estos instrumentos para hacerlos más versátiles, y llegar a notas más agudas. Con el chalumeau se quiso llegar a las agudas del clarín, de ahí el nombre del instrumento creado a su instancia.
Hoy en día no falta en ninguna orquesta, y prácticamente en ninguna obra sinfónica, a no ser que ésta requiera una más simple orquesta de cuerdas. Pero el clarinete, tal como lo conocemos hoy, terminó de definirse en 1791, el año de composición de esta obra, y también del deceso de Mozart. Y es aún hoy día que pasa por ser el mejor de todos los conciertos para clarinete.
Disfruta, pues, de su Adagio. Y no alces tu corazón al vuelo de un biplano, como Robert Redford, que aún queda música para enamorar.


17 de junio
Está claro que Ludwig van Beethoven es uno de los grandes genios universales de la música. Pero para mí representa algo más. Después de tanto años de melomanía, es claro que ya me he acostumbrado a su lenguaje, y lo encuentro deleitante, aunque en ocasiones duro, y ello porque considero su lenguaje musical puro. Es la música absoluta o pura. Este es un concepto usado para designar la música que no presenta ningún programa ni ningún condicionamiento externo, por ejemplo, literario, en su concepción. Pero en el caso de Beethoven yo ahondaría un poco más. Es una música desnuda, trasparente, cristalina como el gotear de un inmaculado hontanar, abandonado de los melismas del viento o las suntuosidades de las mareas. Es pura armonía y ritmo, sin excesos ni aditamentos superficiales, sin afectación desbordada, como uno podría esperar del paradigma del romanticismo. Diríase que es el centro de la música occidental, a partir del cual evoluciona tanto al pasado como al futuro. No tiene un acento especial. Frente a él distinguimos la jovialidad mozartiana y el dramatismo wagneriano, gracias a que los enfrentamos a él, el cero absoluto, la desnuda concepción musical.
Existe el convencionalismo de la crítica musical que su obra se divide en tres periodos, de los cuales, el primero, está impregnado de la lógica influencia clasicista, como se puede observar en sus primeras sinfonías, o conciertos para piano o cuartetos. Pero posteriormente es capaz de imprimir su carácter propio creando ese espejo musical en que todos se mirarán. No de otra manera podría explicarse que en el famoso conflicto de la guerra de los románticos, los dos bandos lo proclamasen alarife de sus postulados, unos, los conservadores, como portador de la esencia musical ejemplarizante, y otros, los progresistas, como la piedra angular de la nueva música que ellos apoyaban y desarrollaban.

A pesar de todo ello, siempre hay en la vida excepciones, y en el caso que nos ocupa lo fue la composición de su Sinfonía nº 6 en fa mayor Opus 68, “Pastoral”, porque es una clara excepción de lirismo e, incluso, de insuflación programática en una partitura que es un canto sentido a la naturaleza, como se desvela de los propios epígrafes con que acompañó a cada uno de los movimientos, aunque él mismo trató de excusarlo, reflejando que no eran descripciones musicales de eventos naturales sino la expresión musical de los sentimientos que habían provocado en él. Fue creada en los albores de su dramática sordera, coetánea absoluta de su opuesta Sinfonía nº 5. Como es lógico, te traigo su segundo movimiento, Andante molto moto, titulado Escena en el arroyo.



18 de junio




19 de junio
No fue Franz Schubert, quizá, el músico más afortunado de la historia. A sus orígenes humildes habría que sumarle su frustrada o frustrante vida amorosa, con un proyecto de matrimonio truncado por la oposición oficial ante su incapacidad económica de mantener una familia; su afección de sífilis, quizá provocada por su amargura y su refugio en el alcohol y en una discreta vida disipada, que bien ella misma o bien la intoxicación por mercurio, que se usaba en su tratamiento, le produjo finalmente la muerte; sus limitaciones físicas, pues apenas medía un metro y medio, y entre sus camaradas era conocido como schwammerl, literálmente seta, pero que su sentido podría ser panzón o pequeño champiñón; y, finalmente,  sus dificultades para publicitar su música, que si bien era muy admirada en pequeños círculos amistosos, no fue suficiente para resarcirle de varios fracasos operísticos y del hecho de que mucha de su música más conocida hoy día permaneciera guardada en cajones durante años después de su muerte.
Murió muy joven, a los 31 años, como era habitual en la época. Él mismo provenía de una humilde familia que tuvo a 14 hijos y 9 murieron en la infancia. De todos modos, como casi todos los grandes músicos, era portador de un genio superdotado, y tuvo una prolífica vida compositora, con prácticamente mil obras en su corta existencia.

