Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
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La Virgen y el Niño - Murillo |
Debe compensar eso de ser madre de un dios, sobre todo si se trata del único y verdadero. Pero teniendo en cuenta las pocas posibilidades de una vida ulterior a la que disfrutamos en el presente, tiene que ser un verdadero acto de fe el resignarse y consagrarse a una vida tan sacrificada como la que sufrió, en la esperanza de disfrutar en esa gloria ansiada. Mas yo, que no puedo abstraerme del hecho que, aunque lacónica, furtiva e intrascendente, esta es la única vida que voy a tener y no me abandono a, al menos, intentar disfrutarla aun en lo poco de consistente que tiene, no dejo de pensar en qué vida más triste llevó María, conocida, amada y venerada por su virginidad y su maternidad divina.
Desde siempre me entristeció la
vida de Jesús, pues desde su mismo nacimiento estaba empecinado en sufrir y
morir por los demás. Pero cuando uno ahonda en la vida de María, el sentimiento
no puede ser menor. Hay pocos datos, en los escritos bíblicos, acerca de su
vida, por lo que gran parte de la información que tenemos es debida a los
evangelios apócrifos. Alguien puede objetar su veracidad, pero no es menos
cierto que también podrían ponerse en duda los consagrados. La gran diferencia
entre ambos es la mayor inverosimilitud de los apócrifos y la no aceptación de
los mismos como dogmáticos en el concilio de Nicea. Pero eso no quiere decir
que todo lo que cuenten sea mentira, ni siquiera contradictorio con lo que nos
narran los textos sagrados.
Siguiendo el evangelio armenio de
la infancia de Jesús, que es al que más me voy a ceñir, los padres de María se
llamaban Ana y Joaquín. Y padecieron una de las enfermedades más
características de la Biblia, la infecundidad. Ello condujo a Joaquín a pasar
40 días y 40 noches en huelga de hambre en el desierto, clamando a Dios por su
descendencia. Cómo no, Dios accedió a sus súplicas, lo que provocó una inmensa
alegría en el matrimonio. En el fragor del contento, su madre Ana no tuvo otra
cosa mejor que ofrendar a Dios el fruto de su vientre, prometiendo entregarlo
al servicio del templo del Señor. Una vez nacida María, pudo más el instinto maternal,
y Ana la amamantó y crio hasta los tres años. En ese momento, quizá corroída
por los remordimientos de no haber entregado a su hija, rezó a Dios con un
nuevo ruego: que le diera otro hijo, y en ese momento le consagraría la vida de
su hija. Dios concedió nuevamente el deseo, naciéndole a María una hermana, lo
que desencadenó su adopción en el templo.
La época de la que hablamos,
quizá por el padecimiento del pueblo judío bajo el yugo romano, era de una gran
expectación mesiánica. Eso explicaría la costumbre de entregar niñas al
servicio del templo de Jerusalén a muy temprana edad, para ver si en ellas se
cumplía algunos de los signos que anunciaban la venida del Salvador a través
del parto de una virgen, según cita Mateo en su evangelio a propósito de la
profecía de Isaías (Is 7 14):
14 Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen
concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel.
Por eso, junto a María, fueron
entregadas otras 11 niñas. Supongo que cada año ocurriría lo mismo. Allí se las
instruía en lo sagrado y en la observancia de las leyes divinas, sobre todo en
lo referente a la castidad y la pureza. Al año de su estancia en el templo,
quedó huérfana de ambos padres, por lo que esa tierna niñita quedó
completamente desamparada en manos de desconocidos.
Con el tiempo llegaría a
sacerdote supremo su familiar Zacarías, justo en el último año de estancia en
el templo, lo cual supondría un ligero alivio a su situación. Entonces, llegadas
a la edad núbil, las niñas, para evitar que se pudiera cometer algún desliz
bajo la tutela de los sacerdotes, eran entregadas en matrimonio. Aquí las
fuentes difieren un poco, pues mientras el evangelio armenio refiere que esto
sucedió cuando María tenía quince años, los evangelios copto y árabe de la vida
de José indican que sucedió a la edad de 12 años. La costumbre era, al parecer,
convocar a todos los varones celibatarios al templo, los cuales entregaban una
tablilla con su nombre, que introducían en el tabernáculo de la Santa Alianza, y
al recobrarlas, en las que aparecieran escritos los nombres de las niñas, se
entregaban a su propietario para su tutela y posterior matrimonio. El nombre de
María apareció escrito en la tablilla de José, surgiendo una paloma de la misma
en el momento en que fue leída. Todo ello para estupefacción de José, que no
era muy consciente de lo que había pasado. Era un anciano de aproximadamente 89
años, que había enviudado hacía uno, y que ya poseía una importante prole de
cuatro hijos, Judá, Josetos, Jacobo y Simeón, y dos hijas, Litsia y Lidia. Él
había cumplido con su obligación de manera mecánica y ahora no comprendía cómo,
a su edad, iba a cobijar y desposar a una niña de 15 años. No fue sin discusión
con los sacerdotes, los cuales, poco menos que amenazaron a José para que
cumpliera con lo ordenado por los designios divinos. De este modo, vemos a
María entregada a un anciano por sorteo para ser su esposa.
