Adagio soviético
Renoir - Jovencitas al piano |
El otro elemento coercitivo era
la personalidad posesiva y chantajista emocional de su padre, que no permitía a
Mozart realizar ninguna actividad sin su aprobación, y que recurría a la
generación de sentimientos de culpa en su hijo cuando por fin se atrevía a
tomar una iniciativa. Así, culpabilizó a su hijo de la muerte de su esposa, y lo
presionó cuando éste le manifestó su
deseo de proponer matrimonio a la mujer de la que se sentía enamorado, Aloysia Weber.
Presiones de su padre, y disconformidad de la que, a la postre, habría de ser su suegra, pues aún no se había
afianzado la carrera de Mozart, mientras que la de su hija Aloysia sí, como
excelente cantante que era, a la que Mozart incluso ayudó en su formación. Malogrado
este matrimonio, casándose finalmente Aloysia con un reputado actor, Mozart se
dedicó a cortejar a su hermana, quizá por el anhelo de estar próxima a su
amada. Como quiera que, con el tiempo, la carrera de Mozart comenzó a despegar,
pues con determinación decidió abandonar Salzburgo para instalarse en la
capital imperial, Viena, donde logró su primer gran éxito con el estreno de la
ópera El rapto en el serrallo, la
madre ya no lo vio con malos ojos como pretendiente de su otra hija, Constanze,
con la que se casó en 1782. Al hecho de independizarse unió la necesidad de
mantener una casa y una familia, con el advenimiento de varios hijos, muchos de
los cuales, como era habitual en la época, morían en la más tierna infancia,
pero el segundo, nacido en 1784, sí que prosperó.
En esa época, se concentró en las
actividades que más beneficios le podían reportar. Tomó a su cargo varias
alumnas de la nobleza para darles lecciones de piano, y se dedicó a la
interpretación de conciertos en los que tocaba el instrumento del que era un
genio, el piano. Y como era habitual entonces, la actividad de intérprete iba
unida casi indefectiblemente a la de composición del material necesario para
mantener la primera. De ahí que en esa época compusiese los más espectaculares
y mejores conciertos de piano de todo su catálogo. Conciertos impregnados de un
enorme optimismo, como manifestaba el uso prominente de tonalidades mayores en
su composición. Lo cual no evitaba, como era seña de identidad del progreso
musical del clasicismo, la fluctuación de la obra desde la tonalidad principal
a otras tonalidades aledañas o relativas. Es lo que hace que en este Concierto
para piano nº 23 en la mayor K 488, su emotivo y suntuoso segundo movimiento,
un Adagio, transponga a su tonalidad
relativa menor, fa sostenido menor, que le da un aire de nostalgia e idilio
sobrecogedor, que propició una anécdota histórica posterior.
Al parecer, Stalin quedó
sobrecogido ante la audición radiofónica de dicho concierto una tarde de 1943.
Como es habitual en los dictadores de cualquier signo, en los que la ebriedad
del poder les permite los más obscenos caprichos, tuvo el antojo de conseguir
una copia de dicho concierto, lo que ningún lacayo de su corte comunista
cuestionó, por supuesto. Complacientes en su servilismo se dirigieron a la
emisora para obtenerla y contentar así a su amo. Pero resultó que el concierto
no había sido grabado y, por tanto, no pudieron satisfacerlo. Los amedrentados
siervos, como si de un Calígula se tratara, se quedaron pasmados, paralizados,
ante la tesitura de tener que regresar y contrariar los deseos de su señor, por
lo que, ansiosos, transmitieron la angustia a los mismos responsables
radiofónicos y orquestales, y volvieron a reunir a los intérpretes, pasada la
medianoche, para repetir y capturar de nuevo el concierto. Ni que decir tiene
que Stalin recibió su copia. Además de extasiarle la música de Mozart, sobre
todo ese emotivo segundo movimiento, Stalin estaba fascinado por la pianista que lo había interpretado,
María Yudina, hasta el punto que toleró todas las diatribas que vertía sobre el
régimen comunista, sin recibir nunca ninguna reprensión o castigo. Es más, como
consecuencia de esta interpretación, hizo que le otorgaran ese año el Premio
Stalin de música, dotado con 20.000 rublos. Ella, ni corta ni perezosa, los
donó a la iglesia ortodoxa (gran pecado a ojos de la iglesia comunista) para
oraciones en penitencia por las malas obras del gobernante.
Afortunádamente, Mozart no tiene
la culpa de que su música también amanse a sanguinarios dictadores, como Wagner
no tenía la culpa de ser tan admirado por Hitler, por lo que espero que el
resto de los mortales, sensibles y diletantes, podamos disfrutar etérnamente de
esta magnífica obra.
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