Fue admirador de Haydn, Beethoven, a quien conoció, y Mozart, y exploró nuevos caminos, como el lied, del que es reconocido como su gran impulsor y creador de su concepción moderna, y agrupaciones camerísticas, como la de la obra que nos ocupa hoy, el Trío para piano en mí bemol mayor Opus 100, del que te extraigo este apasionado y lírico andante con moto. Abandonamos, pues, la espesura silvana de la sinfonía para adentrarnos en este pequeño jardín camerístico.



20 de junio

Felix Mendelssohn es considerado hoy día uno de los baluartes del cimero romanticismo alemán. No obstante, su vida lo llevó por un sendero alejado del prototipo romántico. Si por romanticismo hemos de entender una actitud vital desafiante frente a las normas establecidas, impregnado de sensualidad e individualidad, ésta sólo podía manifestarse mediante una confrontación hacia las reglas más rígidas de la época anterior, el clasicismo.

Mendelssohn, lejos de llevar una vida atribulada y bohemia, creció en un ambiente mimoso y protector, en el seno de una familia acaudalada, culta y prestigiosa, que le permitió, entre otras cosas, codearse con los prebostes de la élite cultural y artística de la Alemania de su tiempo. Esto le posibilitó adquirir una formación musical académica, basada en el estudio de las obras clásicas y barrocas, gracias a las inquietudes musicales que algunos miembros de su familia habían sentido, entre ellos sus abuelos, que se conocieron en la Sing-Akademie de Berlín, o su tía abuela Sara Itzig, que también perteneció a esa institución, aventajada pianista que fue alumna de  Wilhelm Friedemann Bach. A ello unió su don pianístico como niño superdotado, e hizo que se impregnara de unos fundamentos musicales muy marcados por el pasado.

Pero si bien musicalmente podíamos considerarlo conservador, en el resto de aspectos de la vida cultural se vio muy imbuido por el movimiento romántico, hasta el punto de mantener una temprana amistad, por su juventud, pues apenas contaba con doce años, con una de las principales figuras, y uno de los fundadores, del romanticismo alemán: Goethe, el cual se había convertido en un asiduo de su residencia, y se interesó por primera vez en el arte musical gracias al influjo del bisoño compositor.

El romanticismo es un movimiento cultural que surge durante el siglo XVIII, tal vez como reacción o consecuencia de los procesos revolucionarios de la época, principalmente la revolución industrial. Esta originó una gran transformación social, y, frente a ella, eclosionaron nuevos aspectos en la producción artística. Uno de ellas fue preponderar el individualismo, con sus ataduras sensoriales y sentimentales, frente al racionalismo previo. También lo fue la añoranza del pasado reciente perdido, lo que provocó una exaltación de la propia historia, pero también de la leyenda, con la nostalgia de ficticios paraísos perdidos y la creación de nuevos mitos, impregnados de pasión y arrebatos. Este movimiento tomó su punto de partida, sobre todo, en Alemania y en Gran Bretaña, y en esta última adquirió un papel esencial la obra poética de un autor llamado James McPherson (1736-1796), quien había declarado encontrar y traducir unos manuscritos antiguos en lengua gaélica, atribuidos a un bardo llamado Ossian, gestando un ciclo epopéyico y legendario celta que influirá en los escritores de la época, exacerbando de esta manera un incipiente espíritu nacionalista. No obstante, los críticos, posteriormente, creyeron que fue invención dicho descubrimiento, pues nunca aparecieron los legajos atribuidos al tal Ossian, pero su influjo fue enorme y quedó establecido el poso a partir del cual surgiría el movimiento romántico británico. Uno de sus mayores exponentes fue el gran escritor escocés sir Walter Scott, que se impregnó de todo el subjetivismo, nacionalismo y exotismo de lo antiguo y legendario de su nación, escribiendo libros como Rob Roy, Ivanhoe o Waverley, que podrían considerarse como precursoras, si es que no lo eran ya, de la novela histórica.

Scott fue uno de los primeros escritores internacionales de la historia, consiguiendo ser un superventas allende su patria escocesa, por lo que fue muy difundida y leída su obra en Europa, Australia y Norteamérica.

Esta fama, acrecentada por el estímulo de Goethe, y el ardor romántico de la época, que impregnaba el sentimiento de Mendelssohn, fue el que le impulsó a viajar a Escocia en el año 1829, con el objetivo primordial de conocer a Sir Walter Scott, y aunque fue fugaz su encuentro, en la decrepitud del escritor, y cuando se disponía a abandonar su residencia de Abbotsford, agobiado por las penurias económicas que arrastraba por problemas financieros, el viaje sirvió para estimular su vena creativa, con la poderosa impresión que le provocaron las Highlands, y las islas Hébridas y su cueva de Fingal, uno de los trasuntos del ciclo ossianico, y origen de su famosa obertura.