José cumplió con su promesa y la
llevó a su casa en Nazareth. Él tenía un encargo en Bethelem, su pueblo natal,
para construir una casa, según era su oficio de carpintero. Y dejó a María, sola,
proveyéndola de todo lo que necesitara, y enconmendándole guardarse de salir de
casa y de poner en peligro su castidad.
María, retraída por su mocedad y
su vida de enclaustramiento, cumplió con lo encomendado. Pero he aquí que de
repente se le aparece el arcángel Gabriel, y, de sopetón, no hace otra cosa más
que anunciarle que va a concebir un niño sin participación de hombre alguno, y
que será el futuro guía y salvador del pueblo de Israel. Aunque, al parecer,
ella ya habría oído hablar algunas veces a Dios o a sus mensajeros en su recogida
vida eclesial, cuál no sería la estupefacción, el temor y la desazón al
escuchar este mensaje. No fue tarea fácil convencer a María, asustada por las
consecuencias de un embarazo sin contacto carnal, o, peor aún, sin haber sido
aún desposada, ni haber tenido dicho contacto con su marido. Después de mucho
platicar, el arcángel la conformó diciéndole que ya Dios encontraría el camino
de salvar su honra y su crédito ante José y el resto de la comunidad. Aunque,
como he dicho antes, los evangelios difieren, yo me quedo con el relato del
armenio, pues los otros dos, concordantes, establecen que la ausencia de José
fue por dos años, mientras que el armenio sólo de 5 meses, lo cual es más
lógico. Pero todos apuntan a que la concepción de María sucedió a los 15 años
de edad.
Cuando José regresó a Nazareth,
encontró a María turbada. Ella no le confesó nada, perpleja como se encontraba
todavía. Pero José no dejaba de inquirirle hasta que se percató de su abultado
vientre. Su disgusto fue mayúsculo. Sus quejas y sus sufrimientos, su vergüenza
y el temor al escándalo, lo hizo prorrumpir en sollozos y lamentaciones, los
cuales fueron acompañados por los de María. José llegó a proponerle, en un
acceso de piedad, que la dejaría marcharse por la noche para que ella buscara
sus designios, con lo que ya puedes imaginar el sufrimiento de la niña, que
nada podía hacer para convencer a José de que ella se había mantenido fiel y
obediente, que no había conocido a ningún hombre, ni había tenido contacto
carnal, que ni siquiera había abandonado la casa y que todo se debía a un acto
incomprensible para ella por parte de Dios.
El cansancio del disgusto pospuso
la decisión de José, desorientado como estaba, y cayó aquella noche en un
profundo sueño. Para suerte de María, en sueños, Dios se apareció a José y le
explicó el asunto de la concepción en María de su Hijo, al que tendrían que
llamar Jesús. Cuando despertó, aunque turbado, consintió en seguir con los
planes de casamiento con María, pero asegurándose la discreción necesaria para
no ser objeto de habladurías, por lo que María pasó todo su embarazo oculta de
la mirada de sus conciudadanos.
Pero ese mismo día, recibió la
visita de Anás, un escriba adscrito al servicio del templo, para saber por qué
José no había asistido a la ceremonia de plegaria. Y se percató también de la
gravidez de María, por lo que ni corto ni perezoso, lo puso en conocimiento de los
sacerdotes. Lo que quería evitar José se destapó abruptamente, y se vieron
obligados a pasar una prueba, llamada del agua, para verificar la verdad tanto
del relato de la pareja como de la virginidad intacta, a pesar del embarazo, de
María. La prueba aparece referida en las leyes mosaicas escritas en el libro Números
(Nm 5 16-31), que te transcribo por ser un rito curioso:
16 Y el
sacerdote hará que ella se acerque y se ponga delante de Jehová.
17 Luego
tomará el sacerdote del agua santa en un vaso de barro; tomará también el
sacerdote del polvo que hubiere en el suelo del tabernáculo, y lo echará en el
agua.
18 Y hará
el sacerdote estar en pie a la mujer delante de Jehová, y descubrirá la cabeza
de la mujer, y pondrá sobre sus manos la ofrenda recordativa, que es la ofrenda
de celos; y el sacerdote tendrá en la mano las aguas amargas que acarrean
maldición.
19 Y el
sacerdote la conjurará y le dirá: Si ninguno ha dormido contigo, y si no te has
apartado de tu marido a inmundicia, libre seas de estas aguas amargas que traen
maldición;
20 mas si
te has descarriado de tu marido y te has amancillado, y ha cohabitado contigo
alguno fuera de tu marido
21 (el
sacerdote conjurará a la mujer con juramento de maldición, y dirá a la mujer):
Jehová te haga maldición y execración en medio de tu pueblo, haciendo Jehová
que tu muslo caiga y que tu vientre se hinche;
22 y
estas aguas que dan maldición entren en tus entrañas, y hagan hinchar tu
vientre y caer tu muslo. Y la mujer dirá: Amén, amén.
