Adagio extático


 
Lévy-Dhurmer - Eva

La mayor parte de las veces, los compositores, como genios creadores y seres dotados de altas capacidades, estaban jalonados de diversas peculiaridades, manías u obsesiones. Pero en el caso de
Anton Bruckner (1924-1996) podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que estas cualidades lo elevaron a la categoría de verdadero bicho raro.

Nacido en el seno de una familia modesta, su padre le inculcó sus ocupaciones, cuales eran la enseñanza y la interpretación de órgano. La vida no fue especialmente cruel con él, o al menos no más que con otros músicos de antaño. Quedó huérfano de padre a los 13 años y su madre lo envió al no muy lejano convento de San Florián a completar sus estudios.

Fue un virtuoso del órgano, pero no supo aprovecharse de su habilidad, con la perspectiva que nos da la historia, pues poco ha trascendido de sus obras para dicho instrumento. Devoto católico, de una timidez enfermiza, acuciada quizá por su poco atractivo físico, transmutó en una personalidad de inseguridad notoria y proverbial.

Sus primeros escarceos musicales fueron en la música religiosa, a la que dedicó la primera parte de su vida, y no fue hasta muy avanzada edad que comenzó a introducirse en el campo por el que, quizá, es hoy mayormente conocido: la sinfonía.

No se trata de un compositor pródigo, ya que solamente escribió 9 sinfonías, la última incompleta, 11 si contamos 2 obras más tempranas catalogadas con los números 0 y 00. No fue hasta que cumplió 40 años, y tras haber completado sus estudios musicales a los 37 años, que compuso su 1ª Sinfonía. A cambio, éstas adquirieron magnitudes colosales, con movimientos de una enorme duración. Su estilo se decantó por una música pura, no programática, muy reiterativa, con amplios pasajes pianos y crescendos progresivos hasta unos culminantes tutti orquestales, que se repetían, y se resolvían en una suerte de apoteótico estallido sin fogonazo que llevó a Leonard Berstein a declarar, en alguna ocasión (seguro que sacado de contexto, y maliciosamente), que en su música uno parece alcanzar el clímax, pero al final falta el orgasmo.

A pesar de ese estilo, era un profundo admirador de Wagner, al cual conoció y le correspondió éste con cortés estimación. Aunque no imitó su gusto por el leivmotiv, ni su personalidad le permitió dedicarse a la música teatral, de él adquirió su sonido denso y suntuoso, adoptando en algunas orquestaciones la tuba creada por el mismo Wagner para sus composiciones. Pero al no decantarse por la música programática, también era elogiado por los seguidores de Brahms, rival, a su vez, de los postulados de Wagner.

Consenso que acabó cuando Bruckner dedicó su 3ª sinfonía al maestro bávaro, lo que le granjeó a partir de entonces las agrias críticas de Eduard Hanslick, amigo íntimo de Johannes Brahms, musicólogo y crítico musical, y enzarzado con su elegante prosa en la disputa entre los dos bandos predominantes en la música germana. Este acicate contribuyó a que su insegura personalidad abocara en un continuo revisionismo de sus obras, hecho que fue agravado por las extrañas amistades de las que se rodeaba, entre las que se contaban famosos directores de orquesta como Arthur Nikisch y Franz Schalk, que bajo el pretexto de su apoyo, sometían a sus partituras a profundas mutilaciones y modificaciones, incluso en la orquestación. Especialmente perniciosa fue la relación con éste último y su hermano, que como efecto paradójico, y en contrapartida, permitió, con el andar del tiempo, que críticos y musicólogos posteriores, pudieran revisar y restaurar las partituras originales, gracias a que estas habían permanecido en poder de los herederos de los hermanos Schalk. Estos musicólogos redentores fueron Robert Haas, y, sobre todo, Leopold Novak, fuente de las versiones que sirven actualmente para la interpretación de la música de Bruckner.

En la grandiosa sinfonía que nos ocupa, la 8ª Sinfonía en do menor, se sumó como una nueva dificultad el rechazo de la partitura por parte del director de orquesta que la iba a estrenar, Herman Levi. Bruckner había depositado en él toda su confianza, ya que había sido el artífice del estreno de su previa 7ª Sinfonía, primera obra acogida con entusiasmo por el público. Como consecuencia,  se sumió en una revisión que duró cinco años, al tiempo que hacía lo mismo con otras obras, aunque, para su bien, esta dilación le permitió dedicar la obra al emperador Francisco José I, quien aparte de su agradecimiento, le ayudó económicamente para la publicación y el estreno de la misma, que tuvo lugar en Viena el 18 se Septiembre de 1892, con un resonante éxito.

De esta obra te extraigo su Adagio, subtitulado en alemán feierlich langsam, doch nicht schleppend, o sea, “Solemnemente lento, pero no perezoso”. Quizá sea su sinfonía más monumental, entre otras cosas porque la última, con tanta revisión, no le dio tiempo a culminar, y que además armonizaba con una de sus manías como era la de contar todo tipo de cosas, ventanas, ladrillos, losas, y, por supuesto, también, notas musicales, en este postrer caso buscando el equilibrio y la perfección, pues en última instancia, toda su obra, si no tenía un programa, sí tenía una intención, que era la exaltación de Dios.

Puede resultar extraño que un tipo tan peculiar, entre cuyas rarezas se encontraba la obsesión por contemplar cadáveres, que le llevó a solicitar ver los restos del emperador Maximiliano de Méjico, cuando fue devuelto, tras su ejecución, a Austria, para enterrarlo en Viena, en 1867, y del que también refirieron que contempló los cadáveres de Schubert y Beethoven, cuando los exhumaron para su traslado al cementerio Central de Viena en 1888, e incluso que besó sus cráneos, fuera capaz de composiciones tan majestuosas y, en nuestro caso, de facturar un Adagio tan delicado y embelesador.

Tiene una duración de, según las versiones, casi media hora, con sus características alternancias entre melosas sutilezas y apogeos embriagantes, supuestamente dedicados a mayor gloria de Dios. Pero para su escucha no importa ser creyente.  Uno puede ver en su emotiva música a Dios o al mismo cosmos,  englobados en atardeceres o auroras de esplendorosos carmesíes. O al mismo amor,  vislumbrando por primera vez el rostro del ser amado,  con el estremecimiento del primer encuentro,  la tibia sensación del roce epidérmico de las manos tremulantes y ávidas, el vacío interpuesto entre dos bocas en el preludio del primer beso,  la ansiedad de la separación y la inquietud por la desconfianza de una nueva cita,  y hasta la nostalgia tras la ruptura y separación, todo anticipado y clausurado por un rasgado sonoro de las cuerdas acunados por el arrebato enternecedor del arpa. Recuerda mucho al Adagietto de Mahler, pero no has de olvidar que es anterior a éste.

Si eres capaz de entusiasmarte con este adagio, no dejes de disponer de un rato y escuchar la sinfonía completa. Es un deleite.






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