Alma Redemptoris Mater


 

Hoy, día de la Lotería de Navidad, hay que acordarse de aquello de afortunado en el juego... Conque quiere decirse que va a disfrutar un amplio porcentaje de la población de un inusitado y ágil acceso a las artes amatorias. Pero, ¿puede el amor crear estragos? Es muy posible que con una buena dosis de ambición.

Hoy te hablo de Viena. Durante el barroco acogió una de las cortes más esplendorosas de Europa, a la altura, probablemente, de Versalles y Dresde, verdaderos epicentros culturales de la época. Y, cómo no, de la música. No en vano era la sede desde hacía más de siglo y medio del Sacro Imperio Romano Germánico, con la estabilidad añadida de ser ya, desde hacía varias generaciones, detentado por un emperador sujeto a las reglas de la descendencia y no a las electorales, pues no hay que olvidar que en su origen así lo era. Basta recordar los quebraderos de cabeza y los sobornos de nuestro Carlos I para conseguir ser elegido. Para lograr ese prestigio cultural has de contar con un monarca con la educación y la sensibilidad necesarias, cuanto menos, para convertirte en mecenas, pero si a eso se añade, en el caso musical, que además tenga aficiones o habilidades precisas en el arte en cuestión, ya tenemos el caldo de cultivo necesario para florecer un ambiente melómano excelso. Y los emperadores de la primera mitad del siglo XVIII se contaban entre esa escasa pléyade de gobernantes, entre los que destacaban Luis XIV, excelente bailarín, y Federico II de Prusia, compositor de música y avezado flautista. En el caso que nos ocupa, Leopoldo I era poeta y compositor, y su hijo, compositor de música sacra e intérprete de clave. Hoy te hablo de él, de Carlos VI.

Probablemente así, como Carlos VI de Austria, no caigas ahora en quién era, sobre todo por el baile de numeraciones con que adornamos a los reyes, que a su vez lo son de tantas coronas, como suele suceder con nuestro Carlos V, que en realidad es I de España. Este Carlos sin más, como Archiduque de Austria, fue el aspirante a la corona española en la Guerra de Sucesión, que la pugnó contra Felipe V.

Carlos II, Wilhelm Humer
Fue el séptimo hijo de Leopoldo I, fruto de su tercer matrimonio, contando como el segundo candidato a la sucesión imperial por detrás de su hermano José, por lo que desde jovenzuelo comenzaron a prepararlo para otro destino: rey de España. No era una presunción vana, sino que estaba basada en las pocas expectativas de sucesión que existían en nuestra monarquía, ya que nuestro rey por entonces, Carlos II el Hechizado, era casi un despojo humano ya desde el mismo día de su nacimiento, cuando debido a su raquitismo y sus alarmantes hechuras no fue ni siquiera presentado a la corte recién parido, como era la costumbre. A pesar de casarlo con una princesa hermosísima, su huera naturaleza no se fundamentaba sólo en su incapacidad coeúndica, sino también faecúndica, ya que sólo portaba un teste inútil, aparte de otras limitaciones físicas e intelectuales, fruto de la pertinaz y extendida endogamia en todas las cortes europeas. De hecho, ya mantuvo a la corte española, y al resto de Europa, en vilo en varias ocasiones antes de su definitiva muerte, a los 38 años, en 1700.

Fue quizá esta concienzuda preparación, que le permitió expresarse en un perfecto español, lo que generó en él un amor inmenso a nuestro país, ya que aquí solamente vivió escasamente unos siete u ocho años, los que transcurrieron entre su llegada a Lisboa para iniciar las hostilidades en suelo peninsular contra su rival borbónico, y su partida en 1711 hacia Viena para ser coronado como Emperador tras la muerte de su hermano José I, gracias a que en la sucesión estaba primado el varón, y su hermano solamente tenía dos hijas. Quizá éste fue el suceso definitivo que consiguió acabar con la guerra que desangraba al Imperio español y a los pueblos europeos, pues que de esta manera podía distraer su ambición con un título tan esplendoroso como por el que había estado luchando.

