LA CANTANTE CALVA
El escribir como pasatiempo y crearte un blog no te corona como eximio pensador, ni tampoco te sitúa en la presunción de la intelectualidad (aunque, de todos modos, nunca entendí que nadie pudiera denominarse intelectual, y menos como profesión). Así que tengo que reconocer que, en mi pequeña cultura, no conocía nada acerca del autor. Pero tampoco creo que deba acobardarme a la hora de emitir mi opinión acerca de la obra y su escritor, por muy absurda que pudiera resultarle a cualquiera.
Y es que siempre da un poco de pavor criticar desde un vasto desconocimiento algo que constituye parte de la esencia de la consagración de un autor. Y más cuando ha formado parte de las últimas vanguardias, con todo lo que conlleva de apoyo por parte de sectores que siempre reclaman para si su propio halo de originalidad. A veces puede ser hartamente dramático parecer un snob frente a otros snobs, estos ya reconocidos. Pero el caso es que no encuentro gran sustancia en la obra que nos ocupa, La cantante calva, y eso que es unos de los cien libros imprescindibles del siglo XX según el Le Mond (claro está, que casi la mitad son franceses, como la nacionalidad postiza de Ionesco, lo que quita un poco de imparcialidad y seriedad a su selección). Y es de lo que voy a tratar de escribir.
A veces confunde más que ayuda el poder disponer en la función de un libretito explicativo de la obra. En él se intentaba aclarar que el autor se inspiró para su obra en unos libritos o fascículos para aprender inglés. Pero de ningún modo podía entender cómo, hasta que leyendo por Internet acerca del tema me topé con la razón: en esos manuales aparecían unos personajes que, entre otros, eran marido y mujer, y para introducirnos elementos primordiales de la conversación, se presentaban absurdamente como marido y mujer. Uno explicaba a la otra dónde vivía, como si esta no lo supiera, o ella le decía los hijos que tenía con él, como si este no se hubiera enterado ya. Este original absurdo llevó a Ionesco a la inspiración del absurdo en su obra.
Y realmente te das cuenta que todas las escenas van por ese derrotero, con ocurrencias más o menos sutiles, que mantienen distraído al espectador. Y que a veces arrancan su sonrisa. El caso es que la obra cayó bien, y a ella siguió el éxito a su autor. No había leído o visto más nada de él. Pero con la inocencia del primer espectador del estreno de su obra, me voy a atrever a criticarlo.
Lo primero que hice, después de ver la función, fue interesarme por las intenciones del autor, las opiniones de críticos, las semblanzas del escritor, etcétera. Y, como casi siempre, te topas con un amasijo de opiniones que te aturden más aún. Porque al final, alrededor de una obra simple como ésta, absurda pero simple, te encuentras las más variadas opiniones, a veces encontradas, otras inverosímiles, las más excesivamente elaboradas, o sentencias elocuentes y confusas a modo de resumen, incluso por parte del autor: "de un texto burlesco, un juego dramático; y de un texto dramático un juego burlesco".
Cuando terminé de ver la obra y quise establecer un paralelismo con algo que ya hubiera experimentado anteriormente para compararlo, me retrotraje a mis días de instituto. Siempre da una cierta ventaja ser buen estudiante y llevar un comportamiento, más o menos, modélico, porque ello te permite en ciertas circunstancias aprovecharte en algunas situaciones en las que tu actitud no sería explicable sino por un fallo en la percepción de los demás, en este caso de los profesores, al considerar que una acción censurable no podría surgir de mi persona. Así, recuerdo como en una clase de plástica, en la que nos habían mandado realizar una pintura con la técnica del punteado, no sabiendo cómo escapar dignamente para, con el menor esfuerzo posible, sacar buena nota, soslayando el hecho de que el Señor no me había llamado por la senda de las artes plásticas, no bien hube comenzado mi obra, es decir, mi trabajo, se me ocurrió, una vez iniciado el punteo sin ton ni son sobre la lámina, inventar una historia sobre ella, cuando no es que aun estuviera inconclusa, sino que incluso casi estaba sin empezar. Ideé toda una división cromática y espacial que no reflejaba sino el transcurrir de las estaciones como simbolismo del paso del tiempo, con una estructura central opuesta en tonalidades que significaba la resistencia del ser humano a la fatalidad. Cuando se lo expliqué a la profesora, se quedó con el rostro estupefacto y boquiabierto frente al bodrio que sostenía entre las manos. Pero le conmovió tanto la idea que inmediatamente, sin acabarla, me puso un sobresaliente. Fue mi obra, pues, premiada, no por lo que valía, siquiera por lo que yo expresé de ella, inventado al caso y sin ser el motor inicial de la pintura, sino por la estupefacción que provocó en la imaginación de la profesora, que debió confundir con fascinación, plasmándolo en el boletín de notas.