Pero una de las cosas que más le impactó fue la visita al palacio real de Holyrood:

               En el crepúsculo cada vez más profundo, fuimos hoy al palacio donde vivió y amó la reina María. Allí se puede ver un cuartito al que se accede por una escalera de caracol: por aquí llegaron y encontraron a Rizzio en el cuartito, lo sacaron a rastras, y tres cuartos más allá hay un rincón oscuro donde lo asesinaron. La capilla cercana ahora no tiene techo, está cubierta de hierba y hiedra, y en el altar derruido María fue coronada Reina de Escocia. Todo está en ruinas y decaído, y el cielo brillante destaca. Creo que hoy he encontrado el comienzo de mi Sinfonía escocesa.

Efectivamente, incluso para el turista actual, la visita a Escocia y, concretamente, a Edimburgo, sigue embebida del influjo de este periodo de su historia, en que por última vez fue independiente y que marcará el destino real compartido por ambas naciones, Inglaterra y Escocia, bajo los auspicios de la nueva estirpe jacobina, descendiente de la desgraciada reina María.

Pese al ardor romántico florecido que le supuso la visita a esta cuna del romanticismo, su formación académica y su escritura escolástica provocaron que no fuera hasta 1942, 13 años después, que la terminara y pudiera así estrenarla. En ella destaca su tercer movimiento, Adagio, una pieza de exquisito lirismo, de actitud contemplativa, y seguramente la música que comenzó a gestarse en su mente cuando permanecía en las umbrosas ruinas de la capilla y en las lúgubres estancias del palacio de Holyrood.

Y es cierto que cuando se escucha esta Sinfonía nº 3 la menor, Op. 56 “Escocesa”, uno no puede dejar de estar pensando en lo que fue la vida de la desdichada María Estuardo.

El primer movimiento, sin guardar la estructura sonata de las sinfonías de la época, comienza con unos acordes oscuros y reposados que hacen rememorar su llegada a Escocia, a través del fiordo de Forth, un día oprimido por triste bruma y pesada calígine, que no obstante permitió burlar a los barcos ingleses de su prima Isabel, deseosa de impedir su arribada por la amenaza que podía suponer para su reinado, pues María descendía de manera legal de una hermana de Enrique VIII, mientras que Isabel era hija de la repudiada y ajusticiada Ana Bolena, a la cual el monarca le retiró sus derechos dinásticos.

María había crecido en la corte francesa, adonde fue llevada con 5 añitos, pues estaba desamparada tras ser coronada, a los seis días de su existencia, debido a la repentina muerte de su padre, el rey Jacobo V. El objetivo era refugiarla de los ardides de la nobleza protestante para conseguir convertir a la monarquía escocesa de su confeso catolicismo, y también protegerla de los intentos de Enrique VIII por tratar de eliminar el peligro dinástico que suponía, mediante un ventajoso matrimonio con su hijo Eduardo. Allí en Francia creció en un ambiente de galantería y libertad, en una corte de excesiva liberalidad y munificencia, pese a lo cual ninguna tacha pudo costarle a esta desgarbada princesita de metro ochenta, ojos ambarinos y tez clara, prometida y casada en la infancia con el delfín Francisco, nada de lo cual impidió su primera tragedia: la muerte a los 18 años de su esposo por una otitis complicada, motivo por el que abandonó Francia para reivindicar su corona escocesa.

El cambio de humor de este movimiento desde un andante con moto a un más tumultuoso Allegro un poco agitato, nos puede evocar la fría acogida de sus cortesanos, en una corte austera y aburrida, debido al árido calvinismo que imperaba en su ausencia. Con tan solo 18 años, hubo de sobreponerse a unos secos y suspicaces nobles acostumbrados a hacer su antojo, liderados en un principio por su hermanastro bastardo Jacobo Estuardo, conde de Murray, para lidiar con el protestantismo, aun manteniéndose ella en la fe católica, guerrear y vencer una insurrección católica, y hasta mantener su reputación a salvo mandando decapitar a un poetastro, que tomó a la ligera unas carantoñas de la reina para colarse debajo de la cama de su dormitorio.

