Adagio soviético

Renoir - Jovencitas al piano



 

Sin duda, la época más feliz de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) fue la que arrancó tras el primer tercio de la década de los ochenta del siglo XVIII. Su vida se desarrolló hasta entonces en una jaula de opresión y coacción ejercidas por dos factores fundamentales. El primero, el cual era compartido por el resto de músicos, las dificultades, si no imposibilidad, de independizarse para ejercer su profesión de músico y compositor. Para muchos profesionales no era un problema, pues no se lo habían cuestionado con consistencia nunca, pero Mozart pasó toda su infancia , junto a su hermana Nannerl, haciendo giras bajo el auspicio de su padre, que exhibía sus habilidades en la interpretación del piano prácticamente como prodigios de feria. Aunque esto le robó la infancia, aparte de otros impactos negativos sobre su psique, le permitió darse cuenta de la posibilidad de poder vivir independientemente con el fruto de su trabajo. Pero chocaba con las costumbres y las proscripciones de la autoridad para lograrlo. De ahí el que una vez que pudo salir de la asfixia provinciana de Salzburgo, para intentar abrirse camino en el mundo musical de París, rechazara los requerimientos de su padre para volver a su ciudad natal, donde le había conseguido un contrato ventajoso a las órdenes del arzobispo Colloredo. El arzobispo era autoridad tanto eclesiástica como civil, por lo que era imposible sustraerse a su gobierno, pero lo peor de todo es que al trato degradante como personal del servicio que se daba a los músicos en general en cualquier corte, se unía la continua intromisión de Colloredo no sólo en la elección de los géneros musicales a componer, generalmente religiosos, sino también en la libertad de Mozart en aspectos tan triviales como la duración o el humor de la obra.

El otro elemento coercitivo era la personalidad posesiva y chantajista emocional de su padre, que no permitía a Mozart realizar ninguna actividad sin su aprobación, y que recurría a la generación de sentimientos de culpa en su hijo cuando por fin se atrevía a tomar una iniciativa. Así, culpabilizó a su hijo de la muerte de su esposa, y lo presionó  cuando éste le manifestó su deseo de proponer matrimonio a la mujer de la que se sentía enamorado, Aloysia Weber.

Presiones de su padre, y disconformidad de la que, a la postre, habría de ser su suegra, pues aún no se había afianzado la carrera de Mozart, mientras que la de su hija Aloysia sí, como excelente cantante que era, a la que Mozart incluso ayudó en su formación. Malogrado este matrimonio, casándose finalmente Aloysia con un reputado actor, Mozart se dedicó a cortejar a su hermana, quizá por el anhelo de estar próxima a su amada. Como quiera que, con el tiempo, la carrera de Mozart comenzó a despegar, pues con determinación decidió abandonar Salzburgo para instalarse en la capital imperial, Viena, donde logró su primer gran éxito con el estreno de la ópera El rapto en el serrallo, la madre ya no lo vio con malos ojos como pretendiente de su otra hija, Constanze, con la que se casó en 1782. Al hecho de independizarse unió la necesidad de mantener una casa y una familia, con el advenimiento de varios hijos, muchos de los cuales, como era habitual en la época, morían en la más tierna infancia, pero el segundo, nacido en 1784, sí que prosperó.

En esa época, se concentró en las actividades que más beneficios le podían reportar. Tomó a su cargo varias alumnas de la nobleza para darles lecciones de piano, y se dedicó a la interpretación de conciertos en los que tocaba el instrumento del que era un genio, el piano. Y como era habitual entonces, la actividad de intérprete iba unida casi indefectiblemente a la de composición del material necesario para mantener la primera. De ahí que en esa época compusiese los más espectaculares y mejores conciertos de piano de todo su catálogo. Conciertos impregnados de un enorme optimismo, como manifestaba el uso prominente de tonalidades mayores en su composición. Lo cual no evitaba, como era seña de identidad del progreso musical del clasicismo, la fluctuación de la obra desde la tonalidad principal a otras tonalidades aledañas o relativas. Es lo que hace que en este Concierto para piano nº 23 en la mayor K 488, su emotivo y suntuoso segundo movimiento, un Adagio, transponga a su tonalidad relativa menor, fa sostenido menor, que le da un aire de nostalgia e idilio sobrecogedor, que propició una anécdota histórica posterior.

Al parecer, Stalin quedó sobrecogido ante la audición radiofónica de dicho concierto una tarde de 1943. Como es habitual en los dictadores de cualquier signo, en los que la ebriedad del poder les permite los más obscenos caprichos, tuvo el antojo de conseguir una copia de dicho concierto, lo que ningún lacayo de su corte comunista cuestionó, por supuesto. Complacientes en su servilismo se dirigieron a la emisora para obtenerla y contentar así a su amo. Pero resultó que el concierto no había sido grabado y, por tanto, no pudieron satisfacerlo. Los amedrentados siervos, como si de un Calígula se tratara, se quedaron pasmados, paralizados, ante la tesitura de tener que regresar y contrariar los deseos de su señor, por lo que, ansiosos, transmitieron la angustia a los mismos responsables radiofónicos y orquestales, y volvieron a reunir a los intérpretes, pasada la medianoche, para repetir y capturar de nuevo el concierto. Ni que decir tiene que Stalin recibió su copia. Además de extasiarle la música de Mozart, sobre todo ese emotivo segundo movimiento, Stalin estaba fascinado por la pianista que lo había interpretado, María Yudina, hasta el punto que toleró todas las diatribas que vertía sobre el régimen comunista, sin recibir nunca ninguna reprensión o castigo. Es más, como consecuencia de esta interpretación, hizo que le otorgaran ese año el Premio Stalin de música, dotado con 20.000 rublos. Ella, ni corta ni perezosa, los donó a la iglesia ortodoxa (gran pecado a ojos de la iglesia comunista) para oraciones en penitencia por las malas obras del gobernante.


Afortunádamente, Mozart no tiene la culpa de que su música también amanse a sanguinarios dictadores, como Wagner no tenía la culpa de ser tan admirado por Hitler, por lo que espero que el resto de los mortales, sensibles y diletantes, podamos disfrutar etérnamente de esta magnífica obra.




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