OJOS QUE NO VEN

 



Que poseemos una ralea política de baja estofa es bien manifiesto sin necesidad de escarbar en su prosapia. Su falta de preparación y su desconexión con la responsabilidad quedaron bien definidas el otro día por Javier Nart, según le escuché en un programa de televisión, al compararla como de categoría de asamblea universitaria. Yo iría más lejos, y diría que es propia de trabajo de evaluación de trimestre en el instituto. Los políticos actualmente instalados en el poder piensan que el empuje de un país es automático y que el político del momento lo único que ha de hacer es aprovechar la ocasión para hacer y deshacer todo lo que se le antoja. Sin preocuparles si es factible. Es más, es que ni se lo plantean. Ya le sucedió a Irene Montero con su anteproyecto de ley de igualdad, que se lo arrojaron de vuelta a la cara por no cumplir ni con los más mínimos requisitos legales para poder ser llevado adelante.

La legalidad y la justicia son dos de las cosas que peor llevan. Se muestran ante ellas impúdicamente caprichosos. El argumento que esgrimieron para rechazar determinados planteamientos de los rivales políticos es del que precisamente no se acuerdan cuando no les interesa. Ya con los desafortunados y ominosos delitos sexuales se opusieron a un planteamiento del endurecimiento de penas, mostrándose contrarios a la condena permanente revisable, con la justificación de que no se podía legislar en caliente. Pero ahora que toca escandalizarse por el destino de los raperos condenados, raudos van a modificar los delitos de odio y de enaltecimiento del terrorismo, porque en su opinión atentan a la libertad de expresión. En este caso el sector podemita se alinea claramente con la toma de acción inmediata  porque, en última instancia, los destinatarios de las diatribas de los condenados son catalogados por ellos mismos como fascistas. Claro, que hay que tener mucho cuidado, porque ni se molestan en explicar qué es para ellos un fascista. En sus manos, es un concepto tan amplio que en él entramos todos los que opinamos distinto a ellos. Y esta izquierda radical, real y explosiva, que propagandísticamente ya recurre a la maniobra de todos los populismos, que es crear un enemigo frente al que polarizar a todos sus seguidores, han hecho surgir de la nada o del olvido una formación, Vox, en la que puede que se oculten esos demonios que ellos anuncian, pero que hasta el momento no han conseguido poner a su nivel de violencia y provocación, por lo que queda aún más en entredicho la actitud de estos mal considerados artistas.

El caso es que algún verdadero artista se muestra contrario a las sentencias dictadas contra ellos, en la creencia de que se está limitando la libertad de expresión ¿Pero qué es la libertad de expresión? Estos dos sujetos no son dos inocentitos que han creado sendas canciones un poco subiditas de tono. En ellas boyean amenazas e incitaciones a la violencia, de la cual ellos participan, como han demostrado en algún acto y como también pone de manifiesto el que acumulen otras condenas por actitudes violentas. Sus canciones no son como un “Cruce de navajas” de Mecano , en la que se describe una historia violenta, a la que además no le dan valor moralizante. Ellos dicen y toman la actitud que mísmamente desarrollan los extremistas islámicos para incitar a la gente a la yihad. La diferencia es que ellos le ponen mala música. Pero suponiendo que es que los demás somos unos fascistas y a ellos no les queda más remedio que tomar esa actitud beligerante y catalizadora de las pulsiones iracundas que los abotargan, para obtener lo que ellos consideran libertad, hagamos un juego en el que sustituyamos al destinatario, colocando en el punto de mira a algún colectivo cuya causa ellos se arrogan de manera partidista:

“O que explote un bus del PP con nitroglicerina cargada”

¿Qué pensaríamos si sustituimos “PP” por “orgullo gay”?

"Le arrancaré la arteria y todo lo que haga falta"; queremos la muerte para todos estos cerdos"

¿Y si en vez de “cerdos” ponemos “feministas”?