El segundo movimiento, Vivace non troppo, es un scherzo, lo cual, literalmente, significa broma. Es un tipo de movimiento alegre y desenfadado, y en mi hipótesis sugestiva de la obra, estoy viendo la burla a su prima Isabel, cuando ésta quiso entrometerse en la elección de un nuevo cónyuge, con el propósito de tenerla controlada. Pero fue una disputa entre zorra y gallina, porque al final lo consiguió oponiéndose determinadamente a un pretendiente, finalmente elegido por María, pero que había sido devuelto a la corte escocesa por iSabel precisamente para engatusarla con un pretendiente en teoría adepto de ella. Aunque muchos críticos repiten las reminiscencias folclóricas escocesas de esta pieza, a mí me recuerda mucho a la obertura que compuso para Sueño de una noche de verano, donde todo es burla y fábula. También podríamos vislumbrar ese conato de guerra civil con su hermanastro, en la cuál no se dio ninguna batalla, sino un juego de gato y ratón, persiguiéndose por la geografía caledonia, en que los ejércitos decrecían por las deserciones, terminando victoriosa, en todo caso, nuestra reina.

Llegamos por fin al motivo de esta entrada, una pieza tranquila y contemplativa, en que su estructura de sonata distingue claramente dos temas bien diferenciados. El primero, sosegado y tierno nos podría rememorar el idilio de la reina con su nuevo galán, Lord Darnley, familiar lejano de María por ambas ramas de su ascendencia, hombre de buen plante y caro atractivo. Aunque tuvo que suceder que enfermara de sarampión para despertar el instinto maternal de la reina, para que ella dulcemente se enamorara mientras extremaba sus cuidados hacia él. Luego sigue el segundo tema, en modo de marcha, y que a mí me sugiere una marcha nupcial al estilo de la famosa de Lohengrin. Todo lo que tenía Lord Darnley de bello y elegante lo tenía de patán y petulante, de vicioso y altanero, y ruin y traicionero. Queriendo tomar el mando del reinado, conjuró junto a los lores protestantes para sojuzgar la autoridad de la reina, y para eliminar a su consejero y confidente, David Rizzio, un artista advenedizo encumbrado a secretario, bajito, contrahecho y cetrino, a quien le habían endosado un más que dudoso papel de amante de la reina. Todo ello perturbó las relaciones de ls reyes, con altibajos en los sentimientos de ella, que entonces estaba embarazada de su hijo y futuro heredero, lo cual lo notamos en el desarrollo y exposición del primer tema, ahora más inestable y agitado. Y posteriormente vuelve a sonar la marcha, ahora con tutti y apogeo de fanfarrias, lo cual ya no denota tanto romanticismo, y sí algo de arrebato celoso y furia desmesurada, que es la que tuvieron con Rizzio, al que asesinaron de más de cien puñaladas ante la presencia de la reina. Vuelve el tema inicial, pero ya con un son de nostalgia y amargura, que nos lleva al último movimiento.

Mendelssohn especificó en su partitura que quería que su obra fuera interpretada del tirón, sin pausa entre movimientos. En el último se distinguen dos partes. La primera, Allegro vivacissimo, y que el mismo compositor la subtituló como Allegro guerriero, cuyo ritmo vivo y contrastante, furibundo y agitado, nos puede recordar el resto de la vida de la reina, repleta en un par de años iniciales de sucesos trepidantes y angustiosos, con su escapada del palacio de Holyrood, de su corte y su marido, la confrontación con los nobles, el perdón a su marido, la muerte de éste en un atentado explosivo, a lo Carrero Blanco, la inculpación de ella, su rapto por uno de sus más abyectos seguidores, que la obligó a casarse y la dejó embarazada, y su huida final a Inglaterra a buscar el refugio y amparo de su prima. En resto de su vida, 18 años, también la condenso en este movimiento, pues fue una continua peregrinación por reclusiones forzosas por Inglaterra, prisionera de su prima, cuya única válvula de escape fue promover algún que otro complot para liberarse o para deponer a Isabel, y que finalmente nos lleva a la aparente conclusión del movimiento y la sinfonía, un tema tocado por clarinete y fagot, con un leve soporte de las cuerdas, que nos retrotrae al inicio de la obra, y que se va apagando poco a poco, como si describiera el camino de María hacia el cadalso para terminar su vida, decapitada, para tranquilidad y solazo de su oponente familiar.

Pero, de repente, surge la segunda parte del movimiento, una de las partes más criticada por músicos y analistas, pues en su opinión rompe la simetría y redondez de la obra, incrustando un tema poco acorde al espíritu general de la obra. Este Allegro maestoso assai recuerda un poco a la Pompa y circunstancia de Elgar, y teniendo en cuenta que la obra estaba dedicada a la reina Victoria y su marido Albert, no es difícil intuir que se trate de un final solemne y majestuoso en consideración a ellos, con un aire laudatorio y festivo. Yo, por mi parte, para engarzarlo todo con mi historia, veo el triunfo final de María después de su muerte, como las brujas anunciaron a Banquo en la obra de Shakesperare, MacBeth: ella no reinó finalmente en Inglaterra, pero su hijo Jacobo, a quien no vio jamás después de cumplir 10 meses, sería el heredero del trono después de la muerte de la huera y ambiciosa Isabel.

