LA FLAUTA MAGICA Y...MUDA




Cada nuevo viaje a Madrid es como una experiencia engendradora. Llegar adormecido por el runrun del avión y adentrarse en el útero metálico de Barajas. Todo fluye en él como en un cordón umbilical: se mezclan los pasos rápidos de los ansiosos por salir con la cara de resignación de las víctimas de vuelos demorados; los pasos contradictorios del veloz en el pasillo con el despreocupado y estático en el corredor mecánico, como si los pensamientos y los deseos se subvirtieran. Sin nada que ate mucho a él, y eso que a veces he tenido que esperar en sus entrañas nueve horas, como si un embarazo a término fuera, salgo directo a su canal de parto: el metro.
Es éste un mundo aparte, un universo recogido en culebrosos raíles, donde todo tipo de espécimen es encontrable. De repente tus ojos se encuentran con una impávida amerindia con su cabellera de tozuda negrura y lisa cascada. O con esa especie de nuevo hippie, si es que él sabe lo que es serlo, atravesada su dermis por innumerables anillas, cual nativo de tribu peligrosa, si no fuera por la incapacidad de su cintura de mantener en su sitio los pantalones, por su escuálida presencia, que poco le iba a servir para sobrevivir en un ambiente verdaderamente salvaje. O esas mujeres, con atuendos tan insólitos, sobre todo en Madrid, en que se añaden capas de ropas inverosímiles, con usos también increíbles, sólo posibles en esta desorbitada ciudad. Es como una performance estática repleta de flemáticos figurines, con rostros impasibles y desolados, en una atmósfera decadente y sombría.
Siempre tuvo para mí un curioso atractivo, desde que mi hermano Jesús me conducía por su laberinto con la sabia destreza del navegante suburbano. Incesante paso ligero, cuándo mejor la escalera que el ascensor, el avance en la estación para estar mejor situados y coger el vagón oportuno en la siguiente evacuación. Como si de un Matrix se tratara, la impersonal velocidad en los pasillos mezclada con la estática indiferencia dentro de  los vagones.
Y todo para terminar contemplando el mismo milagro que Topo nos descubre en su canción Colores. Creo que ya os la puse en mi muro. Si no, buscadla. Bonito, pero obvio, lo de Andalucía y su sueño de cal, o lo de las olas sobre el muro de Gijón. Pero lo cierto es que siempre me pareció un milagro el salir del metro en Madrid en una tarde otoñal. Su luz mortecina, de colores fríos, por el soslayo solar, y los témpanos graníticos de su egregia arquitectura. Frío seco también el de su clima, y moribunda la mustia presencia de sus pocos árboles deshojados. Todo ello te mete en un mundo irreal, desacostumbrado, de una pertinaz y singular belleza.
Una vez superado el espasmo del encanto, hay que reponerse como un individuo más. Barrio de La Latina, en las tramoyas de la Plaza Real. No hay nada como adentrarse en un viejo y típico mesón, y una vez superada la cara de desconfianza del maitre, requerirle un buen plato de callos, a la madrileña, por supuesto, y un cochinillo asado. Acompañado por un caldo rubicundo en su calibre benjamín. Satisfacción, pues, y somnolencia. Todo eso requiere de una buena siesta para recuperar concentración.
Y es que el motivo de mi nuevo viaje no es sino una nueva visita a ese templo de la diletación que es el Teatro Real. Como friqui belcantista, me dirijo a retirar mi clásica entrada.¡ Qué es esto de un papel impreso en una cuartilla cualquiera!. Con fortuna, me encuentro con un amable y dispuesto ujier, que me allana el camino a mi ticket y a la sala. Ya dentro, me asalta el frenético carmesí y el opulento dorado de butacas y palcos, de platea y frisos recubiertos de pan de oro. Y como de si un templo iniciático se tratara, me dispongo a ocupar mi butaca para ver la función.