"Mataría a Esperanza Aguirre, pero antes, le haría ver como su hijo vive entre ratas”

En esta frase quizá dé igual por quién la sustituyamos;

“Quiero a Gallardón en silla de ruedas, así podría chupármela a todas horas"

Y en esta, con un poco de perspectiva de género, sustituimos “Gallardón” por “mi esposa” ¿Y qué obtenemos? O, sin ir más lejos, ¿y si pensamos en alguien de su misma cuerda a quien no tuviéramos que provocarle ningún mal para ir en silla de rueda?

No lo sé, pero por mucho menos y con menos sentido proscriben películas como “Lo que el viento se llevó” o un sello cinematográfico se plantea la renovación total de su filmografía animada. En este caso, ya sólo por lo malas que son las canciones deberían estar encerrados, no digo nada con estas linduras que vomitan.

Pero el Mármol de Los Picapiedras que nos gobiernan va más lejos todavía, pues su concepción de la legalidad y su papel en la democracia apunta maneras totalitarias. Aunque su problema radica, esencialmente, en el concepto que tiene de democracia, y es lo que le lleva a afirmar que en España no vivimos una normalidad democrática. Ya lo dice él: la política no puede resolverse con procedimientos judiciales; y la política ha de estar por encima de la justicia. Y todo ello porque su concepto de la democracia, al igual que el símil de Javier Nart, es asambleario. Es la decisión directa del pueblo la que se ha de imponer en todo momento, incluso por encima de las normas legales. Esto, en un principio, parece que es la esencia de la democracia, pues el pueblo estaría todo el día votando. Pero nos olvidaríamos de lo que es la justicia. Si, como Valtonyc sostiene en algunas de sus canciones, votáramos en asamblea si colgamos de una soga al rey emérito, y como consecuencia del enardecimiento de los votantes se aprobara la moción ¿importaría tener leyes previas que lo prohibieren? En ese mismo momento se modificarían, supongo, con lo cual no habría ninguna estabilidad legal. Pero ¿qué más da?: todos estaríamos conformes. ¿Pero y si a alguno se le ocurre votar públicamente en contra? Pues tendría dos opciones: una, verse señalado y caer junto al monarca tras una nueva votación, o dos, reprimirse porque no sabrías qué podría pasarte si a la mayoría le sienta mal tu actitud. Es lo que suele suceder en todas las dictaduras, tanto las que se denominan de izquierdas como las que se catalogan de derechas. Está claro que antes de votar son necesarias unas reglas de juego, y que además se respeten.

Por supuesto, esas leyes no surgen de la nada. En el mejor de los casos dimanan del pueblo. Aunque ha habido veces en la historia, como sucedió en el caso de Solón, en que se saltaron esta regla. El sabio ateniense fue recabado para que, apoyándose en su sabiduría, dictara unas leyes justas por las que regirse el pueblo. Terminó tan satisfecho de ellas que desapareció durante diez años para que no pudieran obligarle a cambiarlas, tan proverbial es la inconstancia de las sociedades para apreciar las bondades de las que disfruta, por disputas y por olvido de lo que anteriormente sufrieron.

Pero no voy a pedir eso, al menos de manera absoluta. Y hacer disquisiciones filosóficas acerca de cómo debería plantearse esta cuestión excederían la extensión prevista de este escrito y el conocimiento de un servidor para poder abordarlas, que ya hay sabios que se ocupan de estudiarlas y analizarlas. Tan sólo me remitiré a lo que ya poseemos en nuestra sociedad, una democracia que se rige por unas leyes, que ella misma se ha impuesto. Pero estas leyes podrían ser injustas ¿Cómo podemos establecer su control? Pues, sencillamente, vigilando para que se ciñan a una superior. Y en nuestro caso, la poseemos: la Constitución. Y aquí está el quid de la cuestión, pues estos grupos legos la rechazan por considerarla una imposición de un régimen injusto. Además, esgrimen que ellos ni siquiera la votaron. Aquí ya nos asaltan con la primera absurdidad, pues por esa regla de tres, a cada minuto que un ciudadano transitara el límite de la edad adulta que le da derecho a votar, tendríamos que abrir un nuevo plebiscito ¿Y habría que cambiar todas las leyes todos los años para adecuarlas al gusto de la población? ¿Y es el gusto o el apetito del pueblo el que siempre se debe imponer para marcar el sentido de una norma? ¿O sería conveniente acudir a solones modernos que con su sabiduría y su dominio de la materia, nos aconsejaran cuáles son esas leyes justas y oportunas?