Te pongo, pues, dos vídeos, uno con el Adagio solamente, y otro con la obra completa. Mendelssohn no fue un músico programático, así que su música no nos describe nada concreto. Así pues, escucha y ensueña, y crea tu propio cuento.

 

 






21 de junio
Todos los genios tienen siempre algún grado de excentricidad. El que nos ocupa, Alexander Skriabin llega mucho más lejos que eso. Fue un virtuoso pianista, que por supuesto empezó a destacar en su niñez. A pesar de sus pequeñas manos, a semejanza de Alicia Larrocha, que no llegaban a cubrir una octava (es decir, que extendiéndola no podia depositar su pulgar y su meñique en dos “do” separados por una octava), compuso y tocaba piezas de extrema dificultad. Dificultad que también entraña la dilucidación del mensaje que transportan.
Y es que su cultura y su excentricidad le llevó a interesarse por la teosofía, una corriente de nuevo cuño que propugna una sabiduría eterna obtenida de la fusión armoniosa de todos los conocimientos religiosos, científicos y filosóficos. Nada que, en definitiva, le pudiera desengañar de su tremenda hipocondría.
Por otro lado, declaraba ser portador de habilidades sinestésicas. Es decir, la capacidad de percibir estímulos con un sentido que no era el apropiado para ello. De este modo, él percibía las notas musicales como colores, y la transición cromática se realizaba a través de un círculo en que las notas avanzaban por intervalos de quintas. Al parecer, Rimski-Korsakov también poseía este don. Rachmaninov refiere que en una conversación con ellos acerca de este tema se dio cuenta que la asociación que establecían ambos entre notas y colores era muy similar, y Skriabin le mostró que él mismo también poseía esa virtud sinestésica, aunque de una manera subconsciente, para lo que le refirieron cómo en una ópera suya, había asignado a una escena en que aparece un tesoro la tonalidad re, la cual estaba asociada al amarillo oro.

De todos modos, no debe esto distraernos del hecho de que fue un importante innovador en la composición musical, distanciándose de las corrientes lideradas por Stravinski y la Nueva Escuela de Viena. Hoy te traigo el Andante de su Concierto para piano en fa sostenido menor Opus 20, que según su asociación se correspondería con un esplendente y sugestivo zafiro, todavía de un regusto romántico mezclado con algo de inspiración modal.




22 de junio
Tenemos la tendencia a pensar que la vida de los artistas creadores tuvo que ser propicia – no diremos feliz – para la realización de sus obras, porque, si no, no se entiende cómo se puede alcanzar tanta perfección o tanta belleza. Como nosotros ya poseemos el resultado, es lógico pensar que las musas fueron favorables. Pero, como sucede muchas veces a los artistas modernos, cada cual presenta sus conflictos, que ni la fama ni el dinero pueden atemperar. Y es probable que estos surjan ya desde la infancia.
En el caso de Sergei Rachmaninov puede que fuera determinante la figura del padre, mal gestor financiero, además de jugador, libertino y bebedor, dilapidando la buena posición social y económica de la familia, por lo que, una vez que abandonó a la madre, el resto de la familis tuvo que trasladarse a vivir a un modesto apartamento de San Petersburgo, al amparo del auxilio familiar de la madre.
La tendencia del niño fue la de no prestar la atención debida a sus estudios y a su enseñanza musical. Aquí fue providencial la ayuda de un primo suyo, Ziloti, quien recomendó trasladarlo a Moscú, donde precisamente conoció a Skriabin. Ziloti fue también profesor suyo de piano avanzado. Esto permitió reconducir su carrera.
Pero, indudablemente, Rachmaninov debió desarrollar un carácter no excesivamente fuerte frente a las adversidades, y, como ya dijimos en otra parada previa, el fracaso de su primera sinfonía, a lo que contribuyó poderosamente que quien dirigió el estreno, Alexander Glazunov, sufría un completo estado de embriaguez durante la actuación, lo llevó a un estado de depresión, a lo que debió contribuir también la situación política que vivía Rusia.
Su entorno debió intervenir para intentar sacarlo del pozo creativo, concertándole, incluso, un encuentro con el gran Leon Tolstoi. Pero ni por esa. Tuvo que ser la intervención del Dr, Nikolai Dahl, especialista en neuropsiquiatría, y  a la sazón, también, competente violonchelista aficionado, quien, mediante sesiones de hipgnosis, logró reconducir el ánimo y la carrera de Rachmaninov, permitiéndole crear la obra que nos ocupa.
El Concierto para piano nº 2 en do menor Opus 18 fue estrenado el de Octubre de 1901 por el propio compositor al piano, bajo la dirección orquestal de su primo Ziloti, y dedicado, como no, al factótum de su recuperación, el Dr. Dahl. Escuchar su Adagio sostenuto no nos permite adivinar, bajo su dulzura y embriaguez sensorial, todos los inconvenientes que se alzan en el camino de la creación.



