Adagio extático
Lévy-Dhurmer - Eva |
Nacido en el seno de una familia
modesta, su padre le inculcó sus ocupaciones, cuales eran la enseñanza y la
interpretación de órgano. La vida no fue especialmente cruel con él, o al menos
no más que con otros músicos de antaño. Quedó huérfano de padre a los 13 años y
su madre lo envió al no muy lejano convento de San Florián a completar sus
estudios.
Fue un virtuoso del órgano, pero
no supo aprovecharse de su habilidad, con la perspectiva que nos da la historia,
pues poco ha trascendido de sus obras para dicho instrumento. Devoto católico,
de una timidez enfermiza, acuciada quizá por su poco atractivo físico,
transmutó en una personalidad de inseguridad notoria y proverbial.
Sus primeros escarceos musicales
fueron en la música religiosa, a la que dedicó la primera parte de su vida, y
no fue hasta muy avanzada edad que comenzó a introducirse en el campo por el
que, quizá, es hoy mayormente conocido: la sinfonía.
No se trata de un compositor
pródigo, ya que solamente escribió 9 sinfonías, la última incompleta, 11 si
contamos 2 obras más tempranas catalogadas con los números 0 y 00. No fue hasta
que cumplió 40 años, y tras haber completado sus estudios musicales a los 37
años, que compuso su 1ª Sinfonía. A cambio, éstas adquirieron magnitudes
colosales, con movimientos de una enorme duración. Su estilo se decantó por una
música pura, no programática, muy reiterativa, con amplios pasajes pianos y
crescendos progresivos hasta unos culminantes tutti orquestales, que se repetían, y se resolvían en una suerte de apoteótico estallido sin fogonazo que llevó a
Leonard Berstein a declarar, en alguna ocasión (seguro que sacado de contexto, y
maliciosamente), que en su música uno parece alcanzar el clímax, pero al final
falta el orgasmo.
A pesar de ese estilo, era un
profundo admirador de Wagner, al cual conoció y le correspondió éste con cortés
estimación. Aunque no imitó su gusto por el leivmotiv, ni su personalidad le
permitió dedicarse a la música teatral, de él adquirió su sonido denso y
suntuoso, adoptando en algunas orquestaciones la tuba creada por el mismo
Wagner para sus composiciones. Pero al no decantarse por la música
programática, también era elogiado por los seguidores de Brahms, rival, a su
vez, de los postulados de Wagner.
Consenso que acabó cuando Bruckner
dedicó su 3ª sinfonía al maestro bávaro, lo que le granjeó a partir de entonces
las agrias críticas de Eduard Hanslick, amigo íntimo de Johannes Brahms,
musicólogo y crítico musical, y enzarzado con su elegante prosa en la disputa
entre los dos bandos predominantes en la música germana. Este acicate
contribuyó a que su insegura personalidad abocara en un continuo revisionismo
de sus obras, hecho que fue agravado por las extrañas amistades de las que se
rodeaba, entre las que se contaban famosos directores de orquesta como Arthur
Nikisch y Franz Schalk, que bajo el pretexto de su apoyo, sometían a sus
partituras a profundas mutilaciones y modificaciones, incluso en la
orquestación. Especialmente perniciosa fue la relación con éste último y su
hermano, que como efecto paradójico, y en contrapartida, permitió, con el andar
del tiempo, que críticos y musicólogos posteriores, pudieran revisar y
restaurar las partituras originales, gracias a que estas habían permanecido en
poder de los herederos de los hermanos Schalk. Estos musicólogos redentores fueron
Robert Haas, y, sobre todo, Leopold Novak, fuente de las versiones que sirven
actualmente para la interpretación de la música de Bruckner.
En la grandiosa sinfonía que nos
ocupa, la 8ª Sinfonía en do menor, se sumó como una nueva dificultad el
rechazo de la partitura por parte del director de orquesta que la iba a
estrenar, Herman Levi. Bruckner había depositado en él toda su confianza, ya que
había sido el artífice del estreno de su previa 7ª Sinfonía, primera obra
acogida con entusiasmo por el público. Como consecuencia, se sumió en una revisión que duró cinco
años, al tiempo que hacía lo mismo con otras obras, aunque, para su bien, esta
dilación le permitió dedicar la obra al emperador Francisco José I, quien
aparte de su agradecimiento, le ayudó económicamente para la publicación y el
estreno de la misma, que tuvo lugar en Viena el 18 se Septiembre de 1892, con
un resonante éxito.
De esta obra te extraigo su Adagio,
subtitulado en alemán feierlich langsam, doch nicht schleppend, o
sea, “Solemnemente lento, pero no perezoso”. Quizá sea su sinfonía más
monumental, entre otras cosas porque la última, con tanta revisión, no le dio
tiempo a culminar, y que además armonizaba con una de sus manías como era la de contar
todo tipo de cosas, ventanas, ladrillos, losas, y, por supuesto, también, notas musicales, en este postrer caso buscando el equilibrio y la perfección, pues en última instancia, toda su
obra, si no tenía un programa, sí tenía una intención, que era la exaltación de
Dios.
Puede resultar extraño que un
tipo tan peculiar, entre cuyas rarezas se encontraba la obsesión por contemplar
cadáveres, que le llevó a solicitar ver los restos del emperador Maximiliano de
Méjico, cuando fue devuelto, tras su ejecución, a Austria, para enterrarlo en
Viena, en 1867, y del que también refirieron que contempló los cadáveres de
Schubert y Beethoven, cuando los exhumaron para su traslado al cementerio
Central de Viena en 1888, e incluso que besó sus cráneos, fuera capaz de
composiciones tan majestuosas y, en nuestro caso, de facturar un Adagio tan
delicado y embelesador.
Tiene una duración de, según las
versiones, casi media hora, con sus características alternancias entre melosas
sutilezas y apogeos embriagantes, supuestamente dedicados a mayor gloria de
Dios. Pero para su escucha no importa ser creyente. Uno puede ver en su
emotiva música a Dios o al mismo cosmos, englobados en atardeceres o
auroras de esplendorosos carmesíes. O al mismo amor, vislumbrando por
primera vez el rostro del ser amado, con el estremecimiento del primer
encuentro, la tibia sensación del roce epidérmico de las manos tremulantes
y ávidas, el vacío interpuesto entre dos bocas en el preludio del primer
beso, la ansiedad de la separación y la inquietud por la desconfianza de
una nueva cita, y hasta la nostalgia tras la ruptura y separación, todo
anticipado y clausurado por un rasgado sonoro de las cuerdas acunados por el
arrebato enternecedor del arpa. Recuerda mucho al Adagietto de Mahler, pero no has de olvidar que es anterior a éste.
Si eres capaz de entusiasmarte
con este adagio, no dejes de disponer de un rato y escuchar la sinfonía
completa. Es un deleite.
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