DIA DE LA MUJER




Mirar el futuro es como contemplar el firmamento una clara mañana: todo él se nos oculta, como algo irreal o imposible. Sólo es cierto el pasado, que es como la noche, oscuro, con destellos de eternidad, o infinitud. Uno es inconsistente, la otra es inabarcable. Y en la inmensidad de lo irrepetible y de lo improbable, ahí, residimos nosotros, esa especie de milagro de la existencia, con conciencia de sí mismo. Y a pesar de esa aparente posición de privilegio, no somos más que una mota de polvo en el Universo, indistinguible del resto de motas. Así es la vida: mezcla de singularidad y de insignificancia. O sea, pura contradicción.
No deja de ser fascinante que, se sea creyente o no, y, por tanto, asumamos o no la evolución, la adaptemos o  no a nuestro credo, tuvo que existir una Eva que, al mordisquear la manzana, creó en su vientre el germen de lo que conocemos como humanidad. Germen transmitido como código de información, intangible,  pues no es un relevo físico, sino una manera de ordenar la materia, materia que es diferente en cada uno de nosotros, aunque siga los mismos patrones. Esa información, que ha ido transformándose levemente en cada ser, para dar la enorme singularidad de cada especie, y que en cada uno de nosotros también se transformó, dando a la singularidad de cada individuo. Pudiéramos pensar que el terrible pecado original no fue sino el hacerse consciente de la propia existencia. Quizá la manzana sea esa conciencia. El fruto del árbol del conocimiento. Y la penitencia no sea sino la continua duda que nos asalta acerca del sentido de todo.
Después de esa mujer primigenia, el fruto de esa distinción ha ido pasando de útero en útero, para originarnos a todos nosotros. Es maravilloso pensar que toda la humanidad procede de ese código inicial, que ninguno hemos perdido un eslabón con el origen de nuestra existencia. A pesar de que ninguno comparte la materia de esa primera mujer.
También es hermoso pensar que aunque todos somos materialmente distintos, la composición es similar, y, en última instancia, somos todos acúmulos proporcionales de átomos. Pero estos átomos que nos conforman no están en el universo desde su inicio. Al principio sólo había hidrógeno y helio, los más simples, y que tras el big-bang (o si alguien prefiere, la creación, pues antes no había ni tiempo ni espacio), empezaron a condensarse, formando las estrellas, las cuales, para evitar el colapso gravitacional, provocaban enormes reacciones nucleares que generaran la energía suficiente para evitarlo. Fue en esta atmósfera infernal donde estos elementos simples fueron originando el resto de elementos, más complejos, y sólo tras la muerte de una estrella, éstos eran liberados desde su seno al espacio exterior. Por eso, toda la materia que existe, el planeta, la roca, el árbol, el mamífero,… tiene su origen en el seno de las estrellas. Somos pues, en última instancia, hijos de las estrellas. Somos la insignificancia de unos cuantos átomos dispersos, y la singularidad de las remotas estrellas.
Al tiempo que alcanzamos el árbol de conocimiento, nos alejamos definitivamente del de la vida, perdido en el ignoto Edén. Y acuciados por la duda, la eternidad se transformó en materia estelar, que ha ido desde entonces concentrándose dolorosamente en el útero de todas las mujeres hasta llegar a nosotros. La mujer es depositaria de la savia sideral, del pan horneado en su matriz, en el que nosotros, los hombres, somos sus migajas y su levadura. Estas mujeres, las fotografiadas, son la alacena de mi pan, el trozo de evolución que me ha sido legado.
A ellas, pues, que son esencia de estrellas, en las que yo tan sólo soy un meteorito que colisiona, y que, por tanto, son la constelación de mi existencia. A ellas, depositarias del fruto que me conecta con el Edén, y que son el bocado que se me ofreció mordisquear, y que es también mi huella en el presente, que será pasado insustancial y probable en el momento que termine de escribir estas palabras. A ellas, con amor y reconocimiento, en el día de la mujer.
8 de Marzo de 2016


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