Nuestra constitución, que cuenta con más de 40 años ya, no adolece, afortunadamente de estos obstáculos. Fue un reglamento redactado por personas de las más capaces en su tiempo, de distinta ideología, de distintas extracciones, y que lograron crear un contexto lo suficientemente amplio y abierto como para que el contento de la mayoría de las opciones políticas cupiese en ella. Si algo se le puede achacar es, precisamente, no haber puesto determinadas limitaciones que la hubieran protegido frente a la deslealtad de algunos grupos, que en esa manga ancha encontraron el adecuado caldo de cultivo para desarrollar su dogmatismo. Me refiero al control de la educación y al desarrollo de las autonomías. En cualquier caso, fue una Constitución refrendada por más de un 90% de los votantes.

Es incierto, pues, que fuera una norma impuesta por el régimen anterior, y que fueran tan sólo personajes surgidos de él los que la redactaran y aprobaran, En contra estuvieron los partidos de izquierda más radicales, entre ellos los autonómicos más extremistas. Pero también votó en contra la derecha más rancia y los herederos del antiguo régimen, que no son lo mismo.

Pero un argumento de peso nos lo da el mismo Pablo Iglesias, que en las dos últimas elecciones generales se ha dedicado a pasear por los platós televisivos con una copia de la constitución, a guisa de curilla meditando con su breviario, para ponderarnos los magníficos títulos de la norma que, a su entender, están todavía por desarrollar. Todo esto no quita que la Carta Magna sea inamovible, o inmutable, pero lo que sí es cierto es que,quizá, en un momento haya que corregirla o modificarla, tal vez, en algún punto, pero no rechazarla entera por espuria. Y, por supuesto, mediante un consenso semejante al que se obtuvo en 1978.

Para ver su validez y su valía, no vendría nada mejor que situarla en el contexto de dos documentos, muy básicos y universalmente aceptados, tanto por la gente de derechas como de izquierda, o de centro, y que son la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, y la Declaración Universal de los Derechos Humanos  de las Naciones Unidas. Comprobaríamos que todos los artículos de nuestra Constitución se ceñirían a lo enunciado en los distintos artículos de estos documentos. Y, a su vez, maravillaría comprobar cómo en el primero de ellos se halla en 12 ocasiones la palabra ley, y la elección de representantes en 2, y cómo en el segundo esta relación es de 5 a 1, con lo que se ve lo necesario que es el establecimiento de una norma que asegure el cumplimiento de los derechos del hombre. Pues esta misma facilitará el buen cauce del acto democrático por excelencia: las votaciones.

El punto primordial de ambas declaraciones es la libertad del individuo, la cual, paradójicamente, no es ilimitada, pues esta libertad y su disfrute cesa en las lindes en que entra en conflicto con el desarrollo del mismo derecho por otros individuos.

