Ronda: evocación y ensueño primaverales


iAmar, reír! la vida es corta,
gozar de Abril es lo que importa
en el primer loco delirio.
Bello es que el leve colibrí
bata alas de oro y carmesí
sobre la nieve azul del lirio.
Ruben Darío

No sé si a ti te sucede lo mismo, pero a mí, será porque hace mucho tiempo que me marché, o porque vuelvo de higos a brevas, cada vez que regreso a mi tierra, se me desatan internamente unas sensaciones muy emotivas. Podría pensar que es debido a la añoranza o a la nostalgia, que creo que también participan de este sentimiento extraño que me embarga. Y podría contribuir a ello esa especie de aletargamiento inconmovible e inmutable en el que parece sumirse el paisaje cuando avanzas por él camino de mi pueblo, que hasta las propias carreteras te parecen las mismas. Y no me refiero al trazado, sino a su asfalto y sus baches, que por mor de ser prácticamente idénticos, tatuados los tengo en la memoria de mis nalgas, cuales surcos labrados en pizarra serrana, que téngolas como eterno mapa de carreteras de mi comarca. Y no es que yo sea partidario de comunicarla con autovías, quizá porque yo no vivo en ella, y pienso que perdería gran parte del encanto que yo le encuentro, pero sí creo que vendría bien remozarlas, ampliarlas y mejorarles el trazado, que da a uno la sensación de ser pelele sacudido y apaleado incluso a pesar de la mejoría en la suspensión de los vehículos actuales.


Como digo, son sensaciones muy extrañas, y he llegado a la conclusión que vienen provocadas por la necesidad de recuperar los biorritmos con los que me he criado. Después de tantos años vagando por la aspereza de la transición estacional granadina, el Otoño eterno de Asturias, la Primavera inacabable de Tenerife, y la sempiterna luz soslayada y carmesí de los atardeceres almerienses, lo que echo de menos es el cambio de estaciones de la Ronda de mi infancia y adolescencia. Ese invierno crudo y seco, con sus nevadas ocasionales, con el aterido estremecimiento en la intemperie, y el gozoso y cálido restablecimiento ante una centelleante chimenea. Los otoños ventosos y frescos que envolvían en un túmulo de tristeza el septiembre preescolar. El verano rudo y escaldante que te impulsaba a la piscina gélida y turquesa de la Torrecilla, y que prometía la inminente migración al veraneo costero. Pero también, estos días atrás, me han traído a la memoria esa Primavera que yo ya había olvidado y que su disfrute me ha embargado. Sentí el gorjeo incesante y melodioso de gorriones y golondrinas en sus nervudas y zigzagueantes singladuras, que se mezclaba con la tibia atmósfera de los días inquietos y esperanzadores del fin de curso. Me recordaba a mí mismo con el aroma de las flores que cargábamos para ofrecérselas a la Virgen en el mes de Mayo, por las tardes, antes de las clases vespertinas, en las cuales te sumías en una somnolencia plácida y evocadora de los momentos felices que aún estaban por venir, tras haber disfrutado la plácida brisa que aliviaba el sofoco de las febricitantes carreras sin sentido en los longevos tardeados de la infancia. Así, el corazón se me hinchió de un gozo optimista y juvenil; aspiré hondo ese frescor matutino y cantarín, y me envolví en un paño a la vez de nostalgia y embeleso en el que los espíritus sensibles aún confían en poder labrar una nueva historia que dure toda una vida.

De pronto, un claxon te despierta de estos pensamientos y vuelves a transitar nuevamente la ciudad con la morosidad de un turista complacido que guardara el secreto de un íntimo conocimiento de los lugares que para los demás permanece oculto. Y, ufano, te iluminas por dentro hasta mimetizarte en el blancor de sus callejas y desaparecer del conocimiento de los que te rodean.
Vuelto a la consistencia de la realidad, diría que Ronda es, con la excepción de su tráfico, y el atosigamiento del populacho turístico, la misma ciudad que abandoné hace ya un buen montón de años. Es cierto que alguna calle me despista por su inaccesibilidad, o que pierdo la orientación para llegar a ciertos sitios directamente, sobre todo en el entreverado laberíntico de su casco antiguo. Pero incluso ahora, para contener más la sensación de tiempo, están remozando la plaza del Socorro para recuperar un tanto su estampa de mi niñez. También he encontrado un par de perspectivas que me habían pasado desapercibidas, como el acceso a una zona de las murallas, o la necesidad de bajar hasta lo más hondo del Tajo para poder sacar alguna fotografía frontal del Puente Nuevo, ya que el acceso por la cuesta del cachondeo estaba bloqueado por obras.



Sin darme cuenta, el ocaso se expande, y las oscuras formas monocromas de árboles y torres, tejados y tapias, van extendiendo un manto noctámbulo, levemente disperso por los tenues fanales que perfilan como faz de viruela el empedrado de las calles antiguas. Inadvertídamente, me sumerjo en las sombras del callejeo penumbroso de la Ciudad. Solo, transido de una súbita inquietud, me encuentro ante los sillares pétreos y balconados de la Plaza del Campillo, y me estremezco con el recuerdo de los besos del primer romance adolescente, en que el recuerdo carnal de sus senos palpan mis manos vacuas, y recorro la geografía de nuestros abrazos en el solitario y atenuado Paseo de los Ingleses, los arrumacos ateridos y tiernos en el mirador de Aldehuela, intimados por los soportales del vetusto edificio Los Arcos, y las románticas promesas atestiguadas por el vacío oscuro en los Jardines del desaparecido Teatro Espinel.