Este amor tan extremo por nuestro país, hasta el punto que no quiso abandonar el único pedazo de la piel de toro que le seguía fiel, que era Cataluña, y que dejó en Barcelona, como regente de su improbable reinado como Carlos III, a su fidelísima y valiente esposa Isabel Cristina de Brunswick-Wolfenbüttel, le costó a España pérdidas tan importantes que provocaron heridas que desmontaron definitivamente nuestro imperio y de las que aún queda alguna sin cicatrizar: Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Flandes, Milanesado, Menorca y Gibraltar. Y todo por una ambición desmesurada, desarrollada en un tablero en que todos los ciudadanos no eran más que peones de un juego desarrollado por unos desaprensivos emparentados que con sus disputas pintaron las conciencias nacionales por las que en el presente nos peleamos. Para ellos era una cuestión de equilibrio y preponderancia, de riqueza personal y orgullo, que en el caso de Carlos se agravaba por ser la suya una aspiración ilegal, porque Carlos II, en vida, testó a favor de Felipe de Anjou, que era familiar suyo, al igual que Carlos, pero con mayor consanguineidad.

De este amor se trajo Carlos VI a su corte de Viena la estricta etiqueta y protocolo de la española, imponiendo sus austeras ropas negras con la única nota de color de las medias rojas. También promovió el gusto por la doma hispana mediante la construcción del palacio sede de la Escuela Española de Equitación (Spanische Hofreitschule). Y también trajo el desmesurado fervor mariano hispano. O quizá dicho fervor correspondiera más, genéticamente, a la casa Habsburgo, y fueron los reyes de esta casa que nos rigieron los que nos transmitieron o impusieron esa devoción que aun desborda nuestro país incluso en esta época de escepticismo.

Este encomendamiento a la Virgen María propia de los Habsburgo adquirió sus mayores cotas en la persona de Carlos, sobre todo al ser coronado rey de España en 1703, momento en que se vio como un verdadero enviado de Dios al extenderse su reino alrededor de todo el orbe, de tal manera que, al igual que su abuelo Fernando III,  elevó la Inmaculada Concepción a dogma, proscribiendo cualquier debate al respecto, público o privado. A tal punto llegaba ese fanatismo religioso que cualquier victoria era tenida por intercesión directa de la Virgen, a quien se agradecía esplendorosamente, motivo por el que dejó su valiosa daga toda engastada de diamantes en el altar de la Abadía de Montserrat, y las decisiones trascendentales no se tomaban sino en días importantes del calendario dedicados a la Virgen.

Dentro de la estricta etiqueta impuesta a la corte, cualquier mínimo acto celebrado por el emperador era sometido a una escrupulosa programación, anunciándose mensualmente el más nimio detalle, sobre todo en lo que respectaba a los oficios religiosos. Todo ese detallismo se llevaba a cualquier aspecto de las celebraciones, y la música no era una excepción. Y si tenemos en cuenta que todos los emperadores desde Fernando III eran compositores de música, entenderemos que el ambiente musical del que se supieron rodear, plasmándose su zénit con Carlos VI, no fue baladí.

Lo habitual en las cortes era beber del centro neurálgico musical, que era Italia. De hecho, la mayor parte de los músicos profesionales, en sus años de formación, consideraban indispensable peregrinar por el ambiente musical de las distintas ciudades italianas, y los monarcas pescaban en ellas compositores de prestigio y cantantes de moda. Por tanto, siempre revestía un mérito considerable ser músico en un país como Austria y descollar en presencia de semejantes incorporaciones, como Caldara o Bononcini. Era difícil sobreponerse al empuje y prestigio de los músicos italianos. A pesar de todo, en la corte austriaca destacó Johann Joseph Fux, quien fue contratado como kapellmeister por Leopoldo I en 1698, permaneciendo en su puesto por más de treinta años, hasta poco antes de su muerte en 1741, que fue brevemente posterior a la del emperador Carlos.