Si el mundo fuera pleno de individuos nobles y leales, una norma tan magnífica como la que tenemos no tendría que preocuparse por los abusos que se pudieran cometer en su aplicación o en su hipotética reforma. Pero como esto no es así, una democracia como la nuestra ha de ser plural, tolerante, justa y contundente. Contundente porque aunque los otros tres puntos le confieran un alto grado de nobleza, ha de ser impasible ante los intentos de destrucción de la misma, lo que subvertiría nuestro sistema constitucional y democrático. Por tanto ha de tener también artículos o leyes que sirvan para su defensa. A los grupos republicanos de extrema izquierda les gusta citar el régimen de la II República como paradigma de la tolerancia y la libertad. Pues han de saber que no lo fue tanto. Su constitución permitió redactar dos leyes consecutivas para la defensa de la República, que de facto permitía al presidente proclamar un estado de alarma sin control alguno siempre que, en su opinión, se pusiera en peligro la existencia del régimen. Esto pudo estar justificado en el levantamiento de Sanjurjo o en la Revolución de Asturias, pero además permitió que durante toda su andadura, gobernaran los partidos de izquierda o los de derecha, fueron contínuos durante todo el periodo los secuestros de ediciones de periódicos de ambos lados ideológicos, sin más voluntad que la del Ministro de Gobernación. En "nuestro régimen", como les gusta denominar peyoratívamente, esto sólo ocurrió esporádicamente durante los primeros 4 años tras la muerte de Franco, época muy convulsa y frágil, y cuando se hizo con la Constitución aprobada, fue a través de un ordenamiento judicial independiente.

Así pues, tenemos un régimen garantista estupendo, elogiado por toda clase de expertos internacionales, con un sistema judicial que puede ser lento y estar sobrecargado, pero que esencialmente es justo. Hablan de anormalidad democrática porque este sistema, tras juicios justos y públicos, condene a unos individuos que, con abuso de poder y desprecio de las instituciones que entre todos hemos creado para que aseguren los derechos, por igual, de todos, han intentado menoscabar las normas de la justuicia, es una mendacidad como un camión de grande. Que sea una anormalidad democrática que la justicia llame al orden a los que en uso del poder quieran saltarse por la jeta las leyes a las que ellos también deben plegarse, además de una irresponsabilidad es una falacia. Anormalidad democrática es que lleguen al poder, con escasos votos, que de una manera directa no los harían representativos, líderes aupados en la ola de enfado desatada un 15 de Mayo, para, por influjo de regímenes que nos consideran enemigos y cuya mayor satisfacción sería desestabilizarnos, favorecer la descomposición y el desmembramiento de nuestro estado y nuestra nación.

Por tanto, no puedo más que indignarme cuando los colegiales inmaduros, pero también peligrosos, uno ávido de destrucción y el otro de poder, que llevan la rienda de nuestro país, se plantean como oportuno rebajar las condenas por delitos de rebelión o de sedición, pues consideran que están desfasadas. Los podemitas e independentistas van más allá, y pretenden simplemente que desaparezcan. Bonita idea que a ningún jurista, curiósamente, se le había ocurrido hasta ahora. Acabamos de un plumazo con los dos delitos simplemente borrándolos del código penal. Quizá sería también una estupenda solución para los robos, los asesinatos y las violaciones. Desaparecerían dichos delitos con sólo que los borráramos también del código penal. Esta estultez tremenda solo se entiende por la sandez de pensar que un delito como la sedición está desfasado, cuando lo que realmente estaba desfasado, afortunádamente, era el delito en sí de sedición.¿Y qué más da que no haya delitos de sedición? Pues más tranquilos vivimos. ¿Pero para qué queremos derogar su jurisprudencia? Si nos portamos bien nadie irá a la cárcel, pero si no es así, entonces, desgraciádamente, dejará de estar desfasado el delito, incluso se puede poner de moda, y tendremos la disuación necesaria para que no se cometan. Es fácil, no quieres que te encierren por sedición, no seas un sedicioso, que nadie te obliga. Si borramos las figuras de robo, asesinato, violación y sedición, no habrá delitos de robo, asesinato, violación y sedición, pero seguirá habiendo ladrones, asesinos, violadores y sediciosos, campando a sus anchas.

Por eso, algunos, al ver a la Justicia vendada, deben pensar que es ciega, y para no ver, pues que no vea estás componendas. Ya se sabe, ojos que no ven...Pero lo que realmente significa es que da igual quien se le presente delante reclamando justicia, ella será tan imparcial como si no supiera de quien se tratara. Dejemos a la Justicia con su venda, que lleva siglos diseminando su nombre entre los hombres, pero no seamos necios de ponernos nosotros otra, que nos impida ver que nos raptan a tan ecuánime señora.

 



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