23 El
sacerdote escribirá estas maldiciones en un libro, y las borrará con las aguas
amargas;
24 y dará
a beber a la mujer las aguas amargas que traen maldición; y las aguas que obran
maldición entrarán en ella para amargar.
25 Después
el sacerdote tomará de la mano de la mujer la ofrenda de los celos, y la mecerá
delante de Jehová, y la ofrecerá delante del altar.
26 Y
tomará el sacerdote un puñado de la ofrenda en memoria de ella, y lo quemará
sobre el altar, y después dará a beber las aguas a la mujer.
27 Le
dará, pues, a beber las aguas; y si fuere inmunda y hubiere sido infiel a su
marido, las aguas que obran maldición entrarán en ella para amargar, y su
vientre se hinchará y caerá su muslo; y la mujer será maldición en medio de su
pueblo.
28 Mas si
la mujer no fuere inmunda, sino que estuviere limpia, ella será libre, y será
fecunda.
29 Esta
es la ley de los celos, cuando la mujer cometiere infidelidad contra su marido,
y se amancillare;
30 o del
marido sobre el cual pasare espíritu de celos, y tuviere celos de su mujer; la
presentará entonces delante de Jehová, y el sacerdote ejecutará en ella toda
esta ley.
31 El
hombre será libre de iniquidad, y la mujer llevará su pecado.
Afortunadamente, no era gran cosa
dicha prueba, por lo que María se sobrepuso a esta nueva humillación. A pesar
de todo, José decidió mantener a María, su embarazo y su parto en secreto. Por
lo que les vino de perlas el mandamiento censal de Augusto, que les permitió
desplazarse a Belén sin que nadie lo supiera. José, previsor, inscribió en el
censo su nombre, el de su mujer, María, y el de su hijo que estaba por venir,
Jesús.
Lo siguiente es ya muy conocido.
No diré más que las condiciones lóbregas y deprimentes en las que tuvo el
parto. Por si fuera poco, tuvieron que salir huyendo para escapar del
infanticidio de Herodes, mudándose a una tierra extraña como era Egipto. Y si
hacemos caso a los evangelios de la infancia de Jesús, pues poco se nos relata
de ésta en los evangelios sagrados, de pequeñín fue un auténtico diablillo,
pues cada niño o profesor que le contradecía resultaba extrañamente muerto.
Supongo que con cierta madurez precoz, fue consciente pronto de su ascendencia
divina y resucitó a todos los que por causa de su enojo habían muerto.
Esta es la triste vida de María,
a quien todavía le vivió José hasta cumplir los 111 años, cuando Jesús
probablemente tendría unos 18 y ella unos 33. El resto de la historia también
la conocéis. Perder a su hijo en plena juventud y padeciendo el calvario que
padeció. Es por eso que le deseo que esa eternidad que nos espera tras la
muerte sea cierta, porque en esta vida poca felicidad alcanzó.
No me extraña, pues, el cariño
devoto de los creyentes, que ya hizo que la Iglesia, sobre el siglo VI,
festejara su figura en su advocación maternal, al parecer el 1º de Enero, junto
a la celebración de la Circuncisión de su hijo. La fecha de esta celebración ha
sufrido cambios a lo largo de la historia, pero con ocasión del Concilio
Vaticano II fue repuesto en esta fecha original, que es la que se sigue
celebrando hoy día.
Y qué mejor manera que
celebrándolo con un nuevo Salve Regina, en este caso a cargo
de Giovanni Battista Pergolesi. Al
igual que María, fue tocado por un don divino, que hizo que ya desde temprana
edad deslumbrara con bellas composiciones. Fue un producto más de la rica
escuela napolitana, y a él se adjudica el nacimiento del género de la ópera
bufa y, en cierto modo, la ópera moderna. Pero esto fue más bien a título
póstumo, pues al igual que María, su vida fue también algo desgraciada, con una
salud quebradiza, como quebrada era su columna bífida, que le llevó a la tumba
precozmente, a la edad de 26 años, anticipando la enfermedad que terminaría
tristemente poniéndose de moda como causa de muerte entre los artistas en un
futuro próximo: la tuberculosis. Así, fue la interpretación de su famosa ópera La serva padrona como intermedio en la
reposición de Acis y Galatea de Lully
en París, la que desencadenó la famosa “querella de los bufones”, que
confrontaría a los defensores de la ópera clásica, representada por Rameau, con
sus detractores, partidarios de las novedades ya implementadas en otros países,
cuyo ejemplo era esta pequeña ópera bufa, y del que fue gran adalid el gran y
conocido escritor, pero también compositor de óperas, Jean-Jacques Rousseau.
De los tres motetes dedicados a
este himno, no me decido por cuál ponerte. Voy a enviarte los dos que tiene
para soprano, en la menor y do menor, ambos para soprano, pues el tercero, en
fa menor, es adaptado de éste último para contralto. Su modo menor, de cierto
acento contrito y atribulado, casa bien con esa visión dolorosa y aciaga que me
transmite la vida de María.
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