Adagio americano
Karl Ferdinand Wimar - El rastro perdido |
Jeannette Meyers Thurber tenía el
sueño, desde que estudió en el conservatorio de París, de crear una institución
análoga en Nueva York, que permitiera definir y desarrollar la propia música
clásica estadounidense, a semejanza de otras naciones europeas. Finalmente lo
consiguió en 1885, fundando el Conservatorio
Nacional de Música de América, implicando a otros benefactores para bien lograr
su constitución, incluido Andrew Carnegie (potentado filántropo que financió su
Hall homónimo). La institución funcionó como una fundación prácticamente
benéfica, pues no se cobraba matrícula, y estaba orientado tanto a la formación
profesional como a la amateur, y pretendía alentar a las mujeres, a las
minorías y a los discapacitados a optar a una formación musical. Por tanto, no
sé si por decisión suya o por determinación de Dvorak, constituyó la primera
institución de su estilo que admitió estudiantes negros.
No podía ser de otro modo que
Dvorak, tan preocupado por rescatar la esencia de la música popular de Bohemia
y Moravia, y trasladarla a la música culta, no se apasionara igualmente con la
música nativa americana, pues era en ella, sobre todo en la afroamericana,
donde veía el futuro de la evolución de la música culta del país de acogida.
Durante su estancia americana
compuso su obra quizás más famosa, la Sinfonía n.º 9 en mi menor, Op. 95, con
el sobrenombre, traducido al castellano, de “Del Nuevo Mundo”. Todo
esto podría llevarnos a conjeturas fáciles y equívocos con respecto al aroma de
la obra. Uno debería notar influjo jazzísticos en ella, pero ni el jazz como
tal existía, ni al final Dvorak usó la música americana para su composición.
Probablemente, en castellano, nos aclararíamos algo más si tradujésemos bien el
subtítulo por “Desde el Nuevo Mundo”, pues
al final lo que hizo fue inspirarse en alguna melodía escuchada allí, pero
tratada según su estilo ya madurado con tanta influencia bohemia. Tal vez
ayudara a la confusión el hecho de que él comentara que estaba ideando realizar
una ópera acerca de la historia de un guerrero ojibwe llamado Hiawatha, inspirado
por la lectura de la canción poética del escritor Henry Wadsworth Longfellow.
De ese modo, la crítica se ha esforzado desde entonces en tratar de captar las
influencias del folclor americano en la sinfonía. O, como irónicamente comenta
Howard Posner en la página web de la Orquesta Filarmónica de Los Angeles, “hablar
de lo mucho que la Sinfonía del "Nuevo Mundo" sonaba como lo que era
la música americana antes de que la música americana empezara a sonar como la
Sinfonía del "Nuevo Mundo" sigue siendo un pasatiempo favorito”.
Lo cierto es que a mí, desde que
la escuché por primera vez, siempre me ha recordado a las bandas sonoras de las
películas del oeste, pero, teniendo en cuenta que aunque la conquista del oeste
fue anterior a la visita de Dvorak, las películas como tales, sí que fueron
posteriores, yo estoy más por la parte de la gran influencia que tuvo en la
música americana culta posterior, gracias sobre todo al grandioso éxito que
cosechó desde su mismísimo estreno en el Carnegie Hall el 15 de Diciembre de
1893.
Toda la sinfonía rebosa melodías
memorables, pero hay que reservar un lugar de honor a su movimiento lento, que
en este caso lleva el atributo de Largo, una pieza que comienza en una
tonalidad muy alejada de la del movimiento principal, que es mi menor. Es un
gran logro obtener con una tonalidad mayor, como es el re bemol mayor, un
acento tan nostálgico y dulce, pues siempre las tonalidades mayores están
esencialmente relacionadas con la alegría.
El propio Dvorak, en una
entrevista, llegó a afirmar cómo este movimiento y su subsiguiente scherzo
habían sido inspirados por el relato de Hiawatha, que pensaba emplear como
parte de una cantata o una ópera. Concretamente, el scherzo le sugería el baile
en la tribu de Hiawatha tras los esponsales con su novia Dakota, por lo que
bien el movimiento previo que tratamos, quedo y romántico, podría estar
sugerido por el Canto X, que lo antecede, titulado El cortejo de Hiawatha. Así que voy a
echar mano de la sugestión y te voy a escribir el relato musical tal como yo lo
veo, lo oigo y lo siento.