23 de junio




24 de junio

Sin duda, la época más feliz de Wolfgang Amadeus Mozart fue la que arrancó tras el primer tercio de la década de los ochenta del siglo XVIII. Su vida se desarrolló hasta entonces en una jaula de opresión y coacción ejercidas por dos factores fundamentales. El primero, el cual era compartido por el resto de músicos, las dificultades, si no imposibilidad, de independizarse para ejercer su profesión de músico y compositor. Para muchos profesionales no era un problema, pues no se lo habían cuestionado con consistencia nunca, pero Mozart pasó toda su infancia , junto a su hermana Nannerl, haciendo giras bajo el auspicio de su padre, que exhibía sus habilidades en la interpretación del piano prácticamente como prodigios de feria. Aunque esto le robó la infancia, aparte de otros impactos negativos sobre su psique, le permitió darse cuenta de la posibilidad de poder vivir independientemente con el fruto de su trabajo. Pero chocaba con las costumbres y las proscripciones de la autoridad para lograrlo. De ahí el que una vez que pudo salir de la asfixia provinciana de Salzburgo, para intentar abrirse camino en el mundo musical de París, rechazara los requerimientos de su padre para volver a su ciudad natal, donde le había conseguido un contrato ventajoso a las órdenes del arzobispo Colloredo. El arzobispo era autoridad tanto eclesiástica como civil, por lo que era imposible sustraerse a su gobierno, pero lo peor de todo es que al trato degradante como personal del servicio que se daba a los músicos en general en cualquier corte, se unía la continua intromisión de Colloredo no sólo en la elección de los géneros musicales a componer, generalmente religiosos, sino también en la libertad de Mozart en aspectos tan triviales como la duración o el humor de la obra.

El otro elemento coercitivo era la personalidad posesiva y chantajista emocional de su padre, que no permitía a Mozart realizar ninguna actividad sin su aprobación, y que recurría a la generación de sentimientos de culpa en su hijo cuando por fin se atrevía a tomar una iniciativa. Así, culpabilizó a su hijo de la muerte de su esposa, y lo presionó  cuando éste le manifestó su deseo de proponer matrimonio a la mujer de la que se sentía enamorado, Aloysia Weber.

Presiones de su padre, y disconformidad de la que, a la postre, habría de ser su suegra, pues aún no se había afianzado la carrera de Mozart, mientras que la de su hija Aloysia sí, como excelente cantante que era, a la que Mozart incluso ayudó en su formación. Malogrado este matrimonio, casándose finalmente Aloysia con un reputado actor, Mozart se dedicó a cortejar a su hermana, quizá por el anhelo de estar próxima a su amada. Como quiera que, con el tiempo, la carrera de Mozart comenzó a despegar, pues con determinación decidió abandonar Salzburgo para instalarse en la capital imperial, Viena, donde logró su primer gran éxito con el estreno de la ópera El rapto en el serrallo, la madre ya no lo vio con malos ojos como pretendiente de su otra hija Constanze, con la que se casó en 1782. Al hecho de independizarse unió la necesidad de mantener una casa y una familia, con el advenimiento de varios hijos, muchos de los cuales, como era habitual en la época, morían en la más tierna infancia, pero el segundo, nacido en 1784, sí que prosperó.

En esa época, se concentró en las actividades que más beneficios le podían reportar. Tomó a su cargo varias alumnas de la nobleza para darles lecciones de piano, y se dedicó a la interpretación de conciertos en los que tocaba el instrumento del que era un genio, el piano. Y como era habitual entonces, la actividad de intérprete iba unida casi indefectiblemente a la de composición del material necesario para mantener la primera. De ahí que en esa época compusiese los más espectaculares y mejores conciertos de piano de todo su catálogo. Conciertos impregnados de un enorme optimismo, como manifestaba el uso prominente de tonalidades mayores en su composición. Lo cual no evitaba, como era seña de identidad del progreso musical del clasicismo, la fluctuación de la obra desde la tonalidad principal a otras tonalidades aledañas o relativas. Es lo que hace que en este Concierto para piano nº 23 en la mayor K 488, su emotivo y suntuoso segundo movimiento, un Adagio, transponga a su tonalidad relativa menor, fa sostenido menor, que le da un aire de nostalgia e idilio sobrecogedor, que propició una anécdota histórica posterior.