Un tremante escalofrío me zarandea y recobro la conciencia de mis pasos. Asomado estoy a su Tajo, en este véspero momento, oscuro, sombrío, y se pierde mi mirada en el profundo vacío en que se ha convertido el redondeado espacio que adorna por las mañanas, como infinito paisaje, la estampa del paseo por los aldarves vertiginosos de Ronda. Si mi pensamiento fuera ahora más lúcido, no entraría en estos razonamientos. Pero a veces la ciencia se me mezcla con el romanticismo y no lo puedo evitar. En el Universo, más del 80% de su masa y de su energía no la vemos, no la palpamos, no la sondeamos, no somos capaces de captarla. Es una especie de no-existencia mezclada con esa otra existencia que es la que vivimos, y que no es otra dimensión, sino la misma, solo que no somos capaces de captarla. Es como un compendio de “todo lo que no fue”, que está ahí fuera, rodeándonos. A mí, ahora, se me antoja todo ese abisal precipicio como un océano velado, ausente, de agua inexistente, bálsamo de materia y energía oscuras, de olas que no rompen, con sus festones de espuma renegrida y sus plateados peces ausentes, que existe sin estar y que se confunde con ese “todo lo que no fue”, en el que se haya disuelto, como sal baldía, “el amor que no fue”. ¿Quién no encontró éste en cualquier encrucijada de la vida? Y por soberbia, timidez, atolondramiento o ternura, ¿quién no siguió la senda de la vida sin dejarlo ser? Pero en ese trayecto vital, ¿tú no te has preguntado en un momento dado qué hubiera sido de ella si hubieras ido por la otra senda? Seguro que sí. En los momentos de tristeza, de crisis, de desesperanza, etc… Hay días en que uno retrocede, y como a veces la vida pasada es un sendero sin bocacalles, sin notarlo topas con esa encrucijada, en que encuentras la puerta de lo que nunca fue. Un destello de sombra en la oscuridad revela el vano entreabierto de esa puerta, ofrendado como una bocana salina al océano de la irrealidad. Y ahí veo, escondido en el umbral, ese inexistente objeto de mi “amor que no ha sido”. Distingo sus pómulos risueños y su socarrona sonrisa que se abren tras dos racimos de tirabuzones ocres hendidos en dos lienzos de crespa melena. Contemplo su rostro, pero no discierno sus rasgos, difuminados por el tiempo y la quimera. Dos destellos profundos y apagados me enmarcan sus ojos, y dos perlas de carbón puro se derraman por su faz para dibujar dos pétalos de azucena negra, ilusorios, en su boca,  que me besan. Me entrega su mano y al notar el pose de la mía, me la constriñe dos veces y me empuja tras ella sobre el piélago tenebroso del Tajo, que anega el vacío de materia oscura que abarca todo lo que no ha sido y no fue en mi corazón, y en el que ceñidos por el talle bailamos la lóbrega danza nocturna nunca trazada, al ritmo del son de la nostálgica música inexistente, y apenas notamos el leve titileo de alguna casita noctámbula a nuestros pies y el destello apagado de las estrellas, dormitadas por la anaranjada luz de Ronda a nuestras espaldas. Y noto que todo lo que es y todo lo que ama inunda todo ese vacío insondable que supone el saber que no hay más que una vida. Un gélido espasmo, súbitamente, sacude mi cuerpo y noto el frío contacto de la balaustrada en mis manos. Siento mis volátiles pies agarrados como por querubines negros, que baten con plúmbeas alas un relente fragante de atezado jazmín, y me conducen al firme enlosado del balcón asomado al Tajo. De soslayo veo cerrarse la puerta y, con rapidez, extiendo mi mano y la dejo entornada, para permitir que la brisa de la pasión bañe mis recuerdos.
Vuelvo de nuevo la mirada a lo alto, y me estremezco de nuevo. Las estrellas se alejan levemente, acompasadas y simétricas, rasgando el oscuro firmamento y empapándose del rojo hemorrágico de su entraña. Y de pronto comprendo que ese exilio infrarrojo al que se condenan todas ellas, dejando ese pozo negro y compacto a mis pies, en que todo es posible sin poder ser elucidado, no se debe a que sea heliocéntrico, ni geocéntrico, ni explicable por cualquier astro, nebulosa o espacio circundante: ¡es Ronda! ¡Es ella! ¡Ella es el puñetero centro del Universo!

(continuará en “ARUNDA”)

Posdata musical: No tengo intención de hacer negocio con mi blog, solamente es para aquel que desee visitarlo. Quede claro que la música la pongo porque es una necesidad de todo melómano comunicar ese gusto a los demás. Son extractos de grandes obras, que pertenecen a grandes discos, que yo he comprado en CD (creo en que el creador ha de ser recompensado) y además te animo a que tú también lo compres. Por eso te digo que la primera es una fundición que he hecho del Rondeña de Albéniz, al inicio en su versión orquestada por Carlos Surinach y el resto al piano a cargo de Rafael Orozco. La segunda es la séptima canción de Canciones y Danzas de Federico Mompou, interpretada por Artur Pizarro. Y la última Alborada, de Albéniz, por Miguel Baselga. Esta última muy sugerente, porque la luz de la alborada y del anochecer son casi coincidentes. Disfrútala y amplia tus horizontes musicales.



Comentarios

  1. Texto que emociona. Imágenes y música maravillosas. He vuelto a mi adolescencia. Felicidades, Rodrigo. Un lujo de blog.

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