Hiawatha tuvo una ascendencia
mítica. Fue criado por su abuela Nokomis, quien descendió de la luna llena, siendo esposa pero no
madre, y una mala caída desde un columpio de sarmientos ebrios de racimos
morados, cortados por el celo de sus rivales, hizo que diese con sus nalgas en
un verde prado, donde nació su hija Winona. Esta siempre fue advertida por su
madre del peligro lujurioso del viento del Oeste. Pero Winona creció feliz y
despreocupada, y cuando los azorados crepúsculos se le acumularon a cientos en
las mejillas, el reflejo celestial de los arroyos crepitaron en sus ojos, y
las vides de su cuna se agolparon como racimos tensos en sus pechos, una noche
que esparció su lozanía entre los lirios del campo y rezongó sus tersos y
longilíneos perniles sobre el verdoso herbaje, Mudjekeewis, el viento del Oeste, transportado en el arrebolado celaje de Poniente, acechó lúbricamente la
tierna apariencia de rocío carnoso de Winona, escardando con sus flamígeros dedos vagarosos la
penumbra fileteada de su melena, y con un silbido de huracán
contenido, un quejido de gozo exasperante estalló en el vientre de Winona. Era el
preámbulo amniótico de Hiawatha, el gran indio llamado a unificar gloriosamente
las cinco naciones iroquesas: los seneca, los onondaga, los oneida, los cayuga,
y los mohawk.
Comienza la música con una fanfarria contenida en unos metales melosos, hasta que un pequeño crescendo y un redoble de tambor alzan el telón opaco del crepúsculo. Principia la primera y memorable melodía del corno inglés. En sus acordes quejumbrosos se condensa la memoria de la discusión de Hiawatha con su abuela. Ella era favorable a un enlace con una chica de la tribu, que representaba el cálido candor de las llamas sobre el fuego del hogar. Pero Hiawatha era proclive a que la luz y el calor de su esposa se asemejaran a los emanados por las lejanas estrellas y la Luna. Hay un nuevo redoble contenido de tambor y asoma la siguiente melodía, onírica, basada en los violines. Hiawatha sueña, tumbado al calor de la hoguera, a la intemperie, coronado por el fulgor de las estrellas y la Luna, con su amada Minnehaha, de la que quedó prendado en una visita a la tribu Dakota, adonde fue a obtener las puntas de flecha que las manos artesanas del padre de ella manufacturaba, y con cómo resplandecían sus estrellas pupilares y el nácar selénico de su sonrisa. Acude nuevamente la melodía del corno inglés sobre el colchón de las cuerdas, que arrulla junto a la refulgencia estelar el sueño de Hiawatha. Posteriormente, la melodía se anima, con el oboe y las fusas de los violines, sugiriendo el amanecer, y pronto surge un pizzicato de violonchelos que nos advierten que Hiawatha ha reanudado la marcha al encuentro de su amada. Las praderas se extienden alrededor de Hiawatha, y el morado espejismo de las lejanas montañas. Son los anchurosos espacios abiertos que inspiraron a Dvorak. Repentinamente, la pradera da lugar a los ralos bosques de hayas, acompasando su marcha los trinos de canoros pájaros y la tibia brisa de la mañana, y la orquesta se precipita y estalla en la inmensidad de la catarata vecina al campamento indio, que se mezcla con el clamor de los Dakota. Y ahí se presenta ante sus ojos la imagen real de Minnehaha: es una luna encendida en el sol y una recóndita aura nocturnal en la angustiosa claridad de la mañana. Se adentran en la tienda de sus esponsales, y la melodía del corno llega a suspenderse como sus corazones asombrados. Yacen, y una nueva fanfarria sosegada delata su consumación.
No es el fuego amigo que arde sobre el hogar,
sino luz de estrellas lejanas cuya fumata
se eleva irisada en la clamorosa catarata
donde los Dakota afilan sus flechas para cazar.
En sueños no llega el trémulo amado a atisbar
el tácito recamo de dulce serenata
que brota placentería en la boca de Hiawatha
Minnehaha desde su coralino hontanar.
El orgiástico descanso transforma al muchacho
en recio guerrero que al viento crepusculino
bate, y al óbice materno y su tenaz mohíno.
Un tam tam de delirio alza plumario penacho
desde un tálamo que solacean los amantes
en tribal combate de espectros febricitantes.
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