Al parecer, Stalin quedó sobrecogido ante la audición radiofónica de dicho concierto una tarde de 1943. Como es habitual en los dictadores de cualquier signo, en los que la ebriedad del poder les permite los más obscenos caprichos, tuvo el antojo de conseguir una copia de dicho concierto, a lo que ningún lacayo de su corte comunista cuestionó, por supuesto. Complacientes en su servilismo se dirigieron a la emisora para obtenerla y contentar así a su amo. Pero resultó que el concierto no había sido grabado y, por tanto, no pudieron satisfacerlos. Los amedrentados siervos, como si de un Calígula se tratara, se quedaron pasmados, paralizados, ante la tesitura de tener que regresar y contrariar los deseos de su señor, por lo que ansiosos transmitieron la angustia a los mismos responsables radiofónicos y orquestales, y volvieron a reunir a los intérpretes pasada la medianoche para repetir y capturar de nuevo el concierto. Ni que decir tiene que Stalin recibió su copia. Además de extasiarle la música de Mozart, sobre todo ese emotivo segundo movimiento, Stalin estaba fascinado por la pianista, María Yudina, hasta el punto que toleró todas las diatribas que vertía sobre el régimen comunista, sin recibir nunca ninguna reprensión o castigo. Es más, como consecuencia de esta interpretación, hizo que le otorgaran ese año el Premio Stalin de música, dotado con 20.000 rublos. Ella, ni corta ni perezosa, los donó a la iglesia ortodoxa (gran pecado a ojos de la iglesia comunista) para oraciones en penitencia por las malas obras del gobernante.

Afortunádamente, Mozart no tiene la culpa de que su música también amanse a sanguinarios dictadores, como Wagner no tenía la culpa de ser tan admirado por Hitler, por lo que espero que el resto de los mortales, sensibles y diletantes, podamos disfrutar etérnamente de esta magnífica obra.




25 de junio
La historia, al final, siempre se repite. Aunque los aderezos con los que se adorne nos confundan. Tanto luchar los artistas durante siglos para liberarse del yugo del protector, o del servil patronazgo de la aristocracia, que los reducía a meros artesanos musicales, y para reivindicar su propia personalidad y llevar una vida creativa libre e independiente, para finalmente toparte con tu nuevo arzobispo Colloredo.
Sergei Prokofiev desarrolló su carrera musical prácticamente coetánea a la Rusia revolucionaria y soviética, y mantuvo una relación un tanto ambigua con ella, no claramente crítica hacia el régimen, pero que a fin de cuentas le pasó su factura. Ya en los inicios de la revolución consiguió que lo dejaran salir del país, gracias a que por entonces pasaba por ser un revolucionario musical, y mantuvo una carrera más o menos exitosa en el extranjero. Pero debido a la mala suerte, principalmente, con el estreno de sus óperas, su economía se resintió y volvió al redil.
Compuso, entre otras, obras completamente afines al régimen comunista, cuando no eran directamente encargos para alguna conmemoración, y a pesar de ello pasó alternando premios Stalin a su música con reprimendas, censuras o, directamente, amenazas. De este modo, recibió lisonjas como "anécdota antisoviética llana y vulgar, una composición contrarrevolucionaria que linda con el fascismo" en 1928 desde la Asociación Rusa de Músicos Proletarios, que de asociación tendría poco, todo lo que le sobraría de inquisición; sufrió el asesinato oficial de algún amigo, como el director teatral Meyerhold, por el intolerable crimen de oponerse y criticar el realismo socialista, una especie de impulso alienante y opresor dirigido en contra de los artistas y las obras complejas, innovadoras o experimentales: todo por el bienestar vacuo-mental de las masas, ese ente amorfo y maleable tan del gusto de toda dictadura.
Aunque en muchas ocasiones se plegó a los dictámenes oficiales en cuestines acerca de la creación artística,  Prokofiev no logró escabullirse de esta caza de brujas que se concretó en 1948 con el Decreto Zhdánov, que debe su nombre al dirigente político que lo propugnó,  alter ego en Rusia del McCarthy americano instigador de la caza de brujas cinematográfica, que obligó a disculparse públicamente a compositores como Shostakovich, Kachaturian o él mismo por sus desvíos burgueses, reaccionarios y contrarrevolucionarios en su composición. La misma palabrería a la que nos están acostumbrando hoy en España, acompañada, incluso, de las mismas prácticas nepotistas: el tal Zhdánov era consuegro de Stalin. Los nuevos linajes proletarios oligarcas y hereditarios. Para más inri, le tocó a Prokofiev fallecer el mismo día que Stalin, con lo que hasta su lauro luctuoso se lo ensombreció.