Como maestro de capilla, en una corte tan devota, su misión principal era la de proveer de música a los numerosos oficios religiosos programados, tanto para las capillas de la corte como para los diferentes templos vieneses, labor ingente si se tiene en cuenta que Carlos VI era capaz de asistir a más de 100 eventos religiosos en un año aparte de su servicio religioso diario particular. Encima, era un trabajo arduo, pues la composición había de ceñirse al riguroso encorsetamiento de las necesidades protocolarias de los actos, y esto afectaba tanto a la grandiosidad de la interpretación como a su duración. Esa rigidez también afectaba al estilo de la obra, hecho que, en cualquier caso, coincidía con lo acostumbrado en todas las cortes de la contrarreforma. Aquí había un control todavía más severo, al ser los reyes entendidos en la materia. A la exigencia del uso del latín en las liturgias, se unía el rechazo a la pomposidad y el aire profano de las nuevas corrientes musicales, desarrolladas principalmente en el ámbito secular, sobre todo operístico. Por eso no estaban permitidas las cantatas, como sí sucedía en las celebraciones protestantes, ni las arias da capo que se solían usar en ellas. Por tanto, sólo se consentía el estilo concertado, que fue lo más que permeó en aquel entonces la estricta etiqueta de la interpretación sacra católica, y ello por su parecido, en cierto modo, a la polifonía.

El estilo concertado se desarrolla a partir de la música orquestal en las iglesias, en que un pequeño grupo orquestal, más virtuoso, contrasta y dialoga con otro más amplio y grosero. Esto termina derivando en que ese pequeño grupo suele llevar la melodía y el resto le da el apoyo armónico. De aquí, a su vez, se derivaría el concierto solista. En el estilo concertado, una voz, generalmente aguda, ejecuta una monodia, que es sustentada y dialogada por el resto de voces, con una afectación sentimental cada vez mayor, al distinguirse su canto por encima del resto. Es a lo que no podía llegar el polifonismo, cada vez más intrincado, en que ninguna voz preponderaba y era imposible una exaltación de los sentimientos por ninguna parte.

Fux escribiría en su tratado teórico “Gradus ad Parnassum” que la melodía debía supeditarse en todo momento a la palabra y que la afectación del lenguaje había de mantenerse a toda costa. Eso hacía que sus obras modularan en su carácter según se desarrollaba en el texto, pero nunca había que caer en la tentación de manifestar un claro virtuosismo en la interpretación.

De Fux te traigo, tratándose de una corte de tanto fervor mariano, una de sus múltiples versiones de la antífona “Alma Redemptoris Mater”, que al igual que la "Salve Regina", se cantaba al final de las Vísperas, aunque la que nos ocupa es la indicada para el tiempo de Adviento y Navidad en que nos encontramos. La letra del himno se atribuye a un personaje muy peculiar del medioevo, llamado Hermann von Reichenau, apodado el cojo o el contrahecho por algún tipo de deformidad, lo que nos retrotrae a nuestro Carlos II. Tan sólo que este monje fue un intelectual polifacético que destacó en los campos de la música, la poesía, las matemáticas, la astronomía, etc… Como curiosidad te diré que este personaje es citado por Gabriel García Márquez en su gloriosa novela “Cien años de soledad”.

Volviendo a la obra, ésta debió componerse para una celebración discreta o íntima, pues su acompañamiento instrumental es muy reducido, camerístico, típico de la trío-sonata. La duración también lo es, aunque ello sería por acomodarse a la liturgia. Además te pongo una obra instrumental, muy empleada en las celebraciones eclesiásticas en determinados momentos, y que respondía a los mismos cánones que las obras cantadas en cuanto a duración, composición instrumental y estilo. En este caso la “Sonata à 3, k367”, igualmente compuesta por Fux, de un exquisito encanto.

 


 



Este amor estragador que nos dispensó Carlos VI, y que casi acaba con la historia de nuestro país sin necesidad de Evos, Pablos, Nicolases u Obradores, volvió a emplearlo en otras ocasiones, con parecido resultado pernicioso. Debido a que no conseguía descendencia masculina, para permitir que heredara su imperio su hija María Teresa, ya tempranito en su reinado, en 1713, demostrando nuevamente su ambición, decretó la Pragmática Sanción, según la cual una mujer podía ser la heredera de los reinos, y esta herencia, a su vez, no podía ser fragmentada. Lo que no se heredaba era el título de emperador, que teóricamente seguía siendo electo, pero que en la práctica caía en la genealogía antedicha de los Hagsburgo. Todo esto planteó reticencias en todas las cortes europeas y Carlos VI se pasó la vida sobornando y haciendo componendas para que no le desmontaran el chiringuito; y también provocó la reclamación de la herencia por parte de las hijas de José I. Y al final sucedió lo esperable, una nueva contienda mundial por dicho problema que pasó a llamarse Guerra de Sucesión de Austria, pero esto ya es otro cantar. Buena suerte en el sorteo.

 


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