Hoy toca La flauta mágica, obra tardía de Mozart, casi premorten, que ha dado pábulo incluso a novelas en las que posteriormente se han basado películas archiconocidas.  Es ésta fase tardía en la que domina el oscurantismo tanto en la vida como en la obra del autor, con su Requiem inacabado, insólito y oscuro, con la leyenda de ser encargado por su rival Salieri para ser tocado en el propio funeral de Mozart, una vez que éste, con malas artes, hubiera podido liquidarlo. Leyenda que puede que no sea más que novelesca. O esta obra singular que nos atañe. Un singspiel con libretto de un ser atípico para la época, Schikaneder, masónico además, destinado a un teatro popular, y en el que a través de una música dispar, a veces solemne, otras sencilla, iba dirigido a un público poco elitista. En ella, algunos críticos creen ver un mensaje oculto en clave masónica, pero, por lo que llevo leído, no es más que una diáfana y directa presentación de un rito iniciático masónico, por lo que también se alude a una posible vendetta  por haber hecho públicos estos ritos la causa de la muerte repentina del autor.
Con el paso del tiempo, nos ha quedado una verdadera obra maestra, tanto por su contenido musical como por el tratamiento argumental de los personajes y la música destinada a ellos. De tal modo, que podría recomendarse esta ópera para iniciarse en su afición, por lo fresca y melodiosa, lo entretenida y bien elaborada, por el descanso que supone identificar en ella determinados pasajes muy conocidos. Y las pondría a la altura de las de Puccini, o de la Carmen de Bizet, o de la triada de La Traviata, Rigoletto y Aída, todas de Verdi, desde ese punto de vista pedagógico.
Lo primero que llama la atención de esta producción es su montaje. Nuevamente nos atacan con recursos audiovisuales, con ausencia de escenarios clásicos, mediante una enorme pantalla con pequeños batientes ,por donde van asomando los intérpretes, sobre los que se proyectan las imágenes de películas, en las que terminan formando parte. Todo ello sume a los personajes en un gran dinamismo, aunque ellos apenas si se mueven de sus loci, a los que a veces están atados para evitar accidentes. Pero el incesante flujo de imágenes da la impresión contraria. Lo segundo, la dirección artística, por haber desplegado un vestuario y una ambientación tributaria del cine mudo de principios del siglo XX. Quizá, los más reconocibles sean Buster Keaton, como Papageno, o Nosferatus, como Monostatos, o también un Rodolfo Valentino como Pamino,  y otros personajes típicos de estas comedias que ahora mismo no podría identificar.
Y la cuestión sería:¿es esto capaz de encajar con una obra fantasiosa pero sin ninguna relación con el cine mudo?. La verdad es que es curioso, y al principio te quedas un poco perplejo. La obra comenzó con la obertura, como mandan los cánones, a cargo del director historicista Ivor Bolton, que me resultó un poco deslavazada y presurosa, pero inmediatamente después de que acabara, empezó el flujo de imágenes, con Pamino huyendo de una hidra, y desde ese momento la música no cesó de fluir como un río generoso y estructurado, que sutilmente creó un armazón delicado, elegante e imperceptible para acompañar las voces de los cantantes, que fueron magníficas. Las imágenes eran sencillas, pero muy bien sincronizadas con los cantantes y sus ademanes, recordando a películas como Metropolis. Y lo curioso fue cuando terminó el primer número musical y tenía que dar paso a la parte dialogada del singspiel. Al querer emular al cine mudo, estos diálogos se suprimieron , dando paso a las tablillas con diálogos esquemáticos escritos, tales como los que se usaban en dichas películas. Y para más inri, acompañados de un fortepiano, como lo harían en las salas de cine de época. Eso me chocó, porque me parecía que era meter un elemento musical extraño a la obra, hasta que me percaté que usaban pequeños números de fantasías y sonatas pianísticas mozartianas, y que fueron elegidas con la suficiente esquisitez como para concordar con el sentido del texto. Por tanto, seguía siendo Mozart quien sustentaba el montaje. Así pues, todo parecía una mezcla de película y ópera, en la que todos los cantantes destacaron por su buen hacer. Aunque a mí me satisfizo principalmente la calidez y profundidad de Christo Fischesser como Sarastro, el aria de desesperanza de Pamina (Sophie Bevan), el jocoso número del lamento ebrio en champagne rosé de Papageno (Joan Martín-Royo), y las apariciones del trío de ángeles-sopranos.
Divertida y entretenida, recomendable, pues, sobre todo para iniciarse en la ópera.
Como pega pondría que es tal el bombardeo de imágenes, que a veces termina por perder uno la atención en la música. Y otra circunstancial: me tocó al lado un señor ramplón y bobalicón que parecía haber estado en los castings de Amadeus para el papel protagonista, tal era su risa nerviosa e irritante, de gatillo fácil, que a punto estuve de estamparle una....dejémoslo en coda, y punto final. Búsquenla y acudan a ella





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