POR LOS CLAVOS DE CRISTO



De tamborada y de corneterío se inundarían estos días nuestras torrenteras urbanas, más humanas y devotas que nunca, y arreciarían sus sones no por juramentos ni por fatuas blasonerías, sino más bien por los mismísimos clavos de Cristo. Pero quizá, como clavos, nos haya caído esta plaga que nos asola y la penitencia esta Semana Santa tenga que ir, forzósamente, por dentro. Tiempo, pues, para la escritura y la lectura.
En esta sociedad nuestra, descreída por lucidez y por simpleza, en que blasfemar o mostrarse irrespetuoso no comporta ningún tipo de amenaza, lo cual provoca que afloren individuos de dudoso gusto que pretenden alcanzar notoriedad o fama a costa de exhibir imágenes o estampas irreverentes, con el único propósito de hacerse un sitio en el mundillo de la customizada vanguardia, quizá no se entienda. Yo, con objeto de rectificar una antigua entrada mía, “Silencio”, lo que, aparte de hacerme más sabio, me hará congraciarme con el espíritu científico del que debo adornarme, para lo que dejaré de hablar de lo que no sé para adentrarme en lo que solamente creo que sí sé, voy a disertar escuétamente sobre un tema que hoy nos parecería vacuo: los clavos de Cristo.
Todo viene porque ya hace dos años, cuando publiqué la entrada, mi prima Beatriz, adjuntándome un archivo, me advirtió que no era correcto que una de las originalidades del “Cristo de San Plácido” de Velázquez fuera la crucifixión con cuatro clavos. No hice caso, no por despreciar la información, sino porque creí que el escrito me salió muy lírico y compensado. Para qué modificarlo si puedo aclararlo o corregirlo. Me animó también mi suegra que, entusiasmada, me dijo que por qué no hablaba del Cristo de Benito Prieto Coussent. Todo esto me dio un baño de humildad, pues al tiempo que veía equivocarme comprobaba también mi incultura, que no se trata de ausencia de conocimientos, pero sí de cómo lo que no sabemos apabulla, y de qué modo, nuestro humilde conocimiento.
Cristo en la Cruz.jpg
El caso es que cuando ahondas en las dos cosas, que al final te llevan a lo mismo, te das cuenta que hasta de cualquier nimiedad que nos rodea se hacen tratados. Y reverentes. Porque lo que nos parece hoy insulso, cobraba mucha trascendencia a los ojos crédulos del pasado.
Coussent fue un pintor del siglo XX, gallego, que se afincó en Padules, pueblo de Granada, y que se hizo famoso por sus cristos crucificados, pues unió al realismo una profunda curiosidad por cómo había sido realmente crucificado Jesús. Cuando visualizas sus cuadros te impresiona, más que por su realismo, por su hiperrealismo, próximo a algunas corrientes de cómics actuales, en los que hay una exageración de los rasgos y las poses. Resultan unos cristos muy próximos a la visión fílmica de Mel Gibson. Y al observarlos, ya te introduces en algunos datos curiosos acerca de ese singular instrumento de tortura y ejecución.
Resulta que la crucifixión, como muchas otras cosas que asociamos a determinadas culturas, como la Pascua al cristianismo o el Ramadán al islamismo, no fue un invento romano. Puede que esta civilización, como hizo con otras cosas, la asimilara y la perfeccionara hasta cotas de sublime abyección, pero parece que esta originalidad se la debemos a los persas. Y no siempre era igual, que lo mismo se fabricaba el artificio del tormento que se practicaba sobre un árbol que se tuviera a mano, ya fuera cruz o equis, como es la famosa de San Andrés. Incluso hay discusiones de en qué manera se colgaban los condenados. Parece que era práctica común conducirlos hacia ellas portando el tablón o tronco de los brazos, con ellos ya atados a él, de tal manera que luego te ascendían con unas cuerdas al poste vertical de esa guisa y así te dejaban. A este travesaño se le llamaba patíbulo. Hay otros estudiosos del tema que proponen que la cruz yacía en el suelo y, una vez colocado el reo sobre ella, se alzaba hasta su verticalidad, como nos muestran en alguna pintura.
En cuanto a accesorios, dos son los que destacan. El primero, un pequeño soporte para los pies, el supedáneo, para evitar que toda la carga del peso cayera en los brazos. Que supongo yo, que siendo el objetivo el que era, no sé si el interés del torturador no era sino tan sólo plástico. Lo mismo sucedería con el segundo, el sedile, extraño asiento sobre el que se colocaba a horcajadas al martirizado.
El Cristo de Coussent, como podéis observar en la lámina, participa de todos estos ingenios: supedáneo, sedile, patíbulo, al que previamente se ató a Jesús para después ser alzado, e incluso el aparentemente redundante atado y claveteado de extremidades.
La descripción que nos hacen en algún Evangelio acerca de la crucifixión de Jesús, con los dos ladrones atados y Él, causalmente, clavado a la cruz, nos inclina a pensar que hubo un especial encarnizamiento con Cristo. Al parecer no era así. Como dije antes, los torturadores siempre son macabramente imaginativos a la hora de practicar tormento. Y ese largo día, lo fueron con Él, no sólo en la cruz, sino mucho antes. Nada se podría sacar en claro acerca de cómo fue sacrificado, excepto que fue clavado en la cruz y lanceado en el costado por el legionario, una vez muerto, haciendo brotar de su herida sangre y agua. Que estaba desnudo, porque se repartieron sus ropas, a excepción de un lienzo para cubrir su decoro, el perizonium, o paño de pureza. Y que no aplicaron procedimientos más expeditivos en la aceleración de su muerte, pues debió ser tal el sufrimiento y desangramiento en su pasión que su óbito fue espontáneo, y no precisó la siniestra ayuda que aplicaron a los ladrones, que fue la de quebrarles las piernas. No se sabe bien en cómo influye esto, pues aun hoy día hay quien especula, teoriza y, hasta cierto punto, practica con modelos para ver si la muerte viene por asfixia por el estiramiento del tórax sobre los brazos extendidos, consunción, exanimación por hemorragia, embolias trombóticas o grasas en las fracturas, etc…
Crismón, representación de la cruz que vio Constantino
Desde que Constantino, en los prolegómenos de la batalla del Puente Milvio, creyó ver una cruz en el deslumbrante sol naciente, y se convirtió al cristianismo, y este pasó luego, con Teodosio I, a ser la religión oficial del imperio romano, la Iglesia pasó de ser víctima y perseguida a ser la que imponía los cánones por los que se regía la buena conducta, consiguiéndolo de sus súbditos y creyentes desde el miedo y el respeto.
Y esto ha sido así hasta hace bien poco. Así que pensemos cómo pudo haber sido en nuestro Siglo de Oro, con una monarquía absolutista y cristiana, defensora de los designios del catolicismo, sustentados estos en los distintos concilios, el último el de Trento. Cuando Velázquez se dispuso a acometer la elaboración de su cuadro, se hallaba influido por los estudios y las valoraciones de su suegro, Francisco Pacheco. Este sanluqueño fue pintor en Sevilla, y mantenía tertulias con distintos intelectuales de la época. El realizar un cuadro religioso no se tomaba a la ligera, y menos si había que exponer a Jesús. Por lo que se imponían las recomendaciones eclesiásticas de guardar la mayor pureza, austeridad, proporcionalidad y perfección en su ejecución. Y no era cuestión baladí en qué forma se presentaba su crucifixión, empezando por los clavos, porque había corrientes heréticas, como la albigense, que no admitían la divinidad de Jesús, por lo que rehuían de su adoración y su representación. Así, y como se asociaba la representación de tres clavos, uno compartido por los dos pies, con artistas que vivían en zonas donde esta herejía estaba extendida, había una gran preocupación por no ofender la moral cristiana al respecto. Así, se recurría a tratados, a representaciones piadosas, inspiradas en Miguel Angel a través de Jacopo del Duca y que influyeron en la ejecución del Cristo de la Clemencia del alcalaíno Martínez Montañés, como también a algún modelo de Durero, perdido, que pareció influir en Pacheco a la hora de decidirse por el diseño de cuatro clavos, pero, a diferencia de Martínez Montañés, con las piernas en paralelo. Y también incluso a revelaciones de santos, pues al ser época pía y supersticiosa, cualquier visión certificada por la Iglesia adquiría el valor de documento irrefutable. En este caso, influyó las descripción que Santa Brígida dio de la crucifixión de Cristo, a ella revelada directamente por la Virgen María, en la que incluso se especificaba cómo cruzaron su pie derecho con el izquierdo por encima usando dos clavos.
Como digo, Pacheco se decidió por esta solución pía de cuatro clavos, pero siguiendo el modelo desaparecido de Durero, de muslos y piernas paralelos, y quedó un cuadro sobrio, quizá demasiado rígido, y, comparado con el de Velázquez, poco emotivo. Pero su cuadro, de 1611, y sus conocimientos y discernimientos, influyeron en su discípulo y yerno, pero también en el ambiente pictórico sevillano, a la vanguardia del arte en aquel entonces. Y debido a ello, probablemente, a Velázquez se adelantó otro excelso pintor que trabajaba en Sevilla, y que fue gran amigo de aquel: Francisco de Zurbarán. A su pincel debemos el magnífico cuadro que encabeza esta entrada, un Cristo igualmente sobrio, con más claroscuros, que impregnan de más volumen la figura del Salvador, con una cruz más tosca, un lienzo de pureza más rígido, pero de una sobriedad y contundencia que, al igual que el de Velázquez, conmueven. La solución en los dos cuadros es la misma, un supedáneo en que se apoyan los dos pies, cada uno con su clavo. En 1630 vino el de Velázquez, y pese a la originalidad de Pacheco y la maestría de Zurbarán, no me desdigo del resto de lo que expresé en mi anterior entrada.
Este año, quizá sean más silenciosos el martirio y la muerte de Jesús, pues no habrá creyentes, no habrá paso y no habrá camino. Quizá la fe, para quien la tenga, la esperanza, el anhelo, sean sentimientos que no precisen de encarnamientos ni de imágenes sujetas por clavos. Quizá no sea importante seguir un paso. Ni siquiera los idolatrados clavos que tocaron la sangre de Jesús, de los cuales parecen pervivir hoy en día tantos que pareciera los hubieran extraído de la legión de gladiadores de Espartaco. La única utilidad que tuvieron, a ojos de la fe cristiana, es la de hacer reconocer a Jesús por sus llagas, pues su sola presencia no fue suficiente para que sus mismos apóstoles lo reconocieran:
El les dijo [Tomás]: Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.
Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío!
Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.
(Jn 20, 25-29)
¿De qué valen los clavos si no reconoces la divinidad? ¿A qué chapotear en las aguas de los iris ajenos si no eres capaz de sumergirte en sus almas?



Herr, unser Herrscher, dessen Ruhm
In allen Landen herrlich ist!
Zeig uns durch deine Passion,
Dass Du, der wahre Gottessohn,
Zu aller Zeit,
Auch in der größten Niedrigkeit,
Verherrlicht worden bist!
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Lord, our Ruler, whose Glory
Is magnificent everywhere!
Show us through your Passion,
That you, the true son of God,
At all times,
Even in the most lowly state,
Are glorified!


Viene, si quieres más,  de esta otra entrada: Silencio

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