Algo parecido debe pasar con el arte en general con mayúsculas, que muchas veces creemos que lo que se habla de él no es el fruto de lo imaginado por los demás, sino el verdadero motor que impulsó al artista, y a veces debe pasar que incluso este mismo debe asumir las ideas más interesantes que se vierten sobre su obra, para así dignificarla aún más o darle un sentido inopinado, novedoso incluso para él mismo. Si una obra así cae en un círculo de vanos intelectuales, que en su vacuidad elevan a los altares obras ante las cuales no encuentran dificultad para asimilarlas, envolviéndolas en un halo de grandiosidad, se produce una retroalimentación entre esos artistas y seguidores de baja estofa que crea un microcosmos de erudición inapelable, de tal modo que si alguna vez un alma sincera se topa con ellos, le abrumará tanto la certeza y seguridad de sus principios que no le quedará más remedio que aceptarlos como ciertos, siendo cualquier duda propia acerca de la calidad de la obra inmediatamente obviada y ocultada. Solo si uno tiene la suerte de toparse con otro incrédulo como él podrá susurrarle, con angustiosa precaución, aquello de : ¿no es una tomadura de pelo?
Una vez expresada esta mi sensación primera, me esforcé por no ser injusto con el autor. Fue su primera obra y quizá posteriormente habría evolucionado. Leer cosas de él acerca de que no le gustaba el teatro y que después, prácticamente toda su obra no fuera sino teatral; justificar que su obra quería denunciar la incomunicación entre las personas a través del lenguaje ordinario, para después intentar explicar la obra, porque por sí nadie podría decir de qué trataba, tanto él como los críticos aduladores, usando para ello ese mismo lenguaje que se quiere criticar como incapaz para establecer una comunicación certera entre las personas, elevando así más al absurdo lo que rodea esta pantomima que lo que de absurdo pueda tener ella; pues bien, nada de ello hace presagiar que pudiera encontrar nada distinto. Tampoco es cuestión de perder mucho tiempo en algo que a bote pronto no te apasiona. Así que fui directo a por la obra mejor considerada de Ionesco, El rinoceronte.
Si comienzo diciendo que la leí en una hora, ya podréis adivinar que no voy a ser muy positivo. Sigue con el mismo lenguaje vacuo, repetitivo, sin sentido, con una acción, por así definirla, intrascendente, con unos personajes superficiales, y un lenguaje absolutamente plano, que si hubiera tenido matices o cierto grado de elaboración bien podría haber servido para al menos elogiar su estilo. Sin embargo, vuelves a ver una lluvia de críticas y artículos elogiosos y rimbombantes, expresando todo aquello que tú no ves, y probablemente los críticos tampoco excepto en su imaginación. Alguien podría decir que el gran misterio de este teatro absurdo es que te mueve al pensamiento profundo. Pero por el tipo de comentarios tan distintos, desde que es una denuncia atroz al totalitarismo, otros que si a la pérdida de la propia personalidad, que si al mimetismo al que nos aboca con la sociedad, que si a la alienación de la mujer en la sociedad patriarcal, que uno empieza a ver la obra como una estructura abocinada, que podrá ser miriñaque o campana según se vea si con ella se baila o se tañe, pues es tan simple y tan nimia que cualquiera puede tejer su historia sin apenas agradecer al escritor la autoría de la idea.
Al final, encuentra uno más razonamientos y más profundidad en los artículos y ensayos que versan sobre la obra que en ella misma. Y aunque se le pueda atribuir un halo de originalidad en el teatro, bien se podría decir que en esta ocasión el cine le tomó la delantera, y para absurdo y genialidad, ya aparecieron antes los hermanos Marx.
Lo mejor de la velada fueron, sin duda, los actores. Pues a pesar de tanta solemne nadería, fueron capaces de dar vida a un museo de cera inexpresivo y sin chispa. Ellos hicieron que al menos brotara una leve sonrisa de un texto que sin sus entonaciones no tendría ni un atisbo de vida. Pero al final, el mismo texto los arrastra a una especie de coda interpretativa, atonal o dodecafónica, que entre exabruptos ininteligibles por continuos y mezclados, pone fin a la obra con la subsiguiente amenaza de volver a empezar pero con los papeles de los actores cambiados. Gracias a Dios, las voces y las luces se van difuminando, y la obra termina como por arte de encantamiento, para resonar absurdamente con obtuso cronicismo en nuestros cerebros.
Ya sé que los consejos no se dan. Pero si tenéis oportunidad, aprovechad la ocasión para hacer otra cosa. Es mi más sincera recomendación.
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