La obra que te traigo fue estrenada justamente en el año previo a su instalación definitiva en la URSS, y fue estrenada en Madrid, bajo la batuta de Enrique Fernández Arbós. Es probable que no fuera casual, pues Prokoviev estuvo casado con una cantante española de madre rusa, Lina Llubera (que también sufrió deportación y reclusion en un Gulag entre los años 1948 y 1956, destino compartido por millones de rusos bajo la tiranía estalinisra). Matrimonio que quedó fulminado a poco de vivir en Rusia. Queda pues, quizá, como última llama de amor esta obra, Concierto para violín nº 2 en sol menor Opus 63, cuyo Andante Assai muestra ese contraste de lirismo y dulzura, contrapuesto al desasosiego y turbación en la que a veces la melodía parece tratar de abrirse paso.





26 de junio
La obra que nos ocupa fue inicialmente concebida como una pieza de cámara para violonchelo y piano, y fue por primera vez interpretada en una velada en casa de Camille Saint-Saëns, en un día de San Juan de 1880. La buena acogida que tuvo en este círculo tan íntimo lo animó a seguir completando la obra que había proyectado, que era una sonata clásica para dichos instrumentos. Pero el plan se truncó, y tendría que esperar hasta 1917 para completar su primera obra en este género, que, claro está, no incluyó este fragmento. Al final, lo que sí hizo fue publicar la obra aisladamente con el título de Elégie en 1883, y estrenada un año más tarde por su dedicatario, el violonchelista Jules Loëb.
Más adelante, en 1895, hizo una versión orquestada, que, según una versión que he leído, fue estrenada por el violonchelista español Pablo Casals, dirigido por el propio autor, Gabriel Fauré.

Como su nombre indica, es una música de gran patetismo y tristeza, con una estructura simétrica en cuanto a su intensidad, que es mayor en su fragmento central, y en cuanto a la disposición temática, siendo la melodía que la abre la que también la apaga.


27 de junio
Hoy, para reposo o descanso, vamos con una obrita breve, aunque no por ello menos hermosa. Forma parte de una broma musical de Camille Saint-Saëns, que elaboró durante el carnaval de 1886 . Compuso una pequeña suite de piezas sarcásticas o irónicas, en las que a veces bromeaba con su propia música y, en otras, con la de músicos ajenos.
Saint-Saëns experimentó a lo largo de la vida una metamorfosis de carácter, que le llevó de ser uno de los músicos más innovadores, inspirado en ello por Liszt, a publicar gruesas invectivas en contra de músicos como Richard Strauss o Debussy. Quizá por eso anduvo preocupado por las apariencias cuando no consintió en vida que se publicara este Carnaval de los animales ni que tampoco se interpretara en público. Sólo lo hizo en pequeños círculos amistosos. Aunque si permitió que se pudiera publicitar una vez muerto él, lo cual no se hizo esperar, ya que esto sucedió antes de que se cumpliese un año de su óbito, en 1922. Probablemente no querría que un opúsculo satírico ensombreciera su legado más enjundioso y serio.
El caso es que se ha convertido en una de sus obras más conocida. Y aunque toda ella mantiene esa jovialidad o humor, destaca sobremanera una pieza que contrasta enormemente con el resto. Es la titulada El cisne. Debido a su carácter programático, hay quien quiere ver un cisne deslizándose por las aguas. Pero yo me sumo a los que piensan, apoyado en el timbre quejumbroso y nostálgico del violonchelo, que lo que construyó tan líricamente es el mítico y fabulado canto del cisne.

El cisne está consagrado, en la mitología griega, al Dios Apolo, como símbolo de belleza y armonía, y ya en aquellos siglos de dominio heleno se conocía la ineptitud canora de ave tan espléndida. Pero los poetas referían en sus mitos que justo antes de su muerte, el cisne emitía un bello y lastimero canto a modo de su propio réquiem, por lo que se despedían de esta vida dejando un hermoso recuerdo. Yo te dejo este canto precioso ingeniado por Saint-Saëns, breve como todo lo bello, que no siempre dispone de la oportunidad de dejar impronta en el universo, como sí consigue hacerlo nuestro compositor.


29 de junio




30 de junio




2 de Agosto




Comentarios

Entradas populares de este blog

Letrilla 2024

Don Urtasun Calabazas

Kim Jong-um íbero

Las Puertas del Delirio: El Olvido y la Canción

Adagio: Adagietto de Mahler

Las puertas del delirio: El Miedo

Vánitas: los sonetos de la muerte

SILENCIO

La Catrina

Adagio fantastico (de Vaughan Williams)