LA MAMADRE
Que no sea mi madre, me permite hablar de ella en la fecha
que sea, ya que su día podría ser cualquiera, si es que no lo son todos. Guarda
ella, no obstante, suficientes atributos como para dedicarle perennemente un
rinconcito en mi corazón. Cuando trato de explicar a alguien de quién se trata,
nunca hallo epíteto o apelativo que la defina. Algunos lo entienden como tata,
otros chacha, otros sirvienta, algunos como tu otra madre. Pero para mí no es
sino, simplemente... Carmelita. Lo cual la hace inclasificable e irrepetible.
¿Qué os puedo yo decir de ella?:
A pesar de su vientre
huero, de su arquitectura
tronchada, de mi
infancia ha sido ella fortaleza.
Cobijo hallé en su
delantal de cuadros, terneza
en sus membrillos y
empanadillas, de dulzura
repletos, tal sus
cancioncillas de catadura
sencilla. Como cría,
a fantasmas con presteza
se disfrazaba, y a
sustos, llantos, de morbideza
nos teñía el rostro,
y a risadas volvía la mesura.
Fue colchón, ruda
hada madrina, al dolor, serena.
Cuando hubo, no cogió;
faltando, multiplicó.
Con su testaruda
bondad mi infancia hizo plena.
En su léxico alterado,
mi lengua ubicó
las palabras ciertas
y fantaseadas, ajena
a que la de materno
amor ya dignificó.
Como sería difícil hacer siquiera un soneto en alejandrinos
de esta breve semblanza, os participo un poema de Neruda, dedicado a su
madrastra, que desde el primer día que lo leí me provocó una envidia inmensa:
la de no habérseme ocurrido a mí y habérselo dedicado a mi Carmelita. Se titula
La Mamadre.
La mamadre viene
por ahí,
con zuecos de
madera. Anoche
sopló el viento
del polo, se rompieron
los tejados, se
cayeron
los muros y los
puentes,
aulló la noche
entera con sus pumas,
y ahora, en la
mañana
de sol helado,
llega
mi mamadre, doña
Trinidad
Marverde,
dulce como la
tímida frescura
del sol en las
regiones tempestuosas,
lamparita
menuda y
apagándose,
encendiéndose
para que todos
vean el camino.
Oh dulce mamadre
nunca
pude
decir madrastra,
ahora
mi boca tiembla
para definirte,
porque apenas
abrí el
entendimiento
vi la bondad
vestida de pobre trapo oscuro,
la santidad más
útil:
la del agua y la
harina,
y eso fuiste: la
vida te hizo pan
y allí te
consumimos,
invierno largo a
invierno desolado
con las goteras
dentro
de la casa
y tu humildad
ubicua
desgranando
el áspero
cereal de la
pobreza
como si hubieras
ido
repartiendo
un río de
diamantes.
Ay mamá, ¿cómo
pude
vivir sin
recordarte
cada minuto mío?
No es posible.
Yo llevo
tu Marverde en
mi sangre,
el apellido
del pan que se
reparte,
de aquellas
dulces manos
que cortaron del
saco de la harina
los calzoncillos
de mi infancia,
de la que
cocinó, planchó, lavó,
sembró, calmó la
fiebre,
y cuando todo
estuvo hecho,
y ya podía
yo sostenerme
con los pies seguros,
se fue,
cumplida, oscura,
al pequeño ataúd
donde por
primera vez estuvo ociosa
bajo la dura
lluvia